Andrea Camilleri
El campo del alfarero
Traducción del italiano de María Antonia Menini Pagès
Título originaclass="underline" Il campo del vasaio
1
Lo despertó una fuerte e insistente llamada a la puerta de su casa; llamaban con desesperación, con las manos y los pies, pero curiosamente no pulsaban el timbre. Miró hacia la ventana. A través de la persiana baja no se filtraba la luz del amanecer; fuera todavía estaba oscuro. O mejor: por la ventana se veía de vez en cuando un relámpago traicionero que helaba la estancia, seguido de un trueno que hacía vibrar los cristales. La tormenta que había empezado la víspera era cada vez más fuerte. Pero lo más extraño era que no se oía el ruido de la mar gruesa que debía de haber llegado hasta la galería tras engullir la playa. Buscó a tientas la base de la lámpara de la mesita de noche y pulsó el botón, que hizo clic, pero la luz no se encendió. ¿Se había fundido la bombilla o se había ido la corriente? Se levantó y un estremecimiento de frío le recorrió la espalda. A través de la persiana entraban no sólo relámpagos sino también cuchillas de viento helado. El interruptor de la araña del techo tampoco funcionó; sí, seguramente fallaba la electricidad a causa de la tormenta.
Seguían llamando a la puerta. En medio de aquel estruendo, le pareció oír también una voz apremiante que lo llamaba.
– ¡Ya voy! ¡Ya voy! -gritó.
Como dormía desnudo, buscó algo con que cubrirse, pero no encontró nada a mano. Estaba seguro de haber dejado los pantalones encima de la silla, a los pies de la cama. A lo mejor habían resbalado al suelo. Pero no podía perder tiempo buscándolos. Se dirigió a la entrada.
– ¿Quién es? -preguntó sin abrir.
– Bonetti-Alderighi. ¡Abra enseguida!
¿El jefe superior de policía? Pero ¿qué coño estaba ocurriendo? ¿O acaso era una broma de mal gusto?
– Un momento.
Corrió a buscar la linterna que guardaba en un cajón de la mesita del comedor. La encendió y abrió la puerta. Palideció al ver al jefe superior de policía empapado por la lluvia. Llevaba un enorme sombrero negro y un impermeable con la manga izquierda arrancada.
– Déjeme entrar.
Montalbano se apartó y el hombre entró. El comisario lo siguió maquinalmente, como un sonámbulo, olvidando cerrar la puerta, que empezó a golpetear contra la pared a causa del viento. Al llegar a la primera silla que encontró, Bonetti-Alderighi, más que sentarse, se derrumbó sobre ella. Luego, bajo la estupefacta mirada de Montalbano, se cubrió el rostro con las manos y se echó a llorar.
Las preguntas que rondaban la cabeza del comisario adquirieron una aceleración de despegue de avión; aparecían y desaparecían, nacían y morían a una velocidad tal que le impedía atrapar por lo menos una que fuera clara y exacta. Ni siquiera conseguía abrir la boca.
– ¿Puede esconderme en su casa? -preguntó ansioso el jefe superior.
¿Esconderlo? ¿Y por qué el jefe superior necesitaba esconderse? ¿Quería dárselas de fugitivo? ¿Qué había hecho? ¿Quién lo buscaba?
– No… no entiendo qué…
Bonetti-Alderighi lo miró perplejo.
– Pero cómo, Montalbano, ¿no sabe nada?
– No.
– ¡La mafia ha tomado el poder esta noche!
– Pero ¡¿qué dice?!
– ¿Y qué quería usted que acabara sucediendo en este desventurado país? Una ley de mierda hoy, una ley de mierda mañana, hasta llegar a donde hemos llegado. ¿Me da un vaso de agua, por favor?
– En… enseguida.
Se le ocurrió que el jefe superior no andaba bien de la cabeza. Tal vez había sufrido un accidente de tráfico y ahora el susto le hacía decir incongruencias. Lo mejor era llamar a jefatura. O quizá a un médico. Pero entretanto no había que despertar las sospechas de aquel desdichado. Por eso, y de momento, había que seguirle la corriente.
