– No era necesario abrirla. Se había roto un poco y por el agujero asomaba un pie con los cinco dedos cortados, de manera que me ha costado reconocerlo como un pie.
– ¿Ha dicho cortados?
– Cortados o comidos por algún perro.
– Comprendo. ¿Y entonces qué ha hecho?
– He seguido caminando y he llegado a la cueva.
– ¿Y cómo ha llamado a comisaría? -preguntó Fazio.
– Con el móvil que llevo en el bolsillo.
– ¿Qué hora era cuando ha visto la bolsa? -dijo Augello.
– Podían ser las seis de la mañana.
– ¿Y usted ha tardado más de una hora en llegar desde aquí a la cueva y llamarnos? -exclamó.
– A usía, perdone, ¿qué coño le importa el rato que haya tardado?
– ¡Vaya si me importa! -replicó Mimì enfurecido.
– Nosotros hemos recibido su llamada a las siete y veinte -explicó Fazio-. Una hora y veinte minutos después de que usted descubriera la bolsa.
– ¿Qué ha hecho? ¿Se ha tomado la molestia de avisar a alguien para que viniera a llevarse al muerto? -preguntó Augello, que de pronto parecía el policía taimado y perverso de las películas americanas.
Preocupado, Montalbano pensó que Mimì no estaba haciendo comedia.
– Pero ¿qué dice? ¿Qué le pasa por la cabeza? ¡Yo no he avisado a nadie!
– ¡Pues entonces díganos qué ha hecho durante esa hora y veinte minutos!
Mimì lo había apresado como un perro furioso y no lo soltaba.
– Me lo he pensado.
– ¿Se ha pasado una hora y media pensando?
– Sí, señor.
– ¿En qué?
– En si era mejor telefonear o no.
– ¿Por qué?
– Porque si uno tiene tratos con ustedes los mad… siempre sale perjudicado.
– ¿Iba a decir maderos? -preguntó Mimì con el rostro encarnado, a punto de darle un puñetazo.
– ¡Calma, Mimì! -exclamó Montalbano.
– Oiga -continuó Augello, que quería provocar al hombre-, para llegar a la cueva hay dos caminos, uno de subida y otro de bajada. ¿Es así?
– Exactamente.
– ¿Por qué a nosotros sólo nos ha indicado el camino de bajada? ¿Para que nos rompiéramos el cuello?
– Porque ustedes jamás habrían conseguido subir. El camino, con el agua que caía, se había vuelto de barro resbaladizo.
Se oyó un sordo retumbo. Todos miraron al cielo; el ojo de la tormenta, en lugar de abrirse, se iba cerrando. Y todos pensaron lo mismo: si no encontraban pronto el cadáver, corrían el riesgo de empaparse.
– ¿Usted cómo se explica que el cadáver ya no esté? -terció Montalbano.
– Bueno. O el agua y la tierra han arrastrado la bolsa hasta el fondo del precipicio o alguien ha venido a buscarlo.
– Quite, hombre -resopló Mimì-. Si alguien hubiera venido aquí para llevarse el cadáver, habría dejado huellas en el barro. En cambio, no se ve nada.
– ¿Y eso qué significa? -replicó Ajena-. Con toda el agua que ha caído, ¿usía todavía quiere encontrar huellas?
En ese momento de la discusión, vete tú a saber por qué, Catarella dio un paso al frente. Y fue el comienzo del segundo resbalón de la mañana. Le bastó con apoyar medio pie sobre la arcilla para efectuar una especie de paso de patinaje artístico, un pie sobre el camino, el otro sobre una losa. Fazio, que estaba a su lado, intentó agarrarlo al vuelo, pero no lo consiguió. Es más, con el movimiento que hizo, le dio un fuerte empujón involuntario. Entonces Catarella se quedó un instante con los brazos extendidos, después dio media vuelta, se puso de espaldas y patinó hacia delante.
– ¡El equilibrio perdí! -anunció, dando voces urbi et orbi.
Después cayó fuertemente de culo y, de esa manera, sentado en un invisible y pequeño trineo, empezó a coger velocidad, mientras Montalbano recordaba una regla de física aprendida en la escuela que decía: Motus in fine velocior, el movimiento es más rápido al final.
A continuación lo vieron caer hacia atrás, tumbado con la espalda sobre la arcilla, y avanzar a una velocidad de practicante de bobsleigh. La carrera terminó veinte metros más abajo, al final del precipicio, contra un gran matorral, donde el cuerpo de Catarella entró como un proyectil y desapareció.
Ninguno de los espectadores abrió la boca, ninguno se movió. Se habían quedado hechizados por el espectáculo.
– Organizad medidas de socorro -ordenó Montalbano poco después.
Todo el asunto le había tocado tanto los cojones que ni siquiera le apetecía reír.
– ¿Cómo se puede ir a recogerlo? -le preguntó Augello a Ajena.
– Bajando por este mismo caminito se pasa cerca del lugar.
– Pues entonces, vamos.
Pero en ese momento Catarella emergió del matorral. Durante el descenso había perdido los pantalones y los calzoncillos, y se cubría púdicamente sus vergüenzas con las manos.
– ¿Qué te has hecho? -le preguntó Fazio a gritos.
– Nada. He encontrado la bolsa del cadáver. Aquí está.
– ¿Bajamos? -preguntó Augello a Montalbano.
– No. Total, ahora ya sabemos dónde está. Tú, Fazio, ve al encuentro de Catarella. Tú, Mimì, espéralos en la cueva.
– ¿Y tú?
– Yo cojo el todoterreno y regreso a Marinella. Ya estoy más que harto.
– Perdona, ¿y la investigación?
– ¿Qué investigación, Mimì? Si el muerto fuera reciente, puede que nuestra investigación sirviese de algo. Pero a éste vete a saber cuándo y dónde lo mataron. Hay que llamar al ministerio público, al forense y a la Científica. Hazlo enseguida, Mimì.
– Pero ¡ésos tardarán unas dos horas como mínimo en llegar hasta aquí desde Montelusa!
– Y dentro de unas dos horas volverá a llover más fuerte -terció Ajena.
– Mejor así -dijo Montalbano-. ¿Tenemos que empaparnos sólo nosotros?
– Pero ¿yo qué hago en esas dos horas? -le preguntó Mimì en tono desabrido.
– Juegas a la escoba. -Después, al ver que Ajena se estaba alejando, añadió-: ¿Por qué has llamado a Catarella y le has dicho que mi presencia aquí era indispensable?
– Porque me parecía…
– Mimì, a ti no te parecía nada. Tú has querido que yo viniera con la única finalidad de tocarme los cojones haciendo que me empapara.
– Salvo, tú mismo lo has dicho hace un momento: ¿por qué teníamos que empaparnos sólo Fazio y yo mientras tú te quedabas calentito en la cama?
Montalbano no pudo menos que percibir la rabia que encerraban aquellas palabras. Mimì no lo había hecho en broma. Pero ¿qué le estaba ocurriendo?
Llegó a Marinella cuando acababa de empezar a diluviar. La hora de comer ya había pasado hacía un buen rato y, además, la mañana al aire libre le había abierto el apetito. Fue al cuarto de baño, se cambió de ropa y corrió a la cocina. Adelina le había preparado pasta 'ncasciata y, de segundo, conejo a la cazadora. Raras veces lo hacía, pero, cuando se lo preparaba, a Montalbano se le llenaban los ojos de lágrimas de alegría.
Fazio regresó a la comisaría cuando ya oscurecía. Debía de haber pasado por su casa para lavarse y cambiarse de ropa. Pero se lo veía cansado; la jornada en el arcillar no había sido fácil.
– ¿Y Mimì?
– Se ha ido a descansar, dottore. Se notaba unas décimas de fiebre.
– ¿Y Catarella?
– El tenía algo más de unas décimas. Como mínimo treinta y ocho. Quería venir a pesar de todo, pero yo le he ordenado que se fuera a la cama.
– ¿Habéis encontrado la bolsa?
– ¿Quiere saber una cosa, dottore? Cuando hemos regresado al arcillar junto con los de la Científica, el ministerio público, el doctor Pasquano y los camilleros, llovía a cántaros, y en el matorral donde Catarella decía haber encontrado la bolsa, la bolsa ya no estaba.