– Todos lo dicen, dottori. Hasta lo he visto en un dibujo animado de la tilivisión.
– Bueno, bueno, ¿qué quería?
– ¡Dijo que usía tiene que ir a jifatura a su despacho de él urgentísimamente! ¡Virgen santa, qué enfadado estaba, dottori!
Mientras se dirigía a Montelusa, se preguntó por qué Bonetti-Alderighi estaría tan enfadado. En los últimos tiempos había habido una serena calma integrada por algunos robos, algún atraco, algún tiroteo, algún incendio de coches o establecimientos; la única verdadera novedad había sido el descubrimiento del cadáver en la bolsa, demasiado reciente para dar un motivo de cabreo al siñor jefe supirior. Más que preocupado, el comisario estaba dominado por la curiosidad.
La primera persona que encontró en el pasillo que conducía al despacho del jefe superior fue el jefe de su gabinete, el dottor Lattes, a quien llamaban Latte e Miele (leche y miel) por su clerical melifluidad. En cuanto lo vio, Lattes extendió los brazos como si fuera el papa cuando saluda a la gente desde la ventana.
– ¡Queridísimo amigo!
Fue al encuentro de Montalbano, le agarró la mano, se la sacudió enérgicamente y le preguntó, cambiando repentinamente de expresión, en tono conspirador:
– ¿Noticias de la señora?
El dottor Lattes tenía la manía de pensar que él estaba casado y tenía hijos; no había manera de convencerlo de que estaba soltero. Montalbano se asustó al oír la pregunta: ¿qué chorrada le habría contado la última vez que lo vio? Después recordó que le había dicho que su mujer se había escapado con un emigrante extracomunitario. ¿Un marroquí? ¿Un tunecino? No recordaba los detalles. Puso cara de felicidad.
– ¡Ah, querido, queridísimo dottor Lattes! ¡Tengo que darle una buena noticia! ¡Mi mujer ha regresado bajo el techo conyugal!
Lattes lo miró extasiado.
– ¡Qué bonito! Pero ¡qué bonito! ¡Dando las gracias a la Virgen, su hogar doméstico ha vuelto a encenderse!
– Sí, y hace un calorcito muy agradable, ¿sabe? Ahorramos en el recibo de la luz.
Lattes lo miró perplejo. No había comprendido bien. Después dijo:
– Voy a avisar al señor jefe superior de que está usted aquí.
Desapareció y reapareció.
– El señor jefe superior lo espera.
Pero todavía estaba un poco perplejo.
Bonetti-Alderighi no levantó la cabeza de los papeles que estaba leyendo, no le dijo siquiera que se sentara. Finalmente se apoyó contra el respaldo del sillón y miró al comisario en silencio.
– ¿Me encuentra muy cambiado desde la última vez que nos vimos? -le preguntó Montalbano con expresión preocupada.
Y luego se mordió la lengua. ¿Por qué no resistía la tentación de provocar al jefe superior cada vez que lo tenía delante?
– Montalbano, ¿cuántos años tiene?
– Nací en mil novecientos cincuenta. Puede calcularlo usted mismo.
– Puedo decir, por tanto, que es un hombre maduro.
«Si yo soy maduro, tú estás hecho papilla», pensó Montalbano. Pero dijo:
– Si se empeña, dígalo tranquilamente.
– ¿Me explica entonces por qué se comporta como un niño?
¿Qué significaba eso? ¿Cuándo se había comportado como un niño? Un rápido repaso mental no le permitió descubrir nada.
– No entiendo.
– Pues entonces me explicaré mejor.
Levantó un libro, debajo del cual había un minúsculo trozo de papel con los bordes desgarrados. Era el principio de una carta, una frase de una palabra y media, pero Montalbano reconoció inmediatamente la caligrafía. Era la del viejo jefe superior Burlando, que le había escrito tras jubilarse. ¿Cómo había acabado en manos de Bonetti-Alderighi un trozo de aquella vieja carta? Pero, de todas maneras, ¿qué tenía que ver esa palabra y media con la acusación de comportarse como un niño? Adoptó una posición de defensa por si acaso.
