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En algunas partes de este viejo árbol las hojas no crecen. Las mariposas no se posan en él y los pájaros no anidan en sus ramas. Cuando las bellotas caen al suelo, ribeteadas de costras marrones y velludas, se quedan allí hasta que se pudren. Incluso los cuervos desvían sus ojos negros de la fruta podrida.

Alrededor del tronco crece una enredadera. Sus hojas son anchas, y de cada nudo brota una mata de pequeñas flores verdes que huelen como si estuviesen descomponiéndose, pudriéndose, y a la luz del día son negras porque están llenas de moscas atraídas por el hedor. Es la Smilax herbacea, la flor de la carroña. No hay otra como ella en cientos de kilómetros a la redonda. Como el propio roble negro, es única en su especie. Aquí, en Ada's Field, las dos entidades coexisten, parasitarias y putrefactas: una alimentada por el sustento del árbol, mientras que la otra debe su existencia a la desaparición y a la muerte.

Y la canción que el viento canta en sus ramas es de miseria y pesar, de dolor y desfallecimiento. Se propaga por los campos baldíos y las chozas a través de acres de trigo y nubes de algodón. Llama a los vivos y a los muertos y a los viejos fantasmas que perviven en su sombra.

Ahora hay luces en el horizonte y coches en la carretera. Es el 17 de julio de 1964 y ya llegan.

Ya llegan para ver cómo arde un hombre.

Virgil Gossard salió al aparcamiento que había junto a la taberna de Little Tom y eructó ruidosamente. El cielo despejado de la noche se extendía por encima de él, presidido por una espectacular luna amarilla. Al noroeste se veía con claridad la cola de la constelación de Draco, con la Osa Menor debajo y Hércules arriba, pero Virgil no era un tipo que perdiese el tiempo mirando las estrellas, sobre todo si por mirarlas corría el riesgo de dejar pasar por alto una moneda caída en el suelo, así que el dibujo de las estrellas le importaba muy poco. Desde los árboles y arbustos se oían los últimos grillos, ya sin las perturbaciones del tráfico ni de la gente, porque aquél era un tramo tranquilo de carretera, con pocas viviendas y aún menos vecinos, pues la mayoría de ellos hacía muchos años que había abandonado sus casas en busca de sitios que ofrecieran más oportunidades. Las cigarras ya se habían ido y el bosque se prepararía pronto para el sosiego invernal. A Virgil le alegraría la llegada del invierno. No le gustaban los bichos. Aquel día, muy temprano, algo que parecía unas hebras verdosas de algodón se deslizó por su mano mientras estaba en la cama y sintió una pequeña picadura cuando una chinche de campo, buscando chinches de cama entre las mugrientas sábanas de Virgil, le aguijoneó. Un segundo después, aquella cosa estaba muerta, pero la picadura aún le escocía. Por ese motivo, Virgil pudo decirles a los polis la hora exacta en que llegaron los hombres. Había visto los números verdes que brillaban en su reloj cuando se rascó la picadura: las nueve y cuarto de la noche.

En el aparcamiento tan sólo había cuatro coches, cuatro coches para cuatro hombres. Los otros estaban todavía en el bar viendo la repetición de un memorable partido de hockey en el televisor cutre de Little Tom, pero a Virgil nunca le había interesado mucho el hockey. No tenía buena vista y el disco se movía con demasiada rapidez para poder seguirlo. Aunque la verdad es que todo se movía demasiado deprisa como para que Virgil Gossard pudiera seguirlo. Así estaban las cosas. Virgil no era muy inteligente, pero al menos lo sabía, lo que quizá le hacía más inteligente de lo que él mismo pensaba. Había otros muchos tipos que se creían Alfred Einstein o Bob Gates, pero Virgil no. Virgil sabía que era bobo, así que mantenía la boca cerrada el mayor tiempo posible y procuraba tener los ojos bien abiertos, y sólo se preocupaba de vivir su vida.