Se dirigió a la cocina, pulsó instintivamente el interruptor y la luz se encendió. Llenó un vaso, dio media vuelta, y al llegar a la puerta se quedó paralizado, como una estatua de las que ahora están de moda, incluso podría haberse llamado Hombre desnudo con vaso en la mano.
La habitación estaba iluminada, pero Bonetti-Alderighi ya no se encontraba allí; en su lugar había sentado un hombre bajo y rechoncho con boina, al cual reconoció enseguida. ¡Totò Riina! ¡Lo habían sacado de la cárcel! O sea, que el jefe superior no había enloquecido; ¡lo que le había contado era la pura y simple verdad!
– Bonasira -saludó Riina-. Perdone la hora y el momento, pero dispongo de poco tiempo y fuera me espera un helicóptero para llevarme a Roma a formar gobierno. Ya tengo algún nombre: Bernardo Provenzano, vicepresidente; uno de los hermanos Caruana en Exteriores; Leoluca Bagarella en Defensa… Pero he venido a verlo para hacerle una pregunta, y usted, comisario Montalbano, tiene que contestarme enseguida si sí o si no. ¿Quiere ser mi ministro de Interior?
Antes de que Montalbano pudiera contestar, apareció Catarella en la habitación. Empuñaba un revólver con el que apuntó al comisario; gruesas lágrimas le surcaban el rostro.
– Si usía, dottori, le dice que sí a ente delincuente, ¡yo lo mato personalmente en persona!
Pero Catarella se distrajo mientras hablaba. Y Riina, más rápido que una serpiente, cogió su pistola y disparó. La luz de la habitación se apagó y…
Montalbano se despertó. Lo único verdadero del sueño que acababa de tener era la tormenta que sacudía las contraventanas, que habían quedado abiertas. Se levantó, fue a cerrarlas v volvió a acostarse después de haber mirado el reloj. Las cuatro. Quería recuperar el sueño, pero tuvo que conversar con el otro Montalbano detrás de los párpados obstinadamente cerrados.
¿Qué significaba este sueño?
¿Y por qué quieres encontrarle un significado, Montalbà? ¿A menudo no te ocurre que tienes sueños de mierda… perdón, sin pies ni cabeza?
Eso de que son sueños sin pies ni cabeza lo dices tú, que eres tan ignorante como una bestia. A ti te lo parecen, pero ¡cuéntaselos al señor Freud y verás lo que éste es capaz de sacar de ellos!
¿Y por qué tengo que ir a contarle mis sueños al señor Freud?
Porque, si no consigues explicarte o hacer que te expliquen el sueño, no podrás volver a dormirte.
Pues vale. Pregunta.
¿Qué te ha causado mayor impresión de todo lo que has soñado?
El cambio.
¿Cuál?
Que, al regresar de la cocina, en lugar de Bonetti-Alderighi estuviera Totò Riina.
Explícate mejor.
Que en lugar del jefe superior de policía, representante de la ley, estuviera el número uno de la mafia, el jefe de los que están contra la ley.
O sea, me estás diciendo que en tu habitación, en tu casa, entre tus cosas, te has visto obligado a acoger tanto a la ley como a quien está fuera de la ley.
¿Y qué?
¿No podría ser que, en tu fuero interno, la línea divisoria entre la ley y la ausencia de ella esté resultando cada día menos visible?
¡Qué chorradas dices!
Pues entonces planteémoslo de otra manera. ¿Qué te han dicho?
Bonetti-Alderighi me ha pedido que lo escondiera, me ha pedido ayuda.
¿Y eso te ha sorprendido?
¡Pues claro!
¿Y qué te ha pedido Totò Riina?
Que fuera su ministro de Interior.
¿Y eso te ha sorprendido?
Pues sí.
¿Te ha sorprendido tanto como la petición de ayuda del jefe superior? ¿Más? ¿Menos? Contesta con sinceridad.
Pues no. Menos.
¿Por qué menos? ¿Para ti es normal que un capo de la mafia te pida que trabajes con él?
No; la cuestión no hay que verla así. En ese momento, Riina ya no era un capo de la mafia, sino que estaba a punto de convertirse en primer ministro. Y me pedía que colaborara con él en calidad de primer ministro.