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– ¿Y tú no sabes la razón de ese nerviosismo?

– Te aseguro que no.

– ¿Has olvidado que en este último mes le has mandado hacer una gran cantidad de vigilancias nocturnas? ¿Y que lo sigues haciendo una noche sí y otra también?

Montalbano se quedó mudo y boquiabierto.

Pero ¿qué coño estaba diciendo Livia? ¿Estaba eligiendo palabras al azar?

En los últimos meses sólo habían hecho una vigilancia nocturna, y de ella se había encargado directamente Fazio.

– ¿No dices nada, Salvo?

– Mira, es que…

– Pues entonces sigo. Anoche, por ejemplo, Mimì volvió a casa con unas décimas de fiebre; se había pasado todo el día bajo la lluvia para recuperar un cadáver metido en una bolsa… ¿Es verdad o no?

– Sí, es verdad.

– Cuando el pobre Mimì había terminado de cenar y quería irse a la cama, tú lo llamaste y lo obligaste a vestirse para pasar la noche fuera. ¿No te parece que eres un poquito sádico?

¿Qué estaba ocurriendo? ¿Por qué Mimì le contaba aquellas mentiras a Beba? Pero, en cualquier caso, en ese momento lo mejor era hacerle creer a Livia que lo que Mimì contaba era cierto.

– Bueno, sí, pero no se trata de sadismo, Livia. El caso es que tengo tan pocos hombres de los que pueda fiarme… De todos modos, tranquiliza a Beba. Dile que tenga un poco de paciencia, que en cuanto llegue el nuevo personal, ya no explotaré a Mimì.

– ¿Me lo prometes?

– Pues claro.

Esa vez la conversación no terminó de mala manera. Porque, a cada cosa que dijo Livia, él contestó siempre que sí como un autómata.

***

Cuando colgó, no tuvo fuerzas para moverse. Permaneció de pie al lado de la mesita, con la mano sobre el auricular. Como un cadáver embalsamado, aturdido. Después, arrastrando los pies, fue a sentarse en la galería. Por desgracia, para los embustes de Mimì sólo podía haber una explicación, porque era bien sabido que Augello no jugaba a las cartas, no se emborrachaba, no frecuentaba malas compañías. Sólo tenía un vicio, si es que era un vicio. Y seguro que, después de casi dos años de matrimonio, Mimì se había hartado de acostarse todas las noches con la misma mujer y había reanudado su vida de antaño. Antes de casarse con Beba, Mimì no había hecho con las mujeres más que un constante aquí te pillo y aquí te mato, y al parecer había vuelto a las andadas. El pretexto que había encontrado para pasar las noches fuera de casa era perfecto. Sin embargo, no había calculado que Beba lo comentaría con Livia y Livia a su vez lo comentaría con Montalbano. No obstante, había un pero: ¿por qué estaba tan nervioso Mimì?, ¿por qué la tomaba con todos? Antes, después de estar con una mujer, Mimì se presentaba en la comisaría como un gato ronroneante y atiborrado de comida. En cambio, esta nueva relación debía de ser muy dura para él, no se la había tomado alegremente. Antes no tenía que dar cuentas a nadie de lo que hacía; ahora, en cambio, cuando regresaba a casa, se veía obligado a mentir a Beba, a engañarla. Debía de experimentar algo que jamás le había ocurrido: un profundo sentimiento de culpa.

La conclusión de Montalbano fue que debía intervenir, aunque no tuviera ningunas ganas de hacerlo. No había más remedio; tenía que hacerlo a la fuerza. Si no intervenía, Mimì seguiría pasando las noches fuera y diciendo que era por orden de su jefe, Beba seguiría quejándose a Livia y ésta le tocaría eternamente los cojones. Debía intervenir más por su propia tranquilidad que por la de Mimì y su familia.

Pero ¿cómo?

Ahí estaba el busilis. Había que descartar una conversación a solas con Mimì. Si Mimì tenía una amante, lo negaría. Sería capaz de asegurar que salía de noche para prestar ayuda a los sin techo. Que le había dado un arrebato de caridad. No; primero había que tener la certeza absoluta de que Mimì tenía una amante, descubrir quién era, dónde se producían los encuentros nocturnos y cuándo. Pero ¿cómo hacerlo? Necesitaba alguien que le echara una mano. ¿A quién decirlo? Por supuesto, no podía meter por medio a un hombre de la comisaría, ni siquiera a Fazio. Debía ser una cosa estrictamente privada entre Mimì, él y, como máximo, una tercera persona. Un amigo. Sí, sólo podía recurrir a un amigo. Fue entonces cuando se le ocurrió la idea adecuada. Sin embargo, durmió mal, se despertó tres o cuatro veces, y cada vez con un enredado ovillo de melancolía en el pecho.

***

Por la mañana llamó a Catarella para decirle que iría al despacho un poco más tarde que de costumbre. Después esperó a que fueran las diez, una hora decente para despertar a una señora, y efectuó la segunda llamada.

– ¿Dica? ¿Quién erres tú?

Era una voz de bajo. Acento ruso. Probablemente un ex general de la ex armada rusa, nacido en alguna república soviética más allá de Siberia. Ingrid tenía esa especialidad, la de tener a su servicio a personas procedentes de países desconocidos que uno debía buscar en un atlas geográfico.

– ¿Quién erres tú? -repitió el general en tono autoritario.

A Montalbano, a pesar de lo que pensaba, le entraron ganas de tomarle el pelo.

– Pues mire, mis padres me pusieron un nombre provisional, pero quién soy yo no es tan fácil de decir. ¿Me explico?

– Buena explicassión. ¿Tú tienes dudas existensiales? ¿Tú has perdido tu identidad y ahorra no la encuentras?

Montalbano se quedó alucinado. Pero ¿se podía permitir el lujo de hablar de filosofía con un ex general a aquella hora de la mañana?

– Mire, tendrá que perdonarme, la conversación es interesante, pero ahora dispongo de poco tiempo. ¿Está la señora Ingrid?

– Sí, perro tú tienes que desirme a mí tu nombre provissional.

– Montalbano, Salvo Montalbano.

Tuvo que esperar un buen rato. Esta vez, además de la tabla del siete, repasó la del ocho. Y a continuación, la del seis.

– Perdóname, Salvo, me estaba duchando. ¡Me alegro de oírte!

– ¿Quién es el general?

– ¿Qué general?

– El que me ha contestado.

– Pero ¡si no es un general! Se llama Igor, es un viejo profesor de filosofía.

– ¿Y qué hace en tu casa?

– Se gana el pan con el sudor de su frente, Salvo. Me hace de mayordomo. Verás, cuando en Rusia había comunismo, él era un ardiente anticomunista. O sea, que primero lo apartaron de la enseñanza, después fue a parar a la cárcel y, cuando salió, tuvo que morirse de hambre.

– Pero ¡ahora en Rusia ya no existe el comunismo!

– Sí, pero verás: entretanto él se volvió comunista. Un comunista revolucionario. Y se las arreglaron para apartarlo de nuevo de la enseñanza, pobrecito. Entonces decidió emigrar. Pero háblame de ti. Hace un siglo que no nos vemos. Me apetece mucho verte, ¿sabes?

– Podemos quedar esta noche, si quieres y no tienes compromisos.

– Me libro de ellos. ¿Vamos a cenar?

– Sí. A las ocho en el bar de Marinella.

5

No había conseguido dar ni un paso cuando sonó el teléfono.

– ¡Ah, dottori! ¡Ah, dottori, dottori!

¡Mala señal! Catarella estaba haciendo los lamentos habituales de jefe superior.

– ¿Qué hay?

– ¡Ah, dottori, dottori! ¡El siñor jefe supirior tilifonió! ¡Enfadado estaba como un bisonte! ¡Fuego le salía de las narices!

– Perdóname, Catarè, pero ¿a ti quién te ha dicho que a los bisontes les sale fuego de las narices cuando se enfadan?