Sintió un dolor en la vejiga y suspiró. Tendría que haber ido al lavabo antes de salir del bar, pero los lavabos de Little Tom olían peor que el mismísimo Little Tom, y ya es decir, teniendo en cuenta que el pequeño Tom olía como si estuviera pudriéndose por dentro en una larga agonía. Carajo, todo el mundo estaba pudriéndose, por dentro o por fuera, pero la mayoría de la gente se daba un baño de tarde en tarde para mantener alejadas a las moscas. Pero Little Tom Rudge no. Si Little Tom decidiera bañarse, el agua huiría de la bañera como forma de protesta.

Virgil se apretó la ingle y se apoyó agobiado sobre la pierna izquierda y luego sobre la derecha. No quería volver a entrar, pero si Little Tom le pillaba meando en el aparcamiento, Virgil regresaría a casa con la bota de Little Tom estampada en el culo, y Virgil ya había tenido demasiados problemas allí como para añadir un maldito enema de cuero a sus pesares. Podía echar una meada en un lugar apartado de la carretera, pero cuanto más pensaba en ello, más ganas le entraban. Notaba que le quemaba por dentro: si esperase más…

Bueno, joder, no estaba dispuesto a esperar. Se bajó la cremallera, hurgó dentro de los pantalones y se dirigió con andares de pato a la pared de la taberna de Little Tom justo a tiempo para dejar su firma, que era a lo más que llegaba el nivel intelectual de Virgil. Resoplaba con alivio a medida que la presión disminuía, con los ojos en blanco por aquel breve éxtasis.

Sintió que algo frío le rozaba detrás de la oreja izquierda y se le pusieron los ojos como platos. No se movió. Concentró toda su atención en la sensación del metal sobre la piel, en el sonido del líquido en la madera y en la piedra y en la presencia de una figura alta detrás de él. De repente oyó una voz:

– Te lo advierto, blanco de mierda: como me salpique una sola gota de tu asquerosa meada en los zapatos, van a tener qué ponerte un cráneo nuevo antes de meterte en la caja.

Virgil tragó saliva.

– No puedo parar.

– No te pido que pares. No te pido nada. Lo único que te digo es que procures que no me salpique ni una sola gota de tu orina matarratas en los zapatos.

Virgil dejó escapar un pequeño sollozo y procuró desviar el chorro a la derecha. Sólo se había tomado tres cervezas, pero parecía que estuviese meando el Mississippi. Por favor, para, pensó. Echó un ligero vistazo a la derecha y vio una pistola negra en una mano negra. La mano salía de la manga negra de un abrigo. En el extremo de la manga negra del abrigo había un hombro negro, una solapa negra, una camisa negra y el contorno de un rostro negro.

La pistola le golpeó el cráneo con fuerza, advirtiéndole que mirase al frente, pero a Virgil le vino un repentino arrebato de indignación. Había un negrata con una pistola en el aparcamiento de la taberna de Little Tom. No había muchos temas sobre los que Virgil Gossard tuviese una opinión firme ni formada del todo, pero uno de ellos era los negratas con pistola. El gran problema de este país no era que hubiese muchas armas, el problema consistía en que muchas de esas armas estaban en manos de la gente equivocada, y con toda seguridad y contundencia la gente equivocada que llevaba armas era negra. Virgil veía la cosa de la siguiente manera: los blancos necesitaban pistolas para protegerse de los negratas con pistola, mientras que todos los negratas tenían una pistola para cargarse a otros negratas y, si se terciaba, también a los blancos. De modo que la solución era quitarles las pistolas a los negratas y entonces habría menos blancos con pistola, ya que no tendrían nada que temer, y además habría menos negratas cargándose a otros negratas, con lo cual se producirían también menos crímenes. Así de simple: los negratas no podían tener armas. Y ahora, justo detrás de él, precisamente un miembro de la gente equivocada estaba en ese instante apuntándole al cráneo con una de esas pistolas inconvenientes, cosa que a Virgil no le hacía ninguna gracia. Aquello reforzaba su teoría. Los negratas no debían tener pistola y…