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– ¿Por qué?

– Pues porque el imprimiable es de paisano y yo voy de uniforme.

– Pero ¿aquí quién te ve?

– Dottori, el uniforme siempre es el uniforme.

Catarella abrió la puerta, bajó, exclamó «¡ah!» y se alejó. Su desaparición fue tan rápida que Montalbano temió que hubiera caído en una zanja inundada y se estuviese ahogando. Bajó también y, en un santiamén, se vio resbalando unos diez metros con el trasero en el suelo por una pendiente fangosa, al final de la cual estaba Catarella, que parecía una escultura de arcilla fresca.

– Paré el chip justo en el borde y no me di cuenta, dottori.

– Ya lo he notado, Catarè. ¿Y ahora cómo hacemos para subir?

– Dottori, ¿ha visto que ahí empieza un camino? Yo voy delante y usted me sigue con cuidado, dottori, porque está muy risbaladizo.

Unos cincuenta metros más allá, el sendero giraba a la derecha. La intensidad de la lluvia impedía ver incluso a escasa distancia. De pronto, Montalbano oyó que lo llamaban desde arriba.

– ¡Dottore, estamos aquí!

Levantó los ojos. Fazio se encontraba en una especie de montículo al que se accedía por medio de tres peldaños excavados en la tierra. Se protegía con un enorme paraguas rojo y amarillo de pastor. ¿De dónde lo habría sacado? Para subir, Montalbano necesitó que Catarella lo empujara por detrás y que Fazio tirara de él hacia arriba. «Esta vida ya no es para mí», pensó con amargura. El montículo era una explanada muy pequeña delante de la boca de una cueva en la que se cabía de pie. El comisario palideció nada más entrar.

En la cueva hacía calor, había una hoguera en el interior de un círculo de piedras, y de la bóveda colgaba un quinqué que arrojaba suficiente luz alrededor. Sentados en taburetes hechos con ramas de árbol estaban Mimì y un sexagenario con una pipa en la boca, jugando a la escoba sobre una mesita hecha también de ramas. De vez en cuando bebían por turnos un sorbo de vino de una botella colocada en el suelo. Una escena pastoral. Tanto más cuando del cadáver no se veía ni la sombra. El sexagenario lo saludó; Mimì no. Desde hacía un mes, Augello se la tenía jurada al universo mundo.

– El muerto lo ha descubierto ese señor que está jugando con el dottor Augello -dijo Fazio señalando al hombre-. Se llama Pasquale Ajena y este terreno es suyo. Viene aquí todos los días. Ha arreglado la cueva porque aquí dentro come, descansa o se pasa el rato contemplando el paisaje.

– ¿Puedo saber humildemente dónde coño está el muerto?

– Dottore, parece que se encuentra unos cincuenta metros más abajo.

– ¡¿Cómo que parece?! ¿Todavía no lo habéis visto?

– No. Pasquale Ajena nos ha dicho que el lugar es prácticamente inaccesible si no para de llover.

– Pero ¡aquí parará de llover como mínimo esta noche!

– Dentro de una hora dejará de llover -intervino decidido Ajena-. Garantizado al cien por cien. Después volverá a empezar.

– ¿Y entretanto qué hacemos nosotros aquí?

– ¿Ha comido esta mañana? -preguntó Ajena.

– No.

– ¿Quiere un poco de queso fresco con una buena rebanada de pan de trigo hecho ayer?

El corazón de Montalbano se abrió de golpe a una brisa de alegría.

– ¿Por qué no?

Ajena se levantó, abrió un zurrón de considerable tamaño colgado de un clavo y sacó una hogaza de pan, un queso entero y otra botella de vino. Apartó las cartas y lo colocó todo encima de la mesita. Después se sacó de un bolsillo de los pantalones una navaja -de las que se usan para cortar jabón-, la abrió y la dejó junto al pan.

– Pueden servirse.

Se sirvieron.

– ¿Quiere decirme por lo menos cómo ha encontrado el cadáver? -preguntó Montalbano con la boca llena.

– ¡Pues no! -estalló Mimì Augello-. Antes he de terminar la partida. ¡Aún no he conseguido ganar ni una!

***

Mimì perdió también aquella partida y quiso la revancha, y después otra revancha más. Montalbano, Fazio y Catarella, que se estaba secando junto al fuego, se comieron el queso, tan tierno que se deshacía en la boca, y se bebieron toda la botella como quien no quiere la cosa.

Así transcurrió una hora.

Y, tal como había previsto Ajena, el cielo se despejó.

2

– Estaba aquí -dijo Ajena mirando hacia abajo-. En fin.

Se hallaban codo con codo por encima de una vereda estrecha, contemplando a sus pies un terreno muy inclinado, casi un precipicio. Pero no se trataba de terreno propiamente dicho. Era un conjunto de losas de arcilla grisáceas y amarillentas en cuyo interior no penetraba el agua, cubiertas, o mejor untadas, por una especie de pátina de traicionera espuma de afeitar, pues era evidente que bastaba poner un pie encima para ir a parar veinte metros más abajo.

– Estaba justamente aquí -repitió Ajena.

Y ahora ya no estaba. El muerto viajero, el muerto errante.

Durante el descenso hacia el lugar donde Ajena había visto el cadáver había sido imposible intercambiar palabra, porque habían tenido que caminar en fila india. Delante iba Pasquale Ajena, que se apoyaba en un bastón de pastor; detrás Montalbano, que se apoyaba en él con una mano sobre su hombro; después Augello, que se apoyaba en el hombro de Montalbano; y detrás Fazio, que se apoyaba en Augello.

Montalbano recordaba haber visto algo parecido en un célebre cuadro. ¿Brueghel? ¿El Bosco? Pero no era momento para pensar en arte.

Catarella, que era el último de la fila, aparte del último en orden jerárquico, no tenía valor para apoyarse en quien lo precedía, y por eso de vez en cuando resbalaba sobre el barro y chocaba contra Fazio, el cual chocaba contra Augello, el cual chocaba contra Montalbano, el cual chocaba contra Ajena, y todos corrían peligro de caer derribados como bolos.

– Oiga, Ajena -dijo Montalbano muy nervioso-, ¿está absolutamente seguro de que el lugar era éste?

– Comisario, aquí todo es mío, y yo vengo a diario tanto si llueve como si hace sol.

– Pues entonces vamos a hablar.

– Si a usía le apetece hablar, hablemos -repuso Ajena, encendiendo la pipa.

– El cadáver, según usted, ¿estaba aquí?

– ¿Es que está sordo? ¿Y qué significa «según usted»? Estaba justo aquí -contestó Ajena, señalando con la pipa el principio de las losas de arcilla, a escasa distancia de sus pies.

– O sea, que estaba a la vista, al aire libre.

– Digamos que sí y digamos que no.

– Explíquese mejor.

– Señor comisario, aquí todo es arcilla. Este lugar se llama desde siempre 'u critaru, el arcillar, y por eso…

– ¿Qué saca usted de un lugar como éste?

– Vendo la arcilla a los que hacen vasijas, tinajas, ánforas…

– Muy bien, siga.

– Bueno, pues cuando no llueve, y aquí llueve poco, la arcilla queda cubierta por la tierra que resbala desde la colina. Hay que excavar casi medio metro para encontrarla. ¿Me explico?

– Sí.

– Pero cuando llueve, si lo hace con fuerza, el agua se lleva la tierra que la cubre y la arcilla queda a la vista. Así ha ocurrido esta mañana: el agua se ha llevado la tierra hacia abajo y ha destapado al muerto.

– Por consiguiente, ¿usted me está diciendo que el cadáver había sido enterrado en el mantillo y que la lluvia lo ha desenterrado?

– Sí, señor. Precisamente. Yo pasaba por aquí para subir a la cueva, y así es como he visto la bolsa.

De inmediato se alzó un coro formado por las voces de Montalbano, Augello, Fazio y el propio Catarella.

– ¿Qué bolsa?

– Una bolsa grande, negra, de plástico, de las que se usan para la basura.

– ¿Cómo sabe que dentro había un cadáver? ¿La ha abierto?