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Cuando llevaba menos de cinco minutos sentado en su despacho, la puerta chocó contra la pared con tal violencia que el propio Catarella, el autor de lo que debería haber sido una simple llamada con los nudillos, se impresionó.

– ¡Virgen santísima, qué golpe he dado! ¡Me he pegado un susto, dottori! ¡Qué mujer!

– ¿Dónde?

– Aquí, dottori. Dice que llámase Dolorosa. Pero ¡qué dolorosa ni qué niño muerto! ¡Esa le da alegría a cualquiera! Quiere hablar con usía personalmente en persona. ¡Virgen santa, qué mujer! ¡Hacen falta ojos para mirarla!

Debía de ser la que él había visto en el aparcamiento. Y a una mujer que le hacía perder la cabeza incluso a Catarella, ¿Mimì no se había dignado siquiera mirarla? ¡Pobre Mimì, a qué se había reducido!

– Hazla pasar.

***

Parecía falsa. Era una treintañera espectacular, morena, muy alta, largo cabello derramado sobre los hombros, ojos enormes y profundos, boca grande, labios voluminizados no por un cirujano sino por la propia naturaleza, buena dentadura para comer carne viva, grandes pendientes de aro, de gitana. Y de gitana eran también la falda y la blusita, hinchada por dos bolas de torneo internacional.

Parecía falsa, pero era de verdad. ¡Vaya si era de verdad!

Montalbano tuvo la impresión de conocerla, pero después comprendió que era un recuerdo visual, pues la mujer se parecía a actrices de películas mexicanas de los años cincuenta que él había visto en una retrospectiva.

Con ella, el despacho se llenó de un ligero perfume a canela.

No, no era perfume: era su piel, que emanaba aquel aroma. Mientras le tendía la mano, Montalbano advirtió que la mujer tenía unos dedos muy largos, desproporcionados, peligrosos, fascinantes.

Se sentaron, ella delante, con aire serio y preocupado, y él detrás del escritorio.

– Usted dirá, señora.

– Me llamo Dolores Alfano.

Montalbano dio un salto hacia el techo, pero, al volver a caer, su nalga izquierda no dio en la silla, y él estuvo a punto de desaparecer bajo el escritorio. Dolores Alfano pareció no prestar atención.

Ahí estaba al final, personalmente en persona, la mujer misteriosa de la que le había hablado el director Fabio Giacchetti, la mujer a la que, a la vuelta de un encuentro galante, alguien quizá había intentado atropellar.

– Pero Alfano es el apellido de mi marido Giovanni -añadió-. El mío es Gutiérrez.

– ¿Es usted española?

– No; colombiana. Pero vivo desde hace años en Vigàta, en via Guttuso, número doce.

– Usted dirá, señora -repitió Montalbano.

– Mi marido está embarcado en un portacontenedores, donde es segundo oficial. Nos mantenemos en contacto mediante cartas y postales. Antes de marcharse, él me hace una lista de las escalas con las fechas de llegada y salida para poder recibir mis cartas. Alguna vez, muy raramente, nos llamamos por el móvil vía satélite.

– ¿Y qué ha ocurrido?

– Ha ocurrido que Giovanni se embarcó hace dos meses para una travesía muy larga, y al cabo de veinte días aún no me había escrito ni telefoneado. Jamás había sucedido. Me preocupé y lo llamé. Me contestó que gozaba de buena salud y tenía mucho trabajo.

Montalbano la escuchaba fascinado. Dolores tenía una voz de cama; no se podía definir de otra manera. Igual decía sólo buenos días y uno pensaba inmediatamente en cobertores enredados, almohadas caídas al suelo, sábanas humedecidas de un sudor con olor a canela.

El acento sudamericano que le salía cuando hablaba mucho rato era como un aliño picante.

– … una postal -dijo Dolores.

Montalbano, extraviado detrás de aquella voz, se había distraído pensando precisamente en camas deshechas, noches tórridas con rancheras como telón de fondo musical…

– ¿Cómo ha dicho, perdón?

