¡Quieto! Aquí las opciones son dos: o piensas que el hecho de que se haya convertido en primer ministro borra automáticamente todos sus delitos precedentes, escabechinas y matanzas incluidas, o bien perteneces a esa categoría de policías que sirven siempre y en todo caso a quien ocupa el poder, sin mirar quién es, si un hombre de bien o un delincuente, si fascista o comunista. ¿A cuál de estas dos categorías crees pertenecer?
¡Pues no! ¡Lo estás poniendo muy fácil!
¿Por qué?
¡Porque ha aparecido Catarella!
¿Y eso qué significa?
Que yo, a la propuesta de Riina, en realidad he dicho que no.
Pero ¡si no has abierto la boca!
He dicho que no a través de Catarella. Él empuña un revólver, me apunta y me dice que me mata si accedo. Es como si Catarella fuera mi conciencia.
¿A qué viene esta novedad? ¿Catarella es tu conciencia?
¿Y por qué no? ¿Recuerdas mi respuesta a aquel periodista que un día me preguntó si creía en el ángel de la guarda? Yo le contesté que sí. Y entonces él me preguntó si lo había visto alguna vez. Y yo le contesté que sí, que lo veía todos los días. Entonces quiso saber si tenía nombre. Y yo respondí que se llamaba Catarella. Era una broma, naturalmente, pero después, pensándolo mejor, comprendí que era poca broma y mucha verdad.
¿Conclusión?
La cosa hay que leerla al revés. La escena de Catarella significa que, antes que aceptar la propuesta de Riina, yo habría preferido pegarme un tiro.
Montalbà, ¿estás seguro de que Freud lo habría interpretado así?
¿Sabes qué te digo? Que me importa un bledo Freud. Y ahora déjame dormir, que ha vuelto a entrarme sueño.
Cuando despertó ya eran más de las nueve. No se veían relámpagos ni se oían truenos, pero fuera el tiempo debía de ser un asco. ¿Quién lo obligaba a levantarse? Le dolían las dos viejas heridas, y algún otro dolorcito, desagradable compañero de la edad, había despertado con él. Mejor aprovechar un par de horas de sueño más. Se levantó, se dirigió al comedor, desconectó el teléfono, volvió a acostarse, se tapó y cerró los ojos.
Los abrió apenas media hora después por culpa del insistente timbre del teléfono. Pero ¿cómo coño podía sonar si estaba seguro de haberlo desconectado? Entonces, si no era el teléfono, ¿qué era lo que hacía aquel ruido? ¡Pues el timbre de la puerta, gilipollas! Dentro de su cabeza se agitaba una especie de aceite de motor, espeso y viscoso. Vio los pantalones en el suelo, se los puso y fue a abrir soltando maldiciones. Era Catarella, respirando afanosamente.
– Ah, dottori, dottori…
– Oye, no me digas nada, no hables. Ya te diré cuándo puedes abrir la boca. Yo voy a acostarme y tú vas a la cocina. Preparas una cafetera de café cargado, llenas un tazón, le pones tres cucharaditas de azúcar y me lo traes. Después me cuentas lo que tengas que contar.
Cuando llegó con el humeante tazón, Catarella tuvo que zarandear al comisario para despertarlo. En aquellos diez minutos había vuelto a dormirse. «Pero ¿cómo funciona este asunto? -se preguntó mientras se bebía el café, que parecía caldo de achicoria recalentado-. ¿No es cosa sabida que en la vejez se necesita dormir cada vez menos? ¿Y cómo es que yo, conforme pasan los años, cada vez tengo más sueño?»
– Dottori, ¿qué le ha parecido el café?
– Excelente, Catarè.
Y corrió al cuarto de baño a enjuagarse la boca; de lo contrario tendría náuseas.
– Catarè, ¿es algo urgente?
– Relativamente, dottori.
– Pues entonces espera a que me duche y me vista.
Tras hacerlo, fue a la cocina y se preparó un café como Dios manda.
Cuando regresó al comedor, Montalbano encontró a Catarella delante de la cristalera que daba a la galería. Había subido las persianas.
Diluviaba. El mar había llegado justo bajo la galería, que de vez en cuando se estremecía por entero a causa del fuerte embate de alguna ola.
– ¿Ahora puedo hablar, dottori? -preguntó Catarella.
– Sí.
– Dottori, un muerto encontraron.
¡Menudo descubrimiento! ¡El gran hallazgo! Por lo visto, había aparecido el cadáver de alguien muerto de muerte blanca, tal como decían los periodistas cuando desaparecía uno de repente y adiós muy buenas. Pero ¿por qué dar un color a la muerte? ¡La muerte blanca! Como si existiera una verde, una amarilla… La muerte, si de verdad nos empeñáramos en darle un color, no podría ser más que negra, negra como la tinta.
– ¿Es fresco del día?
– No me lo dijeron, dottori.
– ¿Dónde lo han encontrado?
– En el campo, dottori. En el término de Pizzutello.
¡Vaya por Dios! Un lugar solitario de estas tierras del Señor, lleno de precipicios y pedregales, donde un cadáver podía estar como en su casa sin que jamás lo descubrieran.
– ¿Ya ha ido alguno de los nuestros?
– Sí, señor dottori. Fazio y el dottori Augello si hallan en el lugar de los hechos.
– Pues entonces, ¿por qué has venido a tocarme los cojones?
– Dottori, pido comprensión y perdón, pero así me tilifonió el dottori Augello, me dijo que le dijera que su presencia personalmente en persona era indispensable. Y yo, como el tilifono suyo de usía no contestaba, vine a recogerlo con el chip.
– ¿Por qué con el jeep?
– Porque el coche no puede llegar al lugar, dottori.
– Pues muy bien, vamos allá.
– Dottori, me dijo también que le dijera que es mejor que lleve botas, se cubra la cabeza con una capucha y se ponga el imprimiable.
El estallido y la avalancha de juramentos de Montalbano aterrorizaron a Catarella.
El diluvio no daba señales de amainar. Circulaban prácticamente a ciegas, porque los limpiaparabrisas no daban abasto para apartar el agua. Además, el último kilómetro antes de llegar a donde habían encontrado el cadáver era algo intermedio entre una montaña rusa y un terremoto de ocho grados en plena actividad. El mal humor del comisario se agravó en un silencio que pesaba un quintal, y eso puso nervioso a Catarella, cuya manera de conducir hizo que no se perdiesen ni un solo bache transformado en pequeña laguna.
– ¿Te has traído el chaleco salvavidas?
Catarella no contestó; habría preferido ser el muerto al que iban a ver. En cierto momento el estómago de Montalbano debió de alterarse, porque le subió a la boca el vomitivo sabor del café de Catarella.
Al final, ayudados por la Providencia, se detuvieron junto al otro jeep, el de Augello y Fazio. Sólo que por allí no se veía ni a Augello ni a Fazio ni ningún cadáver.
– ¿Jugamos al escondite? -preguntó Montalbano.
– Dottori, a mí me dijeron que me detuviera en cuanto viese el chip de ellos.
– Toca.
– ¿Qué tengo que tocar, dottori?
– ¿Qué coño quieres tocar, Catarè? ¿El clarinete? ¿El saxo tenor? ¡Toca el claxon!
– El clacoson no funciona, dottori.
– Eso quiere decir que esperaremos aquí hasta que se haga de noche.
Encendió un cigarrillo. Cuando lo terminó, Catarella tomó una decisión.
– Dottori, voy yo a buscarlos. Como el chip está aquí, puede que ellos estén por los alrededores.
– Toma mi impermeable.
– No, señor dottori, no puedo.