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Ya está aquí.

El hombre que va a arder ya está aquí.

Virgil tenía la certeza de que estaba a punto de morir. El ser un bocazas le había ayudado a meterse en un montón de problemas, y quizás aquél fuese el último que tendría que afrontar. Pero el buen Dios estaba sonriendo por encima de la cabeza de Virgil, aunque no lo suficiente como para hacer que el ne…, perdón, que el pistolero se fuese. Por el contrario, notaba el aliento de éste en la mejilla y olía su loción de afeitado mientras hablaba. Olía a cosa cara.

– Como vuelvas a pronunciar esa palabra, mejor que disfrutes de la meada, porque será la última.

– Perdón -dijo Virgil, pero cada vez que intentaba quitarse esa palabra ofensiva de la cabeza le volvía con más fuerza. Empezó a sudar-. Lo siento -dijo otra vez.

– Bueno, está bien. ¿Has acabado por ahí abajo?

Virgil asintió con la cabeza.

– Entonces, guárdala. Puede que una lechuza la confunda con un gusano y se la lleve.

Virgil tuvo la vaga sospecha de que acababan de insultarlo, pero se apresuró a meter su virilidad en la bragueta, por si acaso, y se secó las manos en los pantalones.

– ¿Llevas alguna arma?

– ¡No!

– Apuesto a que te gustaría llevar una.

– Sí -admitió Virgil en un arranque inoportuno de sinceridad.

Advirtió que unas manos le palpaban, cacheándole, pero la pistola seguía en el mismo sitio, presionándole el cráneo. Virgil supuso que había más de uno. Joder, podía tener la mitad de Harlem detrás de sí. Sintió una presión en las muñecas al ser esposado con las manos a la espalda.

– Ahora vuélvete a la derecha.

Virgil hizo lo que le dijo. Estaba de cara al campo abierto que había detrás del bar y cuyo verdor se prolongaba hasta el río.

– Contesta mis preguntas y dejaré que te vayas por esos campos. ¿Comprendes?

El bobo de Virgil asintió con la cabeza.

– Thomas Rudge, Willard Hoag, Clyde Benson. ¿Están ahí dentro?

Virgil era de esa clase de tipos que instintivamente mienten por sistema, incluso cuando saben que no van a obtener ningún beneficio por ocultar la verdad. Mejor mentir y cubrirte las espaldas que decir la verdad y verte envuelto en problemas desde el principio.

Virgil, fiel a su naturaleza mentirosa, negó con la cabeza.

– ¿Estás seguro?

Virgil asintió y abrió la boca para adornar la mentira. Pero el chasquido de la saliva en su boca coincidió con el impacto de su cabeza contra la pared, cuando la pistola le presionó la base del cráneo.

– Mira, de todas formas vamos a entrar. Si entramos y no están, no tendrás de qué preocuparte, a menos que regresemos para preguntarte de nuevo por dónde andan. Pero si entramos y los vemos sentados juntos en el bar, mamándose unas cervezas, entonces habrá muertos que tengan más posibilidades que tú de estar vivos mañana. ¿Me entiendes?

Virgil lo entendió.

– Están dentro -confirmó.

– ¿Y quién más?

– Nadie más. Sólo ellos tres.

El negro, cuando Virgil recobró por fin la memoria, le apartó la pistola de la cabeza y le palmeó el hombro.

– Gracias… -dijo-. Lo siento, no oí tu nombre.

– Virgil.

– Bueno, Virgil, gracias -dijo el hombre, y luego le pegó con la culata de la pistola en la cabeza-. Te has portado bien.

Debajo del roble negro aparca un viejo Lincoln. El camión rojo se detiene a su lado y tres hombres encapuchados suben al remolque y arrojan al negro al suelo. Cae de bruces, golpeándose la cara con la tierra. Unas manos fuertes lo incorporan de un tirón mientras él mira con fijeza los agujeros negros, hechos toscamente con quemaduras de cerillas y cigarrillos, de las fundas de almohada que les sirven de capucha. Le llega el hedor de alcohol barato.

Alcohol barato y gasolina.

Se llama Errol Rich, aunque ninguna lápida ni cruz será grabada con ese nombre para señalar su morada última. Desde el momento en que lo sacaron de la casa de su mamá, entre los gritos de su mamá y de su hermana, Errol dejó de existir. Ahora, todos los vestigios de su presencia física están a punto de ser borrados de la faz de la tierra, y sólo quedará el recuerdo de su vida en aquellos que le han querido, y el recuerdo de su muerte permanecerá en los congregados aquí esta noche.

¿Por qué se encuentra aquí? A Errol Rich están a punto de quemarlo porque se negó a doblegarse, porque se negó a ponerse de rodillas, porque le faltó al respeto a sus superiores.

Errol Rich está a punto de morir por romper una ventana.

Iba en su camión, su viejo camión con el parabrisas resquebrajado y la pintura desconchada, cuando oyó el grito.

– ¡Oye, negrata!

Entonces le estamparon un vaso en la cabeza, hiriéndole en la cara y las manos, y algo le golpeó con fuerza entre los ojos. Frenó de inmediato y lo olió. En su regazo, una jarra rota vertía los restos de su contenido en el asiento y en sus pantalones.

Orina. Habían llenado una jarra entre todos y la habían lanzado contra el parabrisas. Se secó la cara con la manga de la camisa, que se le mojó y manchó de sangre, y miró a los tres hombres que se encontraban de pie junto a la carretera, a unos pasos de la entrada del bar.

– ¿Quién me ha tirado esto? -preguntó. Nadie contestó, en el fondo estaban asustados. Errol Rich era un hombre muy fuerte. Habían calculado que se secaría la cara y seguiría adelante, no que parase y se encarara con ellos.

– ¿Me lo tiraste tú, Little Tom? -Errol se plantó delante de Little Tom Rudge, el dueño del bar, pero Little Tom no le miraba a los ojos-. Porque si lo has hecho tú, será mejor que me lo digas ahora, o si no voy a pegarle fuego a tu bar de mierda.