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– Pero ¡si está durmiendo en NUESTRA cama!

¡Maldita sea una y mil veces! Tenía razón; aquella cama no era sólo de él, sino de los dos.

– Sí, pero mira, después se irá…

– ¿Después de qué? ¿Eh?

Mejor pasar página.

Volvió a la galería. Sacó del bolsillo la carta de Mimì; la había cogido para enseñársela a Ingrid, pero después había cambiado de idea. No la leyó, sino que se quedó contemplando el sobre y reflexionando.

¿Por qué Mimì había ordenado a Galluzzo que copiara una carta tan personal y reservada? Esa era una de las primeras preguntas que se había hecho cuando Galluzzo se la entregó. Mimì podía haber vuelto a copiarla él mismo, meterla en el sobre y mandársela, si verdaderamente no quería verlo.

¿No se daba cuenta de que, actuando de esa manera, revelaba a un extraño la delicada situación que había entre ellos dos? Y después: ¡anda que elegir precisamente a Galluzzo, que era de lengua suelta y tenía un cuñado periodista!

Un momento. Quizá hubiera una explicación. ¿Y si Mimì, pongamos por caso, lo hubiese hecho a propósito? Calma, Montalbà, tal vez hayas acertado.

Mimì ha actuado así porque quiere que el asunto lo conozcan otras personas, porque quiere darle cierta publicidad.

¿Y por qué? Muy fáciclass="underline" porque quería ponerlo a él, Montalbano, contra la pared. De esta manera, la cuestión ya no podía resolverse a escondidas, en silencio, lejos de oídos extraños. No; así Mimì lo obligaba a darle una respuesta oficial, la que fuera. Buena jugada, no cabía duda.

Cogió el sobre, sacó la carta y la releyó. Por lo menos dos cosas le llamaban la atención.

La primera era el tono.

Cuando Mimì le preguntó personalmente quién pensaba que debería llevar a cabo la investigación, excluyendo, sin embargo, cualquier posibilidad de colaboración, se había mostrado agresivo, duro, antipático y desdeñoso.

En la carta, sin embargo, el tono había cambiado. Aquí, en efecto, exponía las razones de su petición, las explicaba, decía que necesitaba un espacio de absoluta autonomía. Insinuaba que en la comisaría estaba empezando a faltarle el aire. Y eso era comprensible. Mimì había trabajado muchos años a sus órdenes, y él muy raramente le había soltado las riendas, debía reconocerlo. En la carta decía también que si él, Montalbano, le confiaba el caso, por fin podría poner a prueba todas sus aptitudes.

En resumen, pedía ayuda.

Exactamente así, había utilizado esa palabra. Ayuda. Mimì no era un hombre que utilizara esa palabra a la ligera.

Sigue reflexionando, Montalbà, haz un esfuerzo por razonar con la mente libre, sin rabia, sin dejarte dominar por el resentimiento.

¿No podría ser que la actitud agresiva y peleona de Mimì fuera una forma muy especial de llamar la atención de los demás sobre una situación de la que era incapaz de salir por sí mismo?

De acuerdo, admitámoslo. Pero, en todo caso, ¿la investigación qué tenía que ver? ¿Por qué estaba tan emperrado en ella? ¿Por qué, de la noche a la mañana, había adquirido tanta importancia para su existencia? Una respuesta posible podía ser que, una vez entregado a una investigación difícil y complicada, Mimì se encontraría inevitablemente con menos tiempo que dedicar a su amante. Así podría reducir los intercambios con aquella mujer, dar los primeros pasos hacia la ruptura definitiva.

Probablemente Ingrid había acertado al decir que a lo mejor Mimì se estaba enamorando seriamente, y quería evitarlo por Beba y el pequeño.

Releyó la carta muy despacio por tercera vez.

Cuando llegó a la última frase, «cualquier cosa que decidas, mi afecto y estima hacia ti seguirán siendo siempre muy grandes», se notó repentinamente los ojos húmedos y el pecho acongojado. Afecto era la primera palabra que había escrito Mimì, la estima venia después Se cogió la cabeza entre las manos, dando finalmente rienda suelta a la melancolía, el cansancio y también la rabia por no haber comprendido enseguida, tal como habría hecho unos años atrás, la gravedad de la situación de Mimì, del amigo tan amigo que había querido que su primer hijo llevara su nombre.