– He dicho que anteayer me llegó una postal suya.

– Muy bien, o sea, que ya está más tranquila.

Ella no contestó. Sacó del bolso la postal y se la entregó al comisario.

Se veía el puerto de un pueblo que Montalbano jamás había oído nombrar, y el sello era argentino. En ella se leía: «Estoy bien. ¿Y tú? Besos. Giovanni.»

No parecía precisamente expansivo el señor Alfano. Pero, en cualquier caso, era mejor que nada. Montalbano levantó los ojos y miró a Dolores con semblante inquisitivo.

– No creo que la haya escrito mi marido -dijo ella-. La firma me parece distinta.

Sacó del bolso otras cuatro postales y se las tendió a Montalbano.

– Compárela con estas que me envió el año pasado.

No era necesario recurrir a un calígrafo. Saltaba a la vista que la letra de la última postal estaba falsificada. Y por si fuera poco, falsificada sin demasiado esmero. Pero las postales antiguas tenían un tono distinto:

«Te quiero mucho.»

«Pienso siempre en ti.»

«Te echo de menos.»

«Te beso toda entera.»

– Esta última postal -prosiguió Dolores- me ha hecho recordar una extraña impresión que tuve tras telefonearle.

– ¿Cuál?

– Que no era él quien contestó la llamada. Tenía una voz distinta. Como si estuviera resfriado. Entonces quise creer que era por culpa del móvil. Ahora ya no estoy tan segura.

– Y según usted, ¿qué podría hacer yo?

– Pues no lo sé.

– Es un buen problema, señora. La postal no la ha escrito su esposo, ahí tiene usted razón. Pero eso también puede significar que él no haya podido desembarcar por el motivo que sea y le haya encargado a un amigo que la escribiera y se la enviase para que usted no se preocupara.

Ella negó con la cabeza.

– En ese caso, podría haberme telefoneado.

– Es cierto. ¿Por qué no lo ha hecho usted?

– Lo he hecho. En cuanto recibí la postal. Y lo he llamado otras dos veces, incluso antes de venir aquí. Pero el teléfono está siempre muerto, no contesta nadie.

– Comprendo su preocupación, señora, pero…

– ¿Ustedes no pueden hacer nada?

– Nada. Porque, verá, hoy por hoy, usted no está en condiciones de presentar siquiera una denuncia de desaparición. ¿Quién nos dice que la situación no sea otra?

– ¿Y cuál podría ser?

– Pues… -Montalbano avanzó como pisando huevos-. Tenga en cuenta que es sólo una simple suposición… Bueno… podría ser que su marido hubiera tenido un encuentro, no sé si me explico, un encuentro que…

– Mi marido me quiere. -Lo dijo serenamente, casi sin ninguna entonación. Después sacó un sobre del bolso y extrajo una hoja-. Es una carta que Giovanni me envió hace cuatro meses. Léala.

…no pasa una noche sin que sueñe que estoy dentro de ti… vuelvo a oír lo que me dices cuando estás a punto de alcanzar el orgasmo… e inmediatamente quisiera volver a empezar… cuando tu lengua…

Montalbano se ruborizó ligeramente, consideró que ya era suficiente y le devolvió la carta.

Tal vez fuera su imaginación, pero en lo más hondo de lo hondo de los profundos ojos de aquella mujer creyó ver aparecer y desaparecer un destello de… ¿ironía?, ¿diversión?

– La última vez que estuvo aquí su marido, ¿cómo se comportó?

– ¿Conmigo? Como siempre.

– Mire, señora, lo único que puedo hacer es darle un consejo, ¿cómo diría?, de carácter extraoficial. ¿Conoce el nombre del buque en que está embarcado su marido?

– Sí, el Ruy Barbosa.

– Pues entonces póngase en contacto con la empresa naviera. ¿Es italiana?

– No; brasileña, la Stevenson &` Guerra.

– ¿Tienen agente en Italia?

– Claro, en Nápoles. El agente se llama Pasquale Camera.

– ¿Tiene su dirección o número de teléfono?