– ¡Oh, qué horrible! -Nikki se llevó los dedos a la boca y le miró con asombro.
– Tendré que convencer a Barbara para que vaya a su casa, Nikki. Es mi deber, aunque su padre no ha cambiado. Incluso el saber que se está muriendo no le ha cambiado. Todavía siente lo mismo hacia ella. Es difícil comprender cómo nadie puede ser tan condenadamente duro.
– Entonces no debe volver -susurró Nikki-. Si el señor Braun está así en su lecho de muerte, ¡oh!, sería demasiado cruel para Babs.
– Sinceramente, espero que no lo haga. Pero puedes ver mi posición. No puedo cargar con la responsabilidad. Tendré que decírselo. ¡Es necesario! Pero, Señor, espero que no vaya. Es el tipo más tenaz que he conocido, Nikki.
– No irá -dijo Nikki con firmeza.
– Volveré mañana -dijo Jim-. Tan pronto como pueda salir de allí -salió apresuradamente.
Nikki se sentó delante de la máquina de escribir, sumida en sus pensamientos. No estaba pensando ya en su nueva novela de misterio. Sabía que, a pesar del amor que Barbara sentía por Jim, su amiga estaba sufriendo, sufriendo y guardándose su dolor. Su padre no le haría más daño. Quizá si Jim le dijera a la señora Braun dónde estaba Barbara.
Nikki no sabía cuánto tiempo llevaba pensando. Fue sacada de su ensimismamiento por un fuerte golpe en la puerta. Miró hacia ella y parpadeó. ¿Quién demonios? El fuerte golpe volvió a sonar.
Se levantó y, abriendo un poquito la puerta del dormitorio, susurró:
– Babs, hay alguien en la puerta No salgas. Estate absolutamente callada -vio la mirada asustada en los ojos de Barbara y su asentimiento para que viese que lo había entendido. Cerrando a Barbara, Nikki se acercó de puntillas a la puerta de entrada y apoyó la oreja en ella.
– ¿Quién está ahí?
– El hombre del gas. Para leer el contador, por favor -canturreó una alegre voz.
Abrió la puerta un poquitín, poniendo el pie contra ella. El joven que vio no parecía en lo más mínimo un empleado de la compañía de gas. Por lo menos ella no había visto a ninguno con pantalones de franela gris claro y abrigo de mezclilla. Empezó a empujar la puerta, para cerrarla. No cedió ni un centímetro. Miró hacia abajo y vio la punta de un zapato muy brillante que asomaba por la ranura. Apoyó el hombro contra la puerta y empujó con todas sus fuerzas. Estrujaría el pie hasta que chillara de dolor. ¡Pedazo de bruto!
Sintió que iba resbalando lentamente hacia atrás como si una fuerza irresistible estuviera al otro lado de la puerta. Luego el hombre entró en la habitación. Se la quedó mirando con una sonrisa. No era una sonrisa amenazadora, ni siquiera protectora. Era una sonrisa de pura diversión, y por eso mismo más exasperante todavía.
– ¡Bien! -dijo ella sin aliento, echándose hacia atrás-. ¡Bien! Váyase de aquí antes de que le destroce la cara con las uñas.
– Mmm, mal genio, ¿eh? -sonrió.
Vagamente, a través de su ira, percibió unos ojos gris acero considerablemente agudos, una cara americana de rasgos correctos y una sonrisa divertida. Era alto, además -alrededor de seis pies. Fuertes hombros. Dientes bonitos. Sonrisa agradable-. Pero ella podía llegar hasta él y arrancar esa sonrisa con las uñas.
– ¿Se va a ir? -dijo ella, curvando los dedos agresivamente.
– No -dijo él, y entró más en la habitación.
Nikki no cedió ni una pulgada. Sus manos se alzaron. Él vio las uñas pintadas de escarlata y su sonrisa se hizo más ancha.
– ¿Quién es usted? -preguntó ella.
– Soy un detective privado -dijo el señor Ellery Queen sin siquiera un parpadeo-. Licencia seiscientos sesenta y seis. Vamos, vamos, señorita Braun, ¡se acabó el juego!
El intruso
Después de que la limusina de la señora Braun se hubo alejado de la comisaría, Ellery Queen había telefoneado a Pinky, un taxista experto en seguir a la gente mientras conducía a gran velocidad a través del tráfico. Dio instrucciones a Pinky y luego se fue al apartamento de los Queen en la calle 87 Oeste, a esperar su informe. Poco después de las dos sonó un teléfono. Pinky había tenido suerte, según dijo a través del cable. Había seguido el automóvil del doctor Rogers desde la Casa de Salud hasta la calle Cuarta, donde el doctor había aparcado y se había dirigido andando a una casa de ladrillo rojo en Waverly Place, mirando constantemente detrás de él para asegurarse de que no le habían seguido. Y Pinky dio a Ellery la dirección. Ellery le dijo que esperase, y salió corriendo. Cuando llegó a la calle Cuarta, Pinky le dijo que Rogers había salido hacía sólo unos minutos. Había ido a casa de una tal Nikki Porter, segundo piso de la fachada. Ellery sonrió, le dio a Pinky un billete de diez dólares, y subió los escalones de tres en tres.
Y ahora, en el apartamento, su mirada recorría apreciativamente a Nikki. Cabello marrón ondulado. Ojos castaño oscuro. Pestañas oscuras. Pies pequeños. Bonita. Color encendido natural. Talla 14. El doctor Rogers no tenía consulta, luego no había estado efectuando una visita profesional. Además, Pinky había dicho que se había comportado de modo furtivo.
– ¡Un detective privado! -dijo ella con voz entrecortada.
– En cierto modo -explicó él con dulzura-. Señorita, su madre me encargó que la encontrase y la llevase a casa.
El cerebro de Nikki estaba dando vueltas. ¡Así que él pensaba que ella era Barbara! ¡Luego sabían dónde se escondía Barbara!
– ¿Cómo encontró a Bar… a mí? -preguntó. «¡Maldita sea, por poco meto a pata!».
– Menos conversación y más acción, señorita Braun. ¿Le importa empezar a moverse?
– ¿Qué prisa tiene? -tenía que salvar a Barbara pasase lo que pasase. ¿Cómo podría librarse de ese hombre?
– Tenemos que irnos antes de que llegue la policía.
– ¡La policía! -Nikki pareció enferma.
– Estarán aquí muy pronto. Será menos desagradable que me deje conducirla a su casa y no que la lleven los polis. Imagínese la publicidad; los periodistas, los fotógrafos. Les encanta conseguir una historia como ésta. Venga, señorita Braun, haga su equipaje.
– ¡Oh! -dijo Nikki- ¡oh, qué horrible! -pareció de pronto que estaba de acuerdo, completamente vencida-. Ya veo. Claro. Si eso es lo que pasa. Siéntese, ¿no quiere? Yo, yo no tardaré mucho.
Hizo un gesto de impotencia hacia la silla y entró en el dormitorio. La puerta se cerró.
– Babs -susurró Nikki-, ¡saben dónde estás! ¡La policía va a venir!
– ¡Oh, Nikki!, ¿qué voy a hacer? No quiero ir a casa. ¡No quiero! -sus labios temblaron.
Barbara había estado escuchando en la puerta. Se apoyó contra ella.
– ¡Sh! ¡No tan alto! Escucha. ¡Ese hombre que está ahí cree que yo soy tú! Yo iré con él. En el momento en que nos vayamos, telefonea a Jim. Consigue que venga a recogerte. Pero rápido. Yo liaré a este detective. No respires hasta que nos vayamos. Luego haz el equipaje rápido -Nikki comenzó a arrojar cosas sin ningún cuidado en una maleta.
En la sala de estar, Ellery Queen no se había sentado, como había sugerido Nikki. Se paseó inquisitivamente por la habitación. Sobre la librería estaba el Diccionario Webster; el Tesauro, de Roget; El inglés del Rey, de Fowler; Pequeños ensayos, por George Santayana; para su sorpresa, un enorme volumen, Anatomía humana, de Piersol, ¡y una docena de volúmenes de Ellery Queen! Ellery cruzó hacia el escritorio, donde estaba la máquina de escribir, y leyó en la hoja de papel de la máquina: «El misterio de la alfombra persa, por Nikki Porter». Sobre la mesa había seis voluminosos manuscritos colocados cuidadosamente. A todos ellos se había adosado media docena, por lo menos, de papeles de rechazo de las editoriales. Cogió El misterio del sombrero de plumas, tomó una hoja cualquiera y leyó: «Ciertamente, era Harry MacTavish quien era bien-conocido por todos ellos». Sacando un lápiz de su bolsillo, tachó Ciertamente y escribió De hecho encima. Puso una coma antes de quien y quitó el guión de bien-conocido. Mientras leía la página empezó a reír por lo bajo. Estaba riendo en voz alta, cuando Nikki, llevando una maleta, entró en la habitación.