Fue entonces cuando advirtió la presencia de Ingrid en la galería.

No la había oído acercarse; estaba convencido de que seguía durmiendo. No la miró, pues se avergonzaba de haber sido sorprendido en aquel momento de debilidad que no conseguía controlar.

Entonces ella apagó la luz.

Y fue como si simultáneamente hubiera apagado el mar, que ahora enviaba un reflejo amortiguado, casi fosforescente, y el resplandor lejano y disperso de las estrellas.

Desde una barca invisible, un hombre gritó:

– Giuvà! Giuvà!

Pero nadie le contestó.

Absurdamente, la respuesta que no llegó fue el último desgarro lacerante en el pecho de Montalbano. Se echó a llorar sin poder contenerse.

Ingrid se sentó a su lado en la banqueta, lo abrazó con fuerza y le recostó la cabeza en su hombro.

Después le levantó la barbilla con la mano izquierda y lo besó largo rato en la boca.

***

Eran las seis de la mañana cuando acompañó a Ingrid a recoger el coche al bar de Marinella.

No le apetecía dormir. Experimentaba una gran necesidad de lavarse, de tomar una ducha tan larga que vaciara toda el agua del depósito. Entonces entró en casa, se desnudó, se puso el bañador y bajó a la playa.

Hacía frío, faltaba mucho rato para que saliera el sol y soplaba un viento hecho de miles de agujas de acero.

Cosimo Lauricella, como casi todas la» mañanas, estaba empujando al agua su barca de remos, que la víspera había acercado a la orilla. Era un viejo pescador que de vez en cuando le llevaba pescado recién capturado y jamás aceptaba que le pagara.

– Dutturi, esta mañana no está el horno para bollos.

– Sólo me mojo un poquito, Cosimo.

Entró en el agua, resistió el ataque de repentina parálisis, se dio un chapuzón, empezó a dar brazadas, y de repente regresó la oscuridad absoluta de la noche.

«¿Cómo es posible?», tuvo apenas tiempo de pensar.

Y sintió que el agua del mar le entraba en la boca.

Despertó en la barca de Cosimo, donde el pescador le estaba dando cachetes.

– ¡Coño, dutturi, el susto que me ha dado! ¡Ya le había dicho yo que esta mañana no está el horno para bollos! ¡Menos mal que estaba yo, que si no, se ahoga!

Una vez en la orilla, no hubo manera: Cosimo quiso acompañarlo hasta el interior de la casa.

– Dutturi, se lo ruego, no vuelva a hacer estas bromas. Cuando uno es pequeño es una cosa, pero después las cosas cambian.

«Gracias, Cosimo -pensó Montalbano-, gracias no tanto por haberme salvado la vida como por no haberme llamado viejo.»

Pero lo llames como lo llames, sigue siendo lo mismo, tal como dice el proverbio.

Maduro, viejo, de cierta edad, no tan joven, entrado en años: todo, maneras para suavizar pero no para modificar la esencia del hecho, es decir, que él se estaba haciendo irremediablemente mayor.

Se dirigió a la cocina, puso al fuego la cafetera de seis tazas y se bebió el café hirviendo tras verterlo en un tazón.

Después fue a ducharse y malgastó el agua, imaginándose las palabrotas de Adelina, que no podría limpiar la casa, fregar el suelo y quizá ni siquiera cocinar.

Al final se sintió un poco más limpio.

***

– ¡Ah, dottori, dottori! Acaba de llamarlo ahora mismo el dottori Arcà, que dice que si usía lo llama a la Científica.

– Muy bien, después te digo yo que me lo llames.

Antes tenía que hacer una cosa más urgente.

Entró en su despacho, cerró la puerta con llave, se sentó detrás del escritorio, sacó del bolsillo la carta de Mimì y volvió a leerla una vez más.