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– Sí, lo tengo escrito aquí. -Sacó un papelito del bolso y se lo tendió a Montalbano.

– No, no me lo dé a mí. Es usted quien debe llamar para averiguar algo.

– No, yo no -repuso decididamente Dolores.

– ¿Por qué no?

– Porque no quisiera que mi marido pensara que yo… No, prefiero no hacerlo. Hágalo usted, por favor.

– ¡¿Yo?! Pero, señora, yo, como comisario, no…

– Diga que es un amigo de Giovanni que está preocupado porque no tiene noticias suyas desde hace tiempo.

– Mire, señora…

Dolores se inclinó hacia delante. Montalbano tenía los brazos apoyados sobre el escritorio. Ella posó sus manos, cálidas como si tuviera fiebre, sobre las de Montalbano, y luego sus dedos se introdujeron por los puños de la camisa del comisario; primero le acariciaron suavemente la piel, después se la apretaron como si fueran garras.

– Ayúdame -pidió.

– De… de… acuerdo -respondió Montalbano.

Se levantaron. El comisario fue a abrir la puerta. Y vio que media comisaría estaba en el vestíbulo, todos mirando con rostro aparentemente indiferente. Al parecer, Catarella había hecho correr la voz sobre la belleza de Dolores.

***

Una vez a solas, Montalbano se quitó la chaqueta, se desabrochó los puños y se arremangó.

Dolores le había dejado la señal de sus uñas, lo había marcado. Sentía una leve quemazón. Se olfateó los brazos: olían ligeramente a canela. ¿No sería mejor aclarar de inmediato la cuestión? ¿Y quitarse de encima a aquella mujer que parecía una leoparda? Cuantas menos ocasiones tuviera de verla, mejor.

– ¿Catarella? Márcame este número de Nápoles. Pero no digas que llamas desde una comisaría.

Tabla del och… Una voz femenina contestó de inmediato.

– Agencia marítima Camera.

– Davide Maraschi. Quisiera hablar con el señor Camera.

– Espere un momento.

Empezó a sonar una cancioncilla apropiada para el lugar: O sole mio.

– ¿Puede mantenerse a la espera? El señor Camera está en el otro teléfono.

Cancioncilla: Fenesta ca lucive.

– Un momentito más.

Cancioncilla: Guapparia.

Le gustaban las canciones napolitanas, pero empezó a desear un poco de rock. Desanimado y temiendo tener que escuchar todo el repertorio de Piedigrotta -el barrio napolitano famoso por sus concursos de canciones populares-, estaba a punto de colgar cuando una voz masculina dijo:

– ¿Sí? Soy Camera. ¿Con quién hablo?

¿Cómo coño le había dicho a la secretaria que se llamaba? Recordaba Davide, pero no el apellido. Sólo estaba seguro de que terminaba con «schi».

– Soy Davide Verzaschi.

– Dígame.

– Sólo le robaré unos minutos, pues veo que está muy ocupado. Oiga, ¿usted es el representante de la Stevenson &` Guerra?

– También.

– Menos mal. Verá, tengo la urgente necesidad de ponerme en contacto con alguien que está embarcado en el Ruy Barbosa. ¿Tendría la amabilidad de explicarme cómo puedo hacerlo?

– Pero ¿usted cómo pretende ponerse en contacto?

– Descartaría una paloma mensajera o señales de humo.

– No entiendo.

¿Por qué se hacía el gracioso? Igual Camera colgaba y adiós muy buenas.

– No sé; escribiendo, llamando por teléfono.

– Si dispone de un teléfono vía satélite, no tiene más que marcar el número.

– Ya lo he hecho, pero no me contesta nadie.

– Entiendo. Espere un momento que miro en el ordenador… Ya lo he encontrado: el Ruy Barbosa hará escala en Lisboa exactamente dentro de ocho días. Por consiguiente, usted puede mandarle una carta. Puedo facilitarle la dirección del representante portugués y…

– ¿No habría un medio más rápido? Tengo que transmitirle una mala noticia. Ha muerto su tía Adelaide, que para él era como una madre.

La pausa que siguió significaba que el señor Camera se debatía entre el deber y la compasión. Ganó esta última.

