Soltando maldiciones como un poseso, entró de nuevo en casa, se puso unos guantes de cocina, cogió una especie de gancho que Adelina utilizaba para finalidades misteriosas y empezó a limpiar.
Al cabo de un cuarto de hora, sintió una punzada en la espalda que lo dejó paralizado. Pero ¿quién lo mandaba meterse en semejantes berenjenales a su edad?
– ¿De verdad estoy tan mal? -se preguntó.
Tuvo un arrebato de amor propio y reanudó la tarea a pesar del dolor. Cuando terminó de meter la basura en dos bolsas grandes, se notó todos los huesos doloridos. Pero tenía que seguir porque se le había ocurrido una idea. Entró en casa, escribió «CABRÓN» en una hoja en blanco y la introdujo en una de las bolsas. Después las colocó en el maletero de su coche, se duchó, se vistió y se fue.
3
Pasado un pueblo que se llamaba Rattusa, vio una cabina telefónica que funcionaba de milagro. Se detuvo, bajó y marcó un número.
– ¿El periodista Ragonese?
– Yo mismo. ¿Con quién hablo?
– Me llamo Russo, Luicino Russo, y soy cazador -contestó Montalbano disimulando la voz.
– Dígame, señor Russo.
– La cosa se ha repetido -dijo el comisario en tono conspirador.
– ¿Qué cosa, perdone?
– La del rito satánico del que usía habló ayer en la televisión. He encontrado otras dos bolsas.
– ¿De veras? -preguntó Ragonese, súbitamente interesado-. ¿Dónde las ha encontrado?
– Aquí -respondió, interpretando el papel de imbécil.
– ¿Aquí dónde?
– Aquí donde estoy.
– Sí, pero ¿dónde está?
– En el término de Spiranzella, precisamente donde hay cuatro grandes olivos. -A cincuenta kilómetros de distancia de la residencia del periodista-. ¿Qué hago? ¿Llamo a la policía?
– No, hombre; la llamaremos juntos. De momento no se mueva de ahí. Y, sobre todo, no avise a nadie. Voy enseguida.
– ¿Viene solo?
– No; con un cámara.
– ¿Y a mí me cogerá?
– ¿En qué sentido?
– ¿Me fotografiará a mí? ¿Me sacará en la televisión? Así me verá todo el mundo. Eso me gustaría mucho.
Volvió a subir al coche, llegó al término de Spiranzella, dejó las bolsas debajo de uno de los cuatro olivos y se fue.
Al entrar en la comisaría, encontró a Catarella en su sitio.
– Pero ¿tú no tenías fiebre?
– Me la he quitado, dottori.
– ¿Cómo?
– Me tomé cuatro aspirinas, luego me bebí un vaso de vino caliente y luego me acosté y me dormí. Así se me pasó.
– ¿Quién está en la comisaría?
– Fazio aún no ha venido, el dottori Augello ha tilifoniado que aún tenía unas cuantas décimas, pero que haría acto de presencia a lo largo de la mañana.
– ¿Hay alguna novedad?
– Hay un siñor que quiere hablar con usía y que se llama… espere que lo leo, me lo ha escrito en un papelito. Es un nombre muy fácil, pero lo he olvidado. Espere, aquí está: se llama Giacchetta.
– ¿Y te parece un nombre de esos que uno olvida?
– A mí me pasa, dottori.
– Bueno, yo voy a mi despacho y después lo haces pasar.
El hombre que se presentó era un cuarentón bien vestido, elegante, con el cabello impecablemente cortado, bigotito, gafas y pinta de perfecto empleado de banco.
– Siéntese, señor Giacchetta.
– Giacchetti. Me llamo Fabio Giacchetti.
Montalbano soltó un juramento para sus adentros ¿Por qué seguía fiándose de los nombres que le decía Catarella?
– Dígame, señor Giacchetti.
El hombre se sentó, se arregló la raya de los pantalones, se alisó el bigotito, se reclinó en la silla y miró al comisario.
– ¿Y bien?
– La verdad es que no sé si he hecho bien en venir aquí.
¡Oh, Virgen santa! Le había tocado el indeciso, el perplejo; la peor especie entre todos los que acudían a una comisaría.
– Mire, ésa es una cuestión que deba decidir usted. Yo no puedo darle una ayudita, tal como dicen en los concursos de la tele.
– Bueno, el caso es que anoche presencié una cosa… no sé cómo, en fin… una cosa que no sé cómo definir.
– Si usted decide contármela, quizá juntos conseguimos encontrarle una definición -propuso Montalbano, que empezaba a notar que le estaban tocando ligeramente los cojones-. Si, por el contrario, no me la cuenta, me despido de usted.
– Bueno, al principio me pareció… en un primer momento, pues, me pareció un pirata callejero, ¿sabe cómo son?
– Sí, sé distinguir un pirata callejero de un pirata de mar, ésos con el ojo tapado y la pata de palo. Mire, señor Giacchetti, no tengo mucho tiempo que perder. Empecemos por el principio, ¿le parece bien? Le haré unas cuantas preguntas, digamos, de precalentamiento.
– De acuerdo.
– ¿Usted es de aquí?
– No; soy romano.
– ¿Y qué hace en Vigàta?
– Desde hace tres meses dirijo la sucursal del Banco Cooperativo.
El comisario había acertado. Aquel hombre tenía que ver con los bancos. Se nota enseguida: el que maneja el dinero de los demás en esas catedrales que son los grandes bancos adquiere un aire austero, reservado, clerical, propio de quien tiene que celebrar ciertos ritos secretos, como el reciclaje de dinero sucio, la usura legal, las cuentas cifradas, la exportación clandestina de capitales. Sufren, en suma, de la misma deformación profesional que los sepultureros, quienes, a fuerza de manejar cadáveres todos los días, acaban pareciendo cadáveres ambulantes.
– ¿Dónde vive?
– Por ahora, a la espera de encontrar un apartamento decente, mi mujer y yo estamos alojados en un chaletito de sus padres sito en la carretera de Montereale. Nos han cedido su casa de campo.
– Bueno, si me dice lo que ha ocurrido…
– Anoche, sobre las dos, mi mujer, Elena, empezó a sentir dolores de parto. Entonces la metí en el coche y me dirigí al hospital de Montelusa…
Finalmente se había soltado.
– Justo a la entrada de Vigàta observé, a la luz de los faros, a una mujer que caminaba delante de mi coche. En aquel instante apareció un bólido, me adelantó casi rozándome, me pareció que derrapaba y apuntó hacia la mujer. Ésta se dio cuenta del peligro, pues sin duda oyó el rugido del motor, dio un salto hacia su derecha y cayó a la cuneta. El coche se detuvo unos segundos y después se alejó derrapando.
– En resumen, ¿no la arrolló?
– No. Ella consiguió apartarse.
– ¿Y usted qué hizo?
– Me detuve a pesar de que mi esposa se quejaba, porque se encontraba muy mal, y bajé. Entretanto la mujer se había levantado. Le pregunté si estaba herida y me contestó que no. Entonces le dije que subiera al coche, que la llevaría al pueblo. Aceptó. Durante el trayecto llegamos a la conclusión de que el conductor de aquel automóvil debía de haber bebido demasiado, que evidentemente había sido una broma imbécil. Después ella me indicó dónde tenía que parar y bajó. Pero antes me suplicó que no comentara con nadie lo que había visto. Me dio a entender que regresaba de un encuentro amoroso…
– ¿No le dijo por qué andaba sola por ahí a esa hora?
– Insinuó… dijo que se le había parado el coche y ya no había podido volver a ponerlo en marcha; después descubrió que ya no tenía gasolina.
– ¿Y cómo terminó la cosa?
Giacchetti se desconcertó.
– ¿Con la señora?
– No, con su esposa.
– No… no entiendo…
– ¿Ha sido usted padre o no?
Giacchetti se iluminó.
– Sí. De un varón.
– Enhorabuena. Dígame, ¿qué edad tendría la mujer?
Giacchetti sonrió.