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– Bueno, ¡menuda lata de muerto! Así pues, ¿dónde estaba?

– El agua y el barro lo habían arrastrado diez metros más abajo. Pero una parte de la bolsa se había roto, y, por eso, algunos trozos…

– ¿Trozos? ¿Qué trozos?

– El muerto, antes de ser introducido en la bolsa, fue troceado.

O sea, que Ajena había visto bien: habían cortado los dedos del pie.

– ¿Y qué habéis hecho?

– Hemos tenido que esperar a que llegara Cocò desde Montelusa.

– ¿Y ése quién es? No lo conozco.

– Dottore, es un perro. Habilísimo. Ha encontrado cinco trozos, entre ellos la cabeza, que se habían escurrido de la bolsa y estaban diseminados por allí. A continuación, el doctor Pasquano ha dicho que, a simple vista, le parecía que el muerto estaba entero. Y así hemos podido regresar finalmente.

– ¿Tú has visto la cabeza?

– Sí, señor, pero no me ha servido de nada. El muerto ya no tenía cara. Se la habían borrado por completo, golpeándola decenas de veces con un martillo o una maza, un objeto pesado en cualquier caso.

– No querían un reconocimiento inmediato.

– Seguro, dottore. Porque también he visto que le cortaron el índice de la mano derecha. Le habían quemado la yema.

– ¿Y tú sabes lo que significa eso?

– Sí, señor dottore. Que, a lo mejor, el muerto tenía antecedentes penales y se le podría identificar con las huellas digitales. Y por eso han actuado en consecuencia.

– ¿Pasquano ha logrado estimar cuánto tiempo hace que lo mataron?

– Como mínimo, dos meses. Pero dice que tendrá que verlo mejor con la autopsia.

– ¿Sabes cuándo la hará?

– Mañana por la mañana.

– Y en dos meses nadie ha denunciado la desaparición de ese hombre.

– Dottore, las posibilidades son dos. O no la han denunciado o la han denunciado.

Montalbano lo miró con admiración.

– ¡Bien por ti, Fazio! ¿Sabes quién era el señor de La Palisse?

– No, señor dottore. ¿Quién era?

– Uno que un cuarto de hora antes de morir aún estaba vivo.

Fazio lo cogió al vuelo.

– ¡Pues no, dottore! ¡Usía tenía que dejarme terminar!

– Pues entonces termina; por un instante he temido que te hubieras contagiado de Catarella.

– Quería decir que es posible que se denunciara la desaparición del muerto, pero como nosotros no sabemos quién es el muerto…

– Comprendo. Lo único que podemos hacer es esperar a lo que Pasquano diga mañana.

***

En Marinella lo recibió el timbre del teléfono, que sonaba mientras él intentaba abrir la puerta de su casa, confundiéndose con las llaves.

– Hola, cariño, ¿cómo estás? -Era Livia; parecía contenta.

– He tenido una mañana bastante dura. ¿Y tú?

– Yo me lo he pasado muy bien. No he ido al despacho.

– Ah, ¿no? ¿Y por qué?

– No tenía ganas. Era una mañana preciosa. Ir a trabajar habría sido un pecado mortal. Un sol, Salvo de mi alma, que parecía el vuestro.

– ¿Y qué has hecho?

– Me he ido a dar un paseo.

– Claro, tú puedes permitírtelo -se le escapó.

Livia no se lo perdonó.

***

Más tarde se sentó malhumorado delante del televisor. Sobre una silla al lado de su butaca colocó dos platos, uno de aceitunas negras pasas, aceitunas y sardinas saladas, y otro con queso fresco y queso de Ragusa. Llenó también un vaso de vino pero, por si acaso, dejó la botella cerca. Encendió el televisor. Daban una película ambientada en un país asiático durante las grandes lluvias. Pero ¿cómo? ¿Fuera estaba diluviando de verdad y él estaba allí mirando un diluvio falso? Cambió de canal. Otra película. Una mujer, tumbada desnuda en una cama miraba con los ojos entornados a un muchacho que se estaba desnudando y se veía de espaldas. Cuando el chico se bajó los calzoncillos, la mujer abrió los ojos como platos, se medio incorporó y se llevó una mano a la boca, sorprendida y maravillada por lo que veía. Cambió de canal. El jefe del Gobierno explicaba por qué la economía del país se estaba yendo a la mierda: la primera razón era el ataque terrorista contra las Torres Gemelas; la segunda, el tsunami; la tercera, el euro; la cuarta, la oposición comunista, que no colaboraba… Cambió de canal. Un cardenal hablaba del carácter sagrado de la familia. Entre quienes lo escuchaban en primera fila había unos cuantos políticos, de los cuales dos estaban divorciados, otro convivía con una menor de edad tras haber abandonado a la mujer y tres hijos, un cuarto mantenía una familia oficial y dos familias oficiosas, y un quinto jamás se había casado porque era del dominio público que no le gustaban las mujeres. Todos aprobaban con rostro muy serio las palabras del cardenal. Cambió de canal. Y se le apareció la cara de culo de gallina de Pippo Ragonese, el periodista príncipe de Televigàta.

«…y, por consiguiente, el descubrimiento del cadáver de un hombre bárbaramente asesinado, cortado en pedazos e introducido en una bolsa de basura, nos inquieta por varias razones. Pero la principal es que la investigación se ha encomendado al comisario Salvo Montalbano de Vigàta, del cual, por desgracia, hemos tenido ocasión de ocuparnos otras veces. Le hemos reprochado no tanto tener ideas políticas (aunque todas sus palabras rezuman, en efecto, comunismo), sino más bien no tenerlas en el transcurso de sus investigaciones. O que si se le ocurre alguna idea, ésta siempre resulta absurda, descabellada, carente de fundamento. Quisiéramos hacerle una sugerencia. Pero ¿nos escuchará? La sugerencia es ésta: hace unos quince días, en las cercanías del lugar llamado 'u critaru, donde se encontró el cadáver, un cazador se tropezó con dos bolsas de plástico que contenían los restos de dos terneritos. ¿No podría haber una relación entre ambos hechos? ¿No podría tratarse de un rito satánico que…?»

Apagó el televisor. ¡Rito satánico, una mierda! Dejando a un lado que las dos bolsas se encontraron a cuatro kilómetros de distancia del critaru, se supo que habían sido abandonadas después de un operativo de los carabineros contra el sacrificio clandestino de reses.

Fue a acostarse, harto del universo mundo. Pero antes, soltando tacos, se tomó una aspirina. Con el remojón de la mañana y la maldita vejez, quizá sería mejor que se cuidara.

***

A la mañana siguiente, cuando se despertó después de una noche de sueño un tanto agitado y abrió la ventana, se quedó encantado. Brillaba un sol de julio en un cielo esplendoroso, como recién lavado con detergente. El mar, que llevaba dos días cubriendo por completo la playa, se había retirado, pero había dejado la playa llena de bolsas de basura, vasijas, botellas de plástico, cajas rotas y porquerías varias. Montalbano recordó que, en tiempos ya lejanos, cuando el mar se retiraba, dejaba en la arena sólo algas perfumadas y bellísimos caparazones de moluscos que eran como un regalo que el mar hada a los hombres. Ahora, en cambio, nos devolvía nuestra propia asquerosidad.

Y también recordó una sátira que había leído de pequeño y se llamaba El diluvio, donde se sostenía que el próximo diluvio no se debería al agua del cielo sino a la de todos los retretes, todas las letrinas, todas las cloacas y todos los pozos negros del mundo, que empezarían a vomitar irremediablemente hasta ahogarnos en nuestra propia mierda.

Salió a la galería y bajó a la playa.

El hueco que había entre la arena y la base de cemento que sostenía el suelo de la galería se había llenado por completo con un buen surtido de materiales más o menos repugnantes, entre ellos el esqueleto de un perro.