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La pistola en cuestión le golpeó con fuerza detrás de la oreja y una voz dijo:

– Eh, vale, ¿sabes que estás hablando muy alto?

– Mierda -dijo Virgil, y en esa ocasión oyó su propia voz.

El primero de los coches entra en el campo y se detiene. Los faros iluminan el viejo roble, de modo que su sombra se agranda y se expande por la ladera como una sangre oscura que se derramase y se dispersara a través de la tierra. Un hombre se baja del coche por el lado del conductor, bordea el automóvil y le abre la puerta a una mujer. Ambos tienen unos cuarenta años, la cara curtida y llevan ropa barata y zapatos también baratos, remendados tan a menudo que la piel original no es más que un desvaído recuerdo que apenas se vislumbra entre los parches y zurcidos. El hombre saca del maletero una cesta de paja tapada con una descolorida servilleta roja de cuadros, cuidadosamente remetida. Le da la cesta a la mujer, saca una sábana hecha jirones del maletero y la extiende sobre la tierra. La mujer se arrodilla, se sienta sobre las piernas y retira la servilleta. Dentro de la cesta hay cuatro trozos de pollo frito, cuatro panecillos de mantequilla, una tarrina de ensalada de col y dos botellas de limonada casera, además de dos platos y dos tenedores. Ella saca los platos, los limpia con la servilleta y los coloca encima de la sábana. El hombre se pone cómodo junto a ella y se quita el sombrero. Es una tarde calurosa y los mosquitos ya han empezado a picar. El aplasta uno y examina sus despojos sobre la mano.

– Hijoputa -dice.

– No digas palabrotas, Esaú -dice la mujer remilgadamente, y sirve la comida con meticulosidad para asegurarse de que a su marido le toca la pechuga, porque es un hombre bueno y trabajador, a pesar de su mala lengua, y necesita alimentarse bien.

– Perdona -se disculpa Esaú mientras ella le pasa un plato de pollo con ensalada de col y mueve la cabeza un poco disgustada por los modales del hombre con el que se ha casado.

En torno a ellos van aparcando otros vehículos. Hay parejas, y ancianos, y adolescentes. Algunos conducen camiones, llevan a sus vecinos abanicándose con el sombrero en el remolque. Otros llegan en enormes Buick Roadmaster, en Dodge Royal, en Ford Mainline e incluso en un viejo y enorme Kaiser Manhattan. Ningún coche tiene menos de siete u ocho años. Comparten la comida o se apoyan contra el capó de los coches y beben botellines de cerveza. Se saludan con apretones de mano y palmadas en la espalda. Ya hay cuarenta coches y camiones, quizá más, dentro y en los alrededores de Ada's Field. Sus faros iluminan el roble negro. Es fácil que haya cien personas reunidas, esperando, y cada minuto llegan más.

Las ocasiones de poder celebrar este tipo de reuniones no se presentan muy a menudo hoy en día. Los grandes años de la Barbacoa del Negro ya han pasado y las viejas leyes se han ajustado a presiones externas. Aquí hay gente que aún recuerda el linchamiento de Sam Hose, allá en Newman, en 1899, cuando pusieron trenes especiales para que más de dos mil personas, llegadas de sitios remotos, pudiesen ver cómo la gente de Georgia trataba a los violadores y asesinos negratas. A nadie le importaba el pequeño detalle de que Sam Hose no hubiese violado a nadie y que hubiese matado a Cranford, el dueño de una plantación, en defensa propia. Su muerte serviría de ejemplo para los otros, y por eso lo castraron, le cortaron los dedos y las orejas y le despellejaron la cara antes de rociarlo de petróleo y arrimarle una antorcha. La multitud recogió los restos de sus huesos y los guardó como recuerdo. Sam Hose fue una de las cinco mil víctimas de los linchamientos llevados a cabo por el populacho en menos de un siglo; algunos de ellos por violación, o eso decían, y otros por asesinato. Y luego estaban los que se limitaban a fanfarronear o a proferir amenazas a la ligera, cuando lo mejor hubiese sido que mantuviesen la boca cerrada. Hablar de esa manera tenía el riesgo de que irritaba a muchísima gente, lo que no hacía sino agravar el problema. Esa manera de hablar tenía que ser reprimida antes de que degenerase en griterío, y no había modo más seguro de acallar a un hombre o a una mujer que la soga y la antorcha.

Gloriosos días, gloriosos días aquellos.

A eso de las nueve y media de la noche oyen que se aproximan tres camiones, un rumor de excitación se propaga entre la multitud. Vuelven la cabeza cuando los faros iluminan el campo. Hay al menos seis hombres en cada vehículo. El camión de en medio es un Ford rojo y en la parte de atrás viene sentado un negro, encorvado, con las manos atadas a la espalda. Es corpulento, altísimo, y tiene muy pronunciados y amazacotados los músculos de los hombros y de la espalda, como si fuesen un saco de melones. Tiene la cabeza y la cara ensangrentadas, y uno de los ojos cerrado por la hinchazón.