No era posible subir a las galerías interiores en silla de ruedas, ni menos circular por los estrechos pasadizos que daban al gran patio