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Pero no hubo respuesta, así que Errol Rich, que siempre había tenido mucho genio, firmó su sentencia de muerte cuando agarró una estaca de la parte de atrás de su camión y se volvió hacia donde estaban los hombres. Estos retrocedieron pensando que iba por ellos, pero, en vez de eso, lanzó la estaca, que medía casi un metro, contra el ventanal delantero del bar de Little Tom Rudge. Luego se subió al camión y se fue.

Ahora, Errol Rich está a punto de morir por culpa de un mero pedazo de cristal, y todo un pueblo ha acudido para presenciar el espectáculo. Los mira, mira a esos seres temerosos de Dios, a esos hijos e hijas de la tierra, y percibe toda la vehemencia de su odio como un anticipo de la quema.

«Yo arreglaba cosas», piensa. «Arreglaba cosas que se averiaban y las dejaba como nuevas.»

Este pensamiento parece llegarle prácticamente de la nada. Procura espantarlo, pero el pensamiento persiste.

«Tengo ese don. Soy capaz de tomar un motor, una radio o incluso un televisor y repararlos. Jamás he leído un manual y carezco de cualquier tipo de formación profesional. Es un don, un don que tengo, y dentro de nada lo perderé.» Observa las caras expectantes de la multitud. Ve a un muchacho de catorce o quince años con los ojos encendidos por la emoción. Lo reconoce. También reconoce al hombre que apoya la mano en el hombro del muchacho. Le llevó una radio a Errol para que la tuviese reparada antes de Santa Anita porque le gustaba escuchar la retransmisión de las carreras de caballos. Errol se la tuvo arreglada a tiempo, tras sustituir el altavoz estropeado, y el hombre se lo agradeció con un dólar de propina.

El hombre se da cuenta de que Errol lo observa y aparta la mirada. Nadie lo ayudará, no puede esperar misericordia por parte de nadie. Está a punto de morir por romper una ventana, ya encontrarán a otro que les arregle los motores y las radios, aunque no lo haga tan bien ni tan barato.

Con las piernas atadas, a Errol lo obligan a saltar al Lincoln. Los hombres enmascarados lo arrastran, lo suben al techo de la cabina del camión y le colocan una soga alrededor del cuello mientras se arrodilla. Se fija en el tatuaje que tiene en el brazo el más alto de ellos: el nombre de Kathleen sobre una banderola sostenida por ángeles. La mano tensa la soga. Le rocían de gasolina la cabeza y siente un escalofrío.

Entonces Errol levanta la vista y pronuncia las que serán sus últimas palabras en este mundo.

– No me queméis -suplica. Ha asumido que tiene que morir, que inevitablemente va a morir esta noche, pero no quiere que lo quemen.

«Piedad, Señor, no dejes que me quemen.»

El hombre del tatuaje le arroja a Errol el resto de la gasolina a los ojos y le deja ciego, y se echa a tierra.

Errol Rich empieza a rezar.

El blanco bajito fue el primero que entró en el bar. Un olor a cerveza rancia y derramada flotaba en el ambiente. En el suelo, el polvo y las colillas se amontonaban alrededor de la barra, hacia donde los habían barrido, pero faltaba recogerlos. El entarimado estaba lleno de círculos negros por las miles de colillas allí aplastadas, y la pintura naranja de las paredes se había abombado formando burbujas que reventaban como una piel infectada. No había un solo cuadro, sólo carteles de propaganda de cerveza que tapaban los desperfectos más acusados.

El bar no era muy grande. Unos nueve metros de largo por cuatro y medio de ancho. La barra estaba a la izquierda, en forma de cuchilla de patín, con el extremo curvo pegado a la puerta. En el otro extremo había una pequeña oficina y un almacén. Los lavabos se hallaban al fondo de la barra, junto a la puerta trasera. A la derecha había cuatro mesas con asientos adosados pegadas a la pared. A la izquierda, un par de mesas redondas.

Había dos hombres sentados a la barra, y otro tras ella. Los tres debían de pasar los sesenta años. Los dos que estaban en la barra llevaban gorras de béisbol, descoloridas camisetas de manga corta debajo de camisas de algodón aún más descoloridas y vaqueros baratos. Uno de ellos tenía un cuchillo grande al cinto. El otro ocultaba Una pistola bajo la camisa.

El hombre que estaba detrás de la barra daba la impresión de que alguna vez, mucho tiempo atrás, había sido fuerte y estuvo en forma. Los músculos que tuviera en su día en los hombros, el tórax y los brazos, estaban ahora sepultados bajo una gruesa capa de grasa, y el pecho le colgaba como a una vieja. Tenía manchas amarillas de sudor reseco debajo de las mangas de la camiseta blanca y llevaba los pantalones muy bajados de cadera, de un modo que podría resultar atractivo en un chico de dieciséis años, pero que quedaba ridículo en un hombre que contaba cincuenta años más. Tenía el pelo rubio canoso, aunque aún tupido, y parte de la cara oscurecida por la barba de una semana.

Los tres hombres estaban viendo el partido de hockey en el viejo televisor que había colgado encima de la barra, pero se volvieron al unísono cuando entró el recién llegado. Iba sin afeitar, llevaba zapatillas de deporte sucias, una chillona camisa hawaiana y unos chinos arrugados. Tenía pinta de vivir en Christopher Street, aunque nadie en el bar supiese con exactitud dónde estaba Christopher Street, la calle gay más emblemática de Nueva York. Pero ellos conocían a esa clase de individuos, vaya si los conocían. Podían olerlos desde lejos. No importaba si no iba afeitado ni su desaliñada manera de vestir. El tipo tenía la palabra «maricón» escrita por todo el cuerpo.

– ¿Me pones una cerveza? -preguntó mientras se acercaba a la barra.

El camarero se quedó inmóvil durante al menos un minuto, después sacó una Bud de la nevera y la puso sobre la barra.

El hombre bajito cogió la cerveza y la miró como si viese una botella de Bud por primera vez.

– ¿No tienes otra?