Después de tres horas de lectura, los ojos se le empezaron a nublar.
¿No convendría que lo viera un oculista? No, se contestó, no es el caso. Sabía muy bien que ya no tenía la vista de antes, pero ni ciego se rendiría a un par de gafas.
Dejó el libro en la mesita de noche y se levantó para ir a sentarse en la butaca delante del televisor. Lo encendió y se encontró en primer plano la cara de culo de gallina de Pippo Ragonese.
«…el reconocimiento de nuestros errores, las raras veces en que ocurre que los cometemos, es la señal indiscutible de nuestra corrección y nuestra buena fe. Corrección y buena fe son los faros resplandecientes que siempre han iluminado el camino de nuestros treinta años de actividad periodística. Recientemente hemos cometido uno de esos errores. Hemos acusado al comisario Salvo Montalbano de no querer tomar en consideración cierta pista en el caso del desconocido asesinado y desmembrado, encontrado en una árida zona llamada 'u critaru. Esa pista ha resultado no tener nada que ver con el horrendo crimen. Pedimos por tanto públicamente perdón al comisario Montalbano. Pero eso no significa que nuestras reservas acerca de él y los sistemas que a menudo emplea hayan quedado anuladas. Ahora quiero hablarles del consejo municipal de Montereale, que…»
Apagó el televisor. El jefe superior de policía había cumplido su palabra.
Se levantó presa de la inquietud y se puso a pasear.
Había algo en la novela de Camilleri que le daba vueltas en la cabeza.
¿Qué era? ¿Sería posible que la memoria empezara a fallarle?
¿Ya comenzaba con la arteriosclerosis?
Hizo un esfuerzo por recordar.
Eso era: una cosa que con toda certeza se refería a la muerte de Judas, pero que no estaba escrita en el libro.
Era una especie de pensamiento paralelo, que había aparecido y desaparecido como un flash. Pero, si se trataba de un pensamiento paralelo, era inútil releer la novela, y difícil que el flash se repitiera.
Quizá había un camino.
En algún lugar de la estantería tenían que estar los cuatro Evangelios en un solo volumen. Pero ¿dónde se habían escondido? ¿Sería posible que en aquella casa desapareciera todo? Primero el termómetro, ahora los Evangelios… Los encontró después de media hora de búsqueda, entre maldiciones nada apropiadas para el libro que estaba deseando leer.
Volvió a sentarse en la butaca y buscó en el primer Evangelio, el de Mateo, el pasaje que narraba el suicidio de Judas.
Viendo entonces Judas, el que lo había entregado, cómo Jesús era condenado, se arrepintió y devolvió las treinta monedas de plata a los sumos sacerdotes y los ancianos, diciendo: «He pecado entregando sangre inocente.» Ellos replicaron: «¿A nosotros qué? Tú verás.» Él arrojó las monedas de plata en el templo; después se retiró y fue y se ahorcó. Los sumos sacerdotes recogieron las monedas de plata y dijeron: «No es lícito echarlas en el tesoro de las ofrendas, pues son precio de sangre.» Y después de deliberar en consejo, compraron con ellas el Campo del Alfarero como lugar de sepultura para los forasteros…
En los demás Evangelios no se hablaba de la muerte de Judas.
No conseguía comprender por qué, pero estaba nervioso, con una especie de temblor por todo el cuerpo. Se sentía como un perro rastreador; le parecía que en el texto de Mateo había algo muy importante.
Se puso a leer nuevamente con toda la paciencia del mundo, casi silabeando.
Y fue al llegar a las palabras «el Campo del Alfarero» cuando experimentó una auténtica sacudida. El campo del alfarero.
De repente se encontró por encima de un sendero, con la ropa mojada de lluvia, contemplando un despeñadero hecho de losas de arcilla. Y volvió a oír las palabras de Ajena: «… este lugar se llama desde siempre 'u critaru, el arcillar… Vendo la arcilla a los que hacen vasijas, tinajas, ánforas…».
