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– Soy Montalbano. ¿Está el doctor?

– No, comisario. Se ha ido al círculo.

– Perdone, señora, ¿tiene el número?

La mujer se lo dio y él llamó allí.

– ¿Oiga? Soy Montalbano.

– ¿Y a mí qué coño me importa? -contestó un sujeto antes de colgar.

Debía de haberse equivocado en algún número, pues en todos los dedos tenía un temblor difícil de controlar.

– Soy Montalbano. ¿Está el doctor Pasquano?

– Voy a ver si puede ponerse.

Tabla del siete entera.

– No; está jugando y no quiere que lo molesten.

– Oiga, dígale lo siguiente: o coge el teléfono o me presento en su casa sobre las cinco de la madrugada con la banda de la policía. Programa: primero, Marcha triunfal de Aida, segundo…

– Voy a decírselo.

Tabla del ocho.

– Un caballero no puede estar tranquilo sin que usted le toque los cojones, ¿verdad? Pero ¿qué coño de forma de actuar es la suya, eh? ¿Se da cuenta, eh? ¿Por qué necesita partirse los cuernos conmigo, eh? ¿Qué coño quiere?

– ¿Se ha desahogado, doctor?

– ¡Todavía no, grandísimo coñazo!

– ¿Puedo hablar?

– Sí, pero después desaparezca de la faz de la tierra, porque si me lo encuentro le hago la autopsia sin anestesia.

– ¿Podría decirme en cuántos trozos exactamente cortaron al muerto?

– Lo he olvidado.

– Se lo ruego, doctor.

– Espere que hago la cuenta. Los dedos de las manos y los pies… las piernas… las manos… las orejas… los antebrazos y un brazo… la cabeza… En total, veintinueve; no, espere: treinta trozos.

– ¿Está seguro? ¿Treinta?

– Segurísimo.

Por eso le habían dejado un brazo. Si lo hubieran cortado, los trozos habrían sido treinta y uno. En cambio, tenían que ser treinta exactamente.

Como los treinta denarios de Judas.

***

Ya no conseguía aguantar el calor que hacía en la casa. Se vistió, se puso una chaqueta gruesa y salió a la galería para pensar.

De que se trataba de una acción de la mafia no le cabía la menor duda desde que Pasquano le dijo que al desconocido lo habían abatido con un tiro en la nuca. Tratamiento típico que juntaba con un hilo ideal la peor y más cruel delincuencia con ciertos métodos previstos en honrosos usos militares.

Pero ahora estaba emergiendo algo más.

El autor le estaba facilitando deliberadamente información concreta acerca del porqué y el cómo del asesinato.

Por de pronto, el homicidio lo había llevado a cabo -o lo había ordenado, que era lo mismo- alguien que todavía actuaba según el respeto a las reglas de la vieja mafia.

¿Por qué?

Fácil respuesta: porque la nueva mafia dispara a lo loco, a diestro y siniestro, a ancianos y niños, caiga donde caiga, y jamás se digna dar una explicación de lo que ha hecho.

La vieja mafia no: ésta explicaba, se decía. Claro que no de palabra o por escrito, eso no, pero sí con signos.

La vieja mafia era maestra en semiología, que es la ciencia de los signos utilizados para comunicar.

¿Muerto con una tallo de higo chumbo sobre el cuerpo?

Lo hemos hecho porque nos ha pinchado con demasiadas espinas, con demasiados disgustos.

¿Muerto con una piedra en el interior de la boca?

Lo hemos hecho porque hablaba demasiado.

¿Muerto con las manos cortadas?

Lo hemos sorprendido con las manos en la masa.

¿Muerto con los cojones en la boca?

Lo hemos hecho porque ha ido a follar donde no debía.

¿Muerto con los zapatos sobre el pecho?

Lo hemos hecho porque quería escapar.

¿Muerto con los ojos sacados?

Lo hemos hecho porque no quería rendirse a la evidencia.

¿Muerto con todos los dientes arrancados?

Lo hemos hecho porque quería comer demasiado.

Y así sucesivamente.