– ¿Qué significa ese trozo de papel? -preguntó con rostro entre asombrado y aturdido.
– ¿No reconoce la letra?
– No.
– ¿Quiere leer en voz alta?
– Pues claro. «Querido Mont», y no hay nada más.
– Según usted, ¿cuál podría ser el apellido completo?
– Pues voy a probar. Querido Montale, que es el poeta, querido Montanelli, que sería el periodista, querido Montezuma, que fue un rey azteca, querido Montgomery, que fue aquel general inglés que…
– ¿Y querido Montalbano no?
– También.
– Mire, Montalbano, hablemos claro. Este papelito me lo ha traído el periodista Pippo Ragonese, que lo encontró en una bolsa de basura.
Montalbano puso cara de extrema sorpresa.
– ¡¿Ragonese también rebusca en las bolsas de basura?! Es una especie de vicio, ¿sabe? No se imagina la cantidad de gente que… incluso de buena posición, ¿sabe?… que de noche va casa por casa a…
– No me interesan las costumbres de cierta gente -lo cortó el jefe superior-. El caso es que Ragonese ha encontrado este fragmento de carta en una de las bolsas de basura que alguien le ha dejado en cierto lugar mediante una llamada telefónica falsa, con propósito de venganza.
Por lo visto, al recoger la basura de debajo de la galería, allí estaba también ese pedazo de papel, y él no se había dado cuenta.
– Señor jefe superior, tendrá que perdonarme, pero francamente no entiendo nada de lo que me está diciendo. ¿La venganza en qué consistía? ¿En la llamada falsa? Si pudiera aclararme…
El jefe suspiró.
– Verá, hace unas cuantas noches, el periodista, comentando en la televisión el hallazgo de aquel cuerpo en la bolsa, dijo que usted había olvidado otra bolsa que, en cambio, contenía… -Se interrumpió, pues la explicación le resultaba complicada-. ¿Usted vio el programa? -preguntó esperanzado.
– No; lo siento.
– Mire, dejemos el cómo y el porqué. Sólo le digo que Ragonese está convencido de que es usted quien lo ha ofendido
– ¿Ofenderlo? Pero ¿cómo?
– En una de las bolsas había una hoja donde ponía «cabrón».
– Pero, señor jefe superior, cabrones, perdone, ¡los hay a miles! ¿Por qué Ragonese es tan cabrón como para pensar que ese cabrón en concreto es precisamente él?
– Porque eso demostraría…
– ¡¿Demostraría?! ¡¿Qué, señor jefe superior?! -Dedo trémulo apuntado hacia Bonetti-Alderighi, rostro ultrajado, voz de medio castrado: comienzo de la escena-. ¡Ah! ¡Y usted, señor jefe superior, se ha creído una acusación tan infundada! ¡Ah! ¡Me siento verdaderamente humillado y ofendido! ¡Usted me está acusando de una falta, mejor dicho, de un crimen, pues se trata de un crimen para un hombre de la ley como yo, de un crimen que merecería un severo castigo! ¡Como si yo fuera un idiota o un jugador! Pero ¿qué demonios se agitan en la mente de ese periodista?
Final de la escena. Se felicitó a sí mismo. Había conseguido forjar unas frases basándose en títulos de novelas de Dostoievski. ¿Se habría dado cuenta el jefe superior? Qué va, ése era más ignorante que una cabra.
– ¡No se altere, Montalbano! Vamos, en el fondo…
– Pero ¡qué vamos y qué en el fondo! ¡He sido agraviado por ese individuo! ¿Sabe qué le digo, señor jefe superior? ¡Que exijo disculpas inmediatas, y por escrito, del periodista Ragonese! Mejor dicho: ¡tiene que pedírmelas públicamente en la televisión! De lo contrario, convoco una rueda de prensa y cuento toda esta historia, pero ¡toda!
Implícito para el señor jefe superior: por consiguiente, cuento también que tú te la has creído, cabrón.
– Cálmese, Montalbano, cálmese. Veré qué puedo hacer.
Pero el comisario ya había abierto con desdén la puerta del despacho. La cerró tras de sí y entonces se vio interceptado por Lattes.