Tomás Eloy Martínez
El Cantor De Tango
Para Sol Ana que ha vuelto
A enamorarse de Buenos Aires
Para Gabriela Esquivada,
Porque sin ella no existiría este libro
UNO
Setiembre 2001
Buenos Aires fue para mí sólo una ciudad de la literatura hasta el templado mediodía de invierno del año 2000 en que escuché por primera vez el nombre de Julio Martel. Poco antes había completado los exámenes de doctorado en Letras en la Universidad de Nueva York y estaba escribiendo una disertación sobre los ensayos que Jorge Luis Borges dedicó a los orígenes del tango. El trabajo avanzaba despacio y desorientado. Me atormentaba la sensación de estar llenando sólo páginas inútiles. Pasaba horas mirando a través de mi ventana las casas vecinas del Bowery, mientras la vida se retiraba de mí sin que yo supiera qué hacer para alcanzarla. Ya había perdido demasiada vida, y ni siquiera tenía el consuelo de que algo o alguien se la hubiera llevado.
Uno de mis profesores me había aconsejado viajar a Buenos Aires, pero no me parecía necesario. Había visto cientos de fotos y películas. Podía imaginar la humedad, el Río de la Plata, la llovizna, los paseos vacilantes de Borges por las calles del sur con su bastón de ciego. Tenía una colección de mapas y guías Baedeker publicadas en los años en que salieron sus libros. Suponía que era una ciudad parecida a Kuala Lumpur: tropical y exótica, falsamente moderna, habitada por descendientes de europeos que se habían acostumbrado a la barbarie.
Aquel mediodía me dispuse a caminar sin rumbo por el Village. Había tropeles de muchachos en el Tower Records de Broadway, pero no me detuve como otras veces. Guardad los labios por si vuelvo, pensé decirles, como en el poema de Luis Cernuda.
Adiós, dulces amantes invisibles,
siento no haber dormido en vuestros brazos.
Al pasar frente a la librería de la universidad recordé que quería comprar desde hacía mucho los diarios de viaje de Walter Benjamin. Los había leído en la biblioteca y me había quedado con las ganas de subrayarlos y escribir en los márgenes. ¿Qué podrían decirme sobre Buenos Aires esos apuntes remotos, que aluden a Moscú en 1926, a Berlín en 1900? "Importa poco no saber orientarse en una ciudad": ésa era una frase que yo quería resaltar con tinta amarilla.
Los libreros suelen colocar las obras de Benjamin en los estantes de Crítica Literaria. Vaya a saber por qué las habían desplazado al otro extremo del local, en Filosofía, junto a los pasillos de Estudios sobre la Mujer. Mientras caminaba derecho hacia mi destino, descubrí a Jean Franco examinando en cuclillas un libro sobre monjas mexicanas. Se me dirá que todo esto no tiene importancia y en verdad no la tiene, pero prefiero no pasar por alto el menor detalle. Miles de personas conocen a Jean y no hace falta que repita quién es. Supo que Borges iba a ser Borges antes que él mismo, creo. Hace cuarenta años descubrió la nueva novela latinoamericana cuando sólo se interesaban en ella los especialistas en naturalismo y regionalismo. Yo la había visitado apenas un par de veces en su departamento del Upper West Side, en Manhattan, pero me saludó como si nos viéramos todos los días. Le conté a grandes rasgos cuál era el tema de mi disertación y creo que me enredé. Ya ni sé cuántos minutos estuve tratando de explicarle que para Borges los verdaderos tangos eran los que se habían compuesto antes de 1910, cuando aún se bailaban en los burdeles, y no los que aparecieron después, influidos por el gusto de París y por las tarantelas genovesas. Sin duda, Jean conocía el asunto mejor que yo, porque sacó a relucir algunos títulos procaces que ya nadie recordaba: Soy tremendo, El fierrazo, Con qué trompieza que no dentra, La clavada.
– En Buenos Aires hay un tipo extraordinario que canta tangos muy viejos, -me dijo. No son ésos, pero tienen un aire de familia. Deberías oírlo.
– A lo mejor en Tower Records puedo conseguir algo de él, -respondí. ¿Cómo se llama?
– Julio Martel. No puedes conseguir nada porque jamás ha grabado una sola estrofa. No quiere mediadores entre su voz y el público. Una noche, cuando unos amigos me llevaron al Club del Vino, entró en el escenario rengueando y se arrimó a una banqueta. No puede caminar bien, no sé qué tiene en las piernas. El guitarrista que lo acompañaba interpretó primero, solo, una música muy rara, llena de cansancio. Cuando menos lo esperábamos, soltó su voz. Fue increíble. Quedé suspendida en el aire y, cuando la voz se apagó, no sabía cómo apartarme de ella, cómo volver a mí misma. Sabés que adoro la ópera, adoro a Raimondi, a la Callas, pero la experiencia de Martel es de otra esfera, casi sobrenatural.
– Como Gardel, -arriesgué.
– Tenés que oírlo. Es mejor que Gardel.
La imagen quedó dando vueltas en mi cabeza y terminó por convertirse en una idea fija. Durante meses no pude pensar en otra cosa que viajar a Buenos Aires para oír al cantor. Leía en internet todo lo que se publicaba sobre la ciudad. Sabía lo que se daba en los cines, en los teatros y la temperatura de cada día. Me resultaba perturbador que las estaciones se invirtieran al pasar de un hemisferio a otro. Las hojas estaban cayendo allá, y en Nueva York yo las veía nacer.
A fines de mayo de 2001, la escuela graduada de la universidad me asignó una de sus becas. Además, gané una Fulbright. Con ese dinero podría vivir seis meses, o más. Aunque Buenos Aires era una ciudad cara, los depósitos en los bancos producían un interés de nueve a doce por ciento. Supuse que me alcanzaría para alquilar un departamento amueblado en el centro y comprar libros.
Me habían dicho que el viaje al extremo sur era largo, pero lo que duró el mío fue una locura. Volé más de catorce horas, y con las escalas en Miami y en Santiago de Chile tardé veinte en llegar. Aterricé exhausto en el aeropuerto de Ezeiza. El espacio de Migraciones estaba ocupado por una lujosa tienda libre de impuestos que obligaba a los viajeros a formar fila, amontonados, debajo de una escalera. Cuando por fin salí de la aduana, me acosaron seis o siete choferes de taxis con ofertas para trasladarme a la ciudad. Los aparté a duras penas. Después de cambiar mis dólares por pesos -en aquella época valían lo mismo-, llamé por teléfono a la pensión recomendada por la oficina internacional de la universidad. El conserje me retuvo largo rato en la línea antes de informar que mi nombre no aparecía en ninguna lista y que la pensión estaba llena. "Si llamás la semana que viene tal vez tengamos suerte", -dijo al cortar, con un tuteo insolente que, según supe después, usaba todo el mundo-.
Detrás de mí, en la fila que esperaba el teléfono, había un muchacho desgarbado y mustio, que se roía las uñas con ahínco. Era una lástima, porque sus dedos largos, afilados, perdían gracia en los extremos romos. Los bíceps apenas le cabían en las mangas enrolladas de la camisa. Me impresionaron sus ojos negros y húmedos, que recordaban los de Omar Shariff.
– Te recagaron. Te forrearon, -me dijo. Siempre hacen lo mismo. En este país todo es grupo.
No supe qué responder. El idioma que hablaba no era el que yo conocía. Su acento, además, nada tenía en común con las cadencias italianas de los argentinos. Aspiraba las eses. La erre de forro, en vez de reverberar en el paladar, fluía a través de los dientes apretados. Le cedí el teléfono, pero se apartó de la fila y me siguió. La oficina de informaciones estaba a diez pasos y supuse que allí habría otros hoteles por el mismo precio.
– Si estás buscando dónde vivir yo te consigo lo mejor, -dijo. Algo luminoso, con vista a la calle, por cuatrocientos al mes. Te cambian las sábanas y las toallas una vez por semana. Tenés que compartir el baño, pero es relimpio. ¿Te animás?
– No sé, -respondí. En verdad, quería decir que no.
– Te lo puedo sacar por trescientos.
– ¿Dónde queda?, -pregunté, desplegando el mapa que había comprado en Rand McNally. Decidí ponerle reparos a cualquier sitio que me señalara.
– Tenés que entender que no es un hotel. Es algo más privado. Un residencial, en un edificio histórico. Garay entre Bolívar y Defensa.
Garay era la calle de "El Aleph", el cuento de Borges sobre el que yo había escrito uno de los trabajos finales de mi Maestría. Pero según el mapa, la pensión estaba a unas cinco cuadras de la casa señalada en el cuento.
– El aleph, -dije involuntariamente. Aunque parecía imposible que él entendiera esa referencia, el muchacho la cazó al vuelo.
– Eso mismo. ¿Cómo sabías? Una vez por mes, un ómnibus de la Municipalidad lleva a los turistas, les muestra el residencial desde afuera, y les dice: "Ésta es la casa del Ale". Que yo sepa, ahí nunca vivió ningún Ale famoso, pero igual hacen el verso. No te vayás a creer que molestan a nadie, ¿eh? Todo es tranqui. Los chabones sacan fotos, suben otra vez al bondi y gudbái.
– Quiero ver la casa, dije. Y el cuarto. A lo mejor se puede poner una mesa cerca de la ventana.
El muchacho tenía la nariz en arco, como el pico de un halcón. Era más fina que en los halcones y no le quedaba mal, porque el conjunto estaba dominado por su boca carnosa y por los grandes ojos. En el taxi me contó su vida, pero casi no le presté atención. El cansancio del largo vuelo me había atontado y, además, no podía creer que mi buena suerte me estuviera llevando hacia la casa de "El Aleph". Entendí a medias su nombre, que era Ornar u Oscar. Pero todo el mundo, -me dijo-, lo llamaba el Tucumano.