– Mire, voy a hacer una excepción dada la gravedad y urgencia del asunto. Le daré el móvil del segundo oficial, que también ejerce tareas de comisario. Tome nota.

¿Y ahora cómo salía del atolladero?… Pero ¡si el segundo oficial del Ruy Barbosa era la persona que buscaba, precisamente la persona de la que quería noticias!

– El segundo oficial -prosiguió Camera- se llama Couto Ribeiro, y su número es…

Pero ¿qué estaba diciendo?

– Perdone, pero ¿el segundo oficial no es Giovanni Alfano?

De golpe se produjo un silencio.

Y Montalbano se hundió en el consabido pánico que lo dominaba siempre que, mientras hablaba, se cortaba la línea. Era como si lo proyectaran al interior de una soledad sideral. Se puso a dar voces ansiosas:

– ¿Oiga? ¿Oigaaa?

– No grite. ¿Usted es familiar de Alfano?

– No. Giovanni y yo somos amigos, fuimos compañeros de escuela, y…

– ¿Desde dónde llama?

– Desde… desde Brindisi.

– O sea, que no está usted en Vigàta.

Elemental, querido Watson.

– ¿Desde cuándo no ve a Alfano? -inquirió Camera.

Pero ¿qué le pasaba? ¿Por qué tantas preguntas? Su voz era brusca, casi enojada.

– Pues… hará algo más de dos meses… Me dijo que su siguiente embarque sería en el Ruy Barbosa como segundo oficial. Por eso me ha extrañado. ¿Qué ha ocurrido?

– Ha ocurrido que no se presentó al embarque. Tuve que encargarme de la sustitución en el último momento, y no fue fácil. Su amigo me ha puesto en apuros, unos apuros muy serios.

– ¿Desde entonces no ha tenido noticias suyas?

– Tres días después me envió una nota para decirme que había encontrado algo mejor. Mire, si lo ve, dígale que Camera, en cuanto lo vea, le pateará el culo. Bien, ¿qué hacemos, señor…?

– Falaschi.

– ¿… quiere el número de Couto Ribeiro o no?

– Dígame.

– Acláreme primero una cosa, querido señor Panaschi. Acabo de decirle que Alfano no está en el Ruy Barbosa, así que ¿para qué quiere ponerse en contacto con el barco?

Montalbano colgó.

***

El primer pensamiento del comisario fue que Giovanni Alfano se había escapado a la chita callando del hogar doméstico, por decirlo como le gustaba al dottor Lattes. Navega hoy y navega mañana, desembarca hoy y desembarca mañana, seguro que había encontrado a otra mujer en otro puerto. A lo mejor una rubísima vikinga que sabía a agua y jabón, porque ya se había cansado de la morena carne colombiana que olía a canela.

Y ahora igual navegaba más feliz que unas pascuas por los fiordos del mar del Norte. Y adiós muy buenas. ¿Quién podría darle caza? ¡Buena la había armado el muy descarado! No se había presentado al embarque, le había enviado a Camera una nota con la falsa historia de que había encontrado un trabajo mejor, había regalado el móvil a un amigo diciéndole que, si por casualidad llamaba su mujer, fingiera ser él, y además le había pedido que le enviara a Dolores una postal falsa al cabo de unos dos meses. De esa manera obtenía una buena ventaja antes de que su esposa comprendiera que se había largado e iniciara la inútil búsqueda. Y ahora, ¿qué hacer?

¿Presentarse en via Guttuso número 12, llamar a la puerta y decirle a la leoparda que se había quedado viuda, aunque fuera blanca?

¿Cómo reaccionan las leopardas cuando se enteran de que su leopardo las ha abandonado? ¿Arañan? ¿Muerden? ¿Y si ésa, pongamos por caso, se echaba a llorar, se derrumbaba entre sus brazos y quería que la consolara? No; era una idea más bien peligrosa.

Quizá fuera mejor telefonear.

Pero ¿se pueden decir ciertas cosas por teléfono? Montalbano estaba convencido de que, a media conversación, se armaría un lío. No; más seguro escribirle una nota. Y aconsejarle, antes de presentar la denuncia de desaparición, que recurriera a ¿Quién lo ha visto?, el programa en que se buscaban, y a menudo se encontraban, personas desaparecidas antes incluso de que la policía entrara en acción.