Por eso la descodificación del mensaje le resultó muy clara y rápida: lo hemos matado tal como merecía porque nos ha traicionado por treinta denarios, como Judas.

Por consiguiente, la conclusión lógica sería que el desconocido era un mafioso «ajusticiado» por traidor. Lo cual era finalmente un primer paso adelante.

Un momento, Montalbà. A lo mejor has sido tocado por la Gracia.

Pues sí. Porque si el razonamiento cuadraba, y cuadraba de maravilla, quizá sería posible librarse de aquella investigación, esquivarla con elegancia.

En efecto, si el asesinado era un mafioso, quizá la cosa ya no le correspondiera a él sino a Antimafia.

Se alegró. Sí, ése era el camino adecuado. Actuando así, se quitaba de encima la molesta cuestión de Mimì.

A la mañana siguiente, lo primero que tenía que hacer era ir a Montelusa a hablar con el compañero Musante, uno de los que se encargaban de los asuntos de la mafia.

8

Pero entretanto tenía que pasar el rato esperando la llamada de Ingrid.

Sin engañarse a sí mismo tal como solía, hizo los únicos tres solitarios que conocía. Los repitió y repitió. No le salió ni uno.

Luego fue a buscar un libro comprado por Livia, Los solitarios con las cartas. El primero que estudió pertenecía a la categoría de los que el autor clasificaba como más fáciles. No comprendió ni siquiera cómo se colocaban las cartas. Después jugó una partida de ajedrez contra él mismo, pero cambiando cada vez de sitio para que pareciera otra persona. Por suerte, la partida duró un buen rato, pero ganó el adversario gracias a una jugada genial. Y él se enfadó consigo mismo por haber perdido.

«¿Quiere la revancha, comisario?», le preguntó el adversario.

«No, gracias», le contestó Montalbano a Montalbano.

Igual el otro ganaba también en la revancha.

Minucioso examen ante el espejo del cuarto de baño de un grano minúsculo al lado de la nariz. Constatación amarga de cierta caída de cabello. Fracasado intento de recuento (aproximado) de los propios cabellos.

Segunda partida de ajedrez, también perdida, con lanzamiento de objetos varios contra las paredes.

***

La llamada no llegó. Pero sobre las seis de la madrugada, cuando, ya agotado, había ido a tumbarse en la cama, oyó que un coche se detenía en la explanada que había frente a la puerta. Fue corriendo a abrir. Era Ingrid, muerta de frío.

– Dame un té hirviendo. Estoy congelada.

– Pero ¿tú no estabas acostumbrada a fríos más…?

– Se ve que he perdido la costumbre.

– Dime qué has hecho.

– Me he situado en una travesía desde la que podía ver la casa de Mimì. Él salió a las diez, subió al coche, que tenía aparcado allí delante, y se fue. Estaba muy nervioso.

– ¿Cómo lo sabes?

– Por su manera de conducir.

– Aquí tienes el té. ¿Vamos al salón?

– No; quedémonos en la cocina. En determinado momento pensé que Mimì venía a verte.

– ¿Por qué?

– Porque se dirigía hacia Marinella. Sin embargo… ¿Recuerdas que, a la altura del paseo marítimo, hay a la derecha un surtidor de gasolina que ya no se utiliza?

– Perfectamente.

– Bueno, poco después del surtidor hay una calle sin asfaltar que sube hacia la colina. La enfiló. Yo la conozco porque lleva a unos cuantos chalets, y en uno de ellos he estado algunas veces. Tenía que mantenerme bastante cerca de su coche porque esa calle la cruzan muchas otras que van a los distintos chalets. Si él la hubiera dejado, me habría costado seguirlo. En cambio, de repente se detuvo delante del cuarto chalet a la derecha, bajó, abrió la verja y entró.

– ¿Y tú qué hiciste?

– Seguí adelante.

– ¿Pasaste junto a Mimì?

– Sí, y él se dio la vuelta.

– ¡Maldita sea!

– Tranquilo. Descarto que haya podido reconocerme. El Micra lo tengo desde hace apenas una semana.