Por detrás del escritorio sobresalía una pierna.
Había algo fascinante en la apariencia de la pierna, con el sol brillando sobre la punta de la zapatilla de cuero.
Se acercó, sintiendo un lento horror. Luego… ¡Una mano! ¡La mano de un hombre… una mano pétrea! ¡Y sangre! ¡Sangre! Sangre sobre toda la mano. La bata. La alfombra. La… garganta…
Nikki se tambaleó, se agarró al escritorio y se apoyó pesadamente sobre él. Se tapó los ojos con la mano.
Estaba muerto. El señor John Braun estaba muerto. El padre de Barbara. Sangre. Hay que llamar a alguien. No, demasiado tarde. Vete. ¡Oh!, vete, vete.
Con inseguridad Nikki fue hacia la puerta más cercaría, luego, vaciló.
¡Huellas digitales! ¡No podía dejar huellas digitales! ¿Por qué no dejaba de sonar el teléfono? Si por lo menos dejase de sonar. No debía dejar huellas digitales. Nadie debería saber que ella había estado allí.
Encontró su pañuelo y, cubriendo con él el pomo, abrió la puerta. Ropas. Un armario. ¡Todas estas ropas!
Se dirigió hacia la segunda puerta. Otra vez cubrió el pomo con el pañuelo.
Cuarto de baño. Ventana. Reja en la ventana. Azulejos blancos. Rejas.
Sintió como si se estuviese asfixiando y se agarró otra vez la boca, jadeando por falta de aire.
Estaba de vuelta en el escritorio, apoyándose sobre él.
Atrapada. Encerrada con un… un cadáver. La llave. Él tenía la llave. En su bolsillo. No podía. No podía mirar. ¡Oh, Dios!, no podía…
Sus ojos se nublaron.
No podía desmayarse. No podía marearse. No podía… ¡Ahí! Esa llave sobre el escritorio. ¡Esa llave sobre el escritorio! ¿Es ésa la llave? ¡Oh!, por favor, Dios mío. Por favor… que sea la llave que abra la puerta del vestíbulo…
Fugitiva de la justicia
Cuando Ellery Queen dejó a Nikki en la galería y se fue, se encontraba completamente satisfecho de sí mismo. El estar unos pocos pasos por delante de su padre era siempre agradable. Estaba impaciente por hacer rabiar al viejo, así que se dirigió directamente a un drugstore de Broadway, cerca de la calle 230.
Marcó el SP. 7-3.100 y preguntó por el inspector Queen.
– ¡Papá!
– ¡Ah!, hola, hijo. ¿Qué te traes entre manos?
– No mucho, papá. Sólo pensé que te gustaría saberlo.
– Saber ¿qué?
– Que Barbara Braun está a salvo en el seno de su familia.
– ¿Qué?
– Ya sabes. La joven que estaba perdida y de la que diste la alarma.
– ¿De qué estás hablando?
– Bueno, papá, no se me ocurre otra forma más simple de decirlo, pero lo intentaré otra vez. Acabo de tener el placer de escoltar a la señorita Braun a su casa. Está ahora en los brazos de su feliz madre.
– Está, ¿de verdad? -rugió el inspector Queen.
– Mis felicitaciones, papá, pero la acabo de acompañar a su casa.
El inspector, de pronto, se rió por lo bajo.
– La señorita Barbara Braun está aquí conmigo, justo en este momento, en mi oficina. Hijo mío, la chica que llevaste a la Casa de Salud es la señorita Nikki Porter, la compañera de habitación de la señorita Braun.
Ellery Queen suspiró pacientemente.
– Papá, no dejes que quienquiera que esté ahí te engañe. Nikki Porter es el nombre bajo el que se escondía Barbara Braun.
– Tonterías. La señorita Porter es una aspirante a escritora de misterios como tú. Estoy a punto de llevar a la señorita Braun a casa yo mismo. Velie la encontró hace unos minutos en la alcaldía, tratando de casarse con el doctor Jim Rogers.
Durante unos momentos Ellery fue incapaz de hablar.
– La encontró, ¿eh? -dijo por fin débilmente.
– Puse un hombre a seguirte cuando te fuiste de aquí. Buen trabajo, chico. Lo hiciste todo bien, menos la chica. Te equivocaste de chica. La señorita Braun está viviendo con la señorita Porter.
– ¡Oh! -Ellery tragó saliva.
– Pero gracias, hijo, por tratar de ayudar a la policía. Siempre agradecemos la ayuda civil. Y, hijo…
– Dilo, dilo, lo puedo soportar.
– Sólo iba a decir que cuando crezcas y tengas un hijo propio y cuando algún día te des cuenta de que es listo, te darás cuenta de lo orgulloso que estoy de ti.
¡Clic!
Otra vez en su coche, Ellery miró hoscamente la luz roja del semáforo del cruce de calles. ¡Que le hubiese hecho pasar por un tonto! ¡Haber sido convertido en un imbécil por una mujer!
El semáforo se puso verde. La suela de Ellery pisó el acelerador con verdadera furia. El coche rugió en dirección a Spuyten Duyvil. Pasó aullando a través de la puerta de la Casa de Salud. Paró con un chirrido delante de la segunda entrada.
Ellery echó una mirada por el vestíbulo de recepción vacío, y luego subió rápidamente las escaleras. En la segunda puerta a la derecha leyó: Doctor M. Rogers. Atravesó sin ceremonia la puerta abierta. Para su sorpresa se encontró con la habitación vacía Aparentemente no había nadie por los alrededores. Fue a la puerta que había a su derecha y llamó. No hubo respuesta. La abrió y miró dentro de la habitación. Esta habitación también estaba vacía. En medio de ella había una camilla esmaltada de blanco cubierta por una sábana. Había vitrinas de cristal llenas de instrumentos brillantes, dos sillas rectas de metal y un surtido de lámparas de rayos ultravioleta y solares.
Cerró la puerta y echó una mirada por la oficina. Al lado de una silla con respaldo de cuero estaba la maleta de Nikki.
¡Todavía estaba allí! Pero ¿dónde podía estar?
Oyó un ligero ruido y se quedó quieto, escuchando. Aparentemente, alguien tenía dificultades para dar la vuelta a una llave en la cerradura de la puerta al otro lado del vestíbulo. Se echó a un lado, fuera de la vista de quien saliera. Oyó la puerta abrirse y cerrarse. Pat, pat, pat, a través del vestíbulo. Deprisa. Corriendo…
Nikki entró como una flecha en la habitación y, a través de ella, hasta su maleta. La recogió, se volvió, y vio a Ellery.
– ¡Usted! -emitió apenas.
– Sí, yo, señorita Nikki Porter -dijo Ellery ceñudo-. ¿Qué es eso de dejarme creer que era usted Barbara Braun y qué está usted haciendo ahora?
– ¡Oh!, señor Queen. ¡Ha ocurrido algo horroroso!
Vio que ella estaba temblando y que su cara estaba blanca.
– ¡Ocurrido! -dijo él en tono cortante-. ¿Qué?
– Está muerto, señor Queen. ¡Está muerto!
Ellery se quedó muy quieto.
– ¿Quién está muerto?
– El señor Braun.
– ¿Cómo lo sabe?
– Le vi. Fue horrible. ¡La sangre!
– ¿Dónde?
– Ahí dentro -señaló a través del vestíbulo.
– ¿Por qué cerró usted la puerta con llave? ¿Por qué se encerró usted?
– Yo no fui. Fue él.
Ellery cogió la maleta de sus manos. Con su mano libre la agarró del codo.
– Vamos, hermana -tiró de ella a través del vestíbulo hacia el estudio-. ¿Dónde?
Ella señaló el dormitorio con la cabeza. Ellery la arrastró con él.
Dejando la maleta al lado de la cama, dijo:
– Quédese aquí mismo.
Cruzó hacia el escritorio en forma de riñón y miró el cuerpo de John Braun; se arrodilló y observó con cuidado la garganta, la manga empapada en sangre de la bata púrpura, ahora de color marrón rojizo, hasta llegar a los dedos curvados de la mano, blanca como el yeso a la luz de la luna. Muerto, sin lugar a dudas.
Se levantó. Su mirada recorrió rápidamente la habitación: el suelo, el tablero del escritorio y la cómoda, la cama, las paredes. Fue a la puerta del armario, la abrió, presionó las ropas a un lado, golpeó las paredes; entró en el cuarto de baño, probó la fuerza de la reja de la ventana. Luego volvió al dormitorio. Examinó la reja de la ventana de éste, tiró de las barras. Dio la vuelta a la alfombra y, a gatas, examinó las tablas del suelo. Luego, incorporándose, desapareció en el estudio.