El campo del alfarero. Traducción: 'u critaru.
Ese había sido el pensamiento paralelo.
Pero ¿tenía algún sentido? ¿No podía tratarse de una coincidencia? ¿No se estaba dejando arrastrar demasiado por la fantasía? Vale, pero ¿qué había de malo en permitirse alguna fantasía? ¿Y cuántas veces lo que había creído fantasías había resultado real?
Supongamos por tanto que esta fantasía tiene un sentido. ¿Qué significa dejar que se halle un cadáver en el campo del alfarero? El Evangelio decía que los sacerdotes habían comprado aquel lugar para enterrar a los forasteros…
Un momento, Montalbà.
¿No podía ser que el muerto fuese forastero? Pasquano le había encontrado en la tripa un puente, y ese puente, según el profesor Lomascolo, era de un tipo que utilizaban los dentistas de Sudamérica. Por consiguiente, el desconocido era probablemente de por allí, pongamos venezolano, argentino… O bien colombiano. Un colombiano que, a lo mejor, tenía algo que ver con la mafia…
¿No será que estás navegando demasiado en alta mar, Montalbà?
Mientras se hacía la pregunta, lo asaltaron de repente unos estremecimientos de frío y a continuación experimentó un acceso de calor. Se tocó la frente; la fiebre le estaba subiendo. No se preocupó, porque estaba seguro de que esa alteración no la causaba una gripe, sino los pensamientos que le rondaban por la cabeza.
Pero mejor no insistir, mejor detenerse un poco, calmarse; tenía el cerebro recalentado, a punto de fundirse. Necesitaba distraerse. Pero ¿cómo? Lo único que podía hacer era ver la televisión. Volvió a encenderla, pero eligió el canal de Retelibera.
Estaban emitiendo una película porno soft, ésa era la denominación, es decir, de esas en que los actores y las actrices fingen follar en lugares un tanto incómodos, como por ejemplo dentro de una carretilla o agarrados a un tubo del alero de un edificio, y son peores que las películas hard, ésa era la denominación, porque ahí se folla de verdad. Se pasó unos diez minutos mirándola y, tal como siempre le ocurría tanto con el soft como con el hard, le entró sueño inmediatamente. Se durmió así, con la cabeza hacia atrás y la boca abierta.
No supo cuánto rato había dormido, pero, cuando despertó, en lugar de la película había cuatro personas alrededor de una mesa, hablando de crímenes sin resolver. «No obstante, incluso a pesar de los casos que aparentemente se resuelven -dijo uno con bigote y perilla a lo D'Artagnan-, en realidad quedan todos sin solución.» Esbozó una taimada sonrisita y no dijo nada más. Puesto que ninguno de los participantes comprendió un pimiento de lo que había oído, otro con cara de criminólogo (¿por qué los criminólogos llevan todos barba de Moisés?) se puso a recordar un caso ocurrido en el norte, una mujer asesinada con matarratas y después despiezada.
La misma palabra usada por Pasquano que lo había hecho reír.
¿Qué había dicho el doctor a ese respecto?
Que al muerto lo habían cortado en cierta cantidad de trozos. Sí, pero ¿cuántos en concreto?
Montalbano se puso en pie de un brinco, desorientado, sudado; la fiebre había vuelto a subirle unos grados. Corrió al teléfono y marcó un número.
Oyó sonar los tonos un buen rato sin que nadie contestara. Adelante, la tabla del… Pero ¡qué coño de tabla! Si no contestaban, la cosa acabaría como en Columbine: subiría al coche y les pegaría un tiro uno a uno. Al final se oyó la voz de un hombre, tan borracho que hasta le llegó el pestazo del aliento a través de la línea.
– ¿Tica? ¿Guién habla?
– Soy Montalbano. ¿Está el doctor Pasquano?
– A guesta hora de la noche… se… serrado guestá el depósito.
Pues entonces debía de estar en su casa. Le contestó una adormilada voz femenina.