– Sí, pero tú eres…
– ¿Reconocible? ¿Incluso con gafas de sol y un sombrerete que parecía Greta Garbo?
– Esperemos. Sigue.
– Poco después retrocedí con el motor apagado. El coche de Mimì estaba en el jardín. Él había entrado en la casa.
– ¿Esperaste la llegada de la mujer?
– Claro. Hasta hace media hora. No la vi llegar.
– Pero entonces, ¿qué significa esta historia?
– Mira, Salvo, cuando pasé por delante de la casa por primera vez, puedo jurar que dentro la luz estaba encendida. Ya había alguien esperándolo.
– ¿Eso significa que esa mujer vive allí?
– No está claro. Mimì dejó el coche en el jardín, no en un pequeño garaje que hay al lado de la casa. Probablemente ya estaba ocupado por el coche de la mujer, que habría llegado antes.
– Pero, Ingrid, quizá el garaje estuviera ocupado por el coche de la mujer no porque ella hubiese llegado unos minutos antes, sino precisamente porque vive allí.
– Eso también es posible. De todos modos Mimì no llamó; utilizó una llave para abrir la verja.
– ¿Por qué no esperaste un poco más?
– Porque empezaba a pasar demasiada gente.
– Gracias.
– ¿Gracias y ya está? -preguntó Ingrid.
– Gracias y ya está -dijo Montalbano.
Antes de salir de casa, cuando ya eran casi las nueve, llamó a Montelusa.
– Hola, Musante. Soy Montalbano.
– Pero ¡hombre! ¡Es un verdadero placer oírte! A tu disposición, dime.
– ¿Podría pasar por tu despacho esta mañana?
– Puedes venir dentro de una hora. Después empieza una reunión que…
– De acuerdo, gracias.
Subió al coche y, al llegar a la altura del viejo surtidor de gasolina, efectuó una lentísima curva en forma de u que desencadenó los peores instintos homicidas de quienes iban detrás de él.
– ¡Capullo!
– ¡Cabrón!
– ¡Asesinado tienes que morir!
Tomó la calle sin asfaltar y poco después pasó por delante del cuarto chalet. Ventanas cerradas, persiana metálica del garaje bajada. Pero la verja estaba abierta: había un viejo trabajando en el jardín, muy bien cuidado. Montalbano se detuvo, bajó y se puso a mirar el chalet. De planta baja y cierta elegancia.
– ¿Busca a alguien? -preguntó el viejo.
– Sí, al señor Casanova, que tendría que vivir aquí.
– No, señor; se equivoca. Aquí no vive nadie.
– Pero ¿de quién es el chalet?
– Del señor Pecorini. Y sólo viene en verano.
– ¿Dónde puedo encontrar al señor Pecorini?
– En Catania. Trabaja en el puerto, en la aduana.
Volvió al coche y se dirigió a la comisaría. Si llegaba a Montelusa con cinco minutos de retraso, paciencia. Se detuvo en el aparcamiento de la comisaría, pero se quedó en el coche, apoyó la palma de la mano en el claxon y no la retiró hasta que en la puerta apareció Catarella. El cual, en cuanto lo reconoció, echó a correr hacia el coche.
– ¿Qué ocurre, dottori? ¿Qué ha pasado, dottori?
– ¿Está Fazio?
– Sí, siñor dottori.
– Llámalo.
Fazio llegó con paso decidido, como un bersagliere en el desfile de la fiesta de la República.
– Fazio, ponte en marcha enseguida. Quiero saberlo todo acerca de un tal Pecorini que trabaja en la aduana del puerto de Catania.
– ¿Tengo que actuar con sigilo, dottore?
– Pues más bien sí.
El despacho de Antimafia ocupaba cuatro habitaciones del cuarto piso de Jefatura. Puesto que el ascensor estaba, como de costumbre, averiado, Montalbano empezó a subir por la escalera. Cuando levantó la cabeza al llegar al segundo piso, vio bajar al dottor Lattes. Para evitar el tostón de las habituales preguntas acerca de la familia, se sacó del bolsillo el pañuelo y hundió el rostro en él, sacudiendo los hombros como si estuviera llorando con desesperación. Lattes se pegó a la pared y lo dejó pasar sin atreverse a abrir la boca.
– ¿Quieres un café? -preguntó Musante.
– No, gracias. -No se fiaba de eso que en los despachos ofrecían como café.
– ¿Entonces? Cuéntame.
– Pues mira, Musante, considero que tengo en las manos un homicidio que, a mi juicio, es obra de la mafia.
– Alto ahí. Has de contestar a una pregunta. Lo que estás a punto de decirme, ¿de qué manera pretendes decírmelo?
– En endecasílabos libres.
– Montalbà, no te hagas el gracioso.
– Perdona, pero no he comprendido tu pregunta.
– ¿Me lo dices de manera oficial o por vía oficiosa?
– ¿Cuál es la diferencia?
– Si me lo dices de manera oficial, mando levantar un acta; si me lo dices por vía oficiosa, tengo que llamar a un testigo.
– Comprendo.
Los de Antimafia se ponían en guardia. Debido a los nexos entre la mafia y los altos sectores de la industria, la empresa y la política, era mejor ser precavidos y actuar con prudencia.
– Como eres un amigo, te ofrezco la posibilidad de elegir el testigo. ¿Gullotta o Campana?
– Gullotta.
Lo conocía bien y le caía simpático.
Musante se retiró y regresó poco después con Gullotta, el cual estrechó sonriendo la mano de Montalbano. Era evidente que se alegraba de verlo.
– Ahora puedes seguir -dijo Musante.
– Me refiero al desconocido que se encontró troceado en el interior de una bolsa. ¿Habéis oído hablar de eso?
– Sí -dijeron Musante y Gullotta a coro.
– ¿Sabéis cómo lo asesinaron?
– No -contestó el coro.
– Con un tiro en la nuca.
– ¡Ah! -exclamó el coro.
En aquel momento llamaron con los nudillos a la puerta.
– ¡Adelante! -dijo el coro.
Entró un cincuentón con bigote, que miró a Montalbano y después a Musante y le hizo señas de que quería hablar con él. Musante se levantó, el otro le dijo algo al oído y se marchó. Entonces Musante le hizo señas a Gullotta, que se levantó y se le acercó. Musante le habló al oído a Gullotta y ambos miraron a Montalbano. Después se miraron el uno al otro y volvieron a sentarse.
– Si es una escena de mímica cómica, no la he entendido -dijo Montalbano.
– Continúa -repuso Musante muy serio.
– Eso del tiro en la nuca ya sería un indicio -prosiguió el comisario-. Pero hay más. ¿Recordáis el Evangelio de Mateo?
– ¡¿Qué?! -exclamó Gullotta, atónito.
Musante, en cambio, se inclinó hacia Montalbano, le apoyó la mano sobre una rodilla y le preguntó:
– ¿Seguro que estás bien?
– Pues claro que estoy bien.
– ¿No estás alterado?
– Pero ¡qué dices!
– Pues entonces, ¿por qué hace un momento llorabas desconsoladamente en la escalera?
¡Eso había ido a decirle el hombre del bigote! Montalbano se vio perdido. ¿Y ahora cómo les explicaba el complicado asunto a aquellos dos, que lo miraban entre la sospecha y la preocupación? El mismo se había jodido por sus propios medios. Sonrió con cierto esfuerzo, asumió (no supo cómo) un aire desenvuelto y contestó:
– Ah, ¿eso? Ha sido culpa del dottor Lattes, que…
– ¿Te ha regañado? ¿Te ha levantado la voz? -preguntó asombrado Musante.
– ¿Te ha leído la cartilla? -insistió Gullotta.
¿No sería posible que hablara sólo uno de los dos? No, no era posible. Stan Laurel y Oliver Hardy. Un dúo cómico.
– Qué va, todo viene de que yo, después de decirle que mi mujer se había fugado con un extracomunitario…
– Pero ¡si tú no estás casado! -le recordó alarmado Musante.
– ¿O acaso te has casado y no nos lo habías dicho? -señaló Gullotta como hipótesis de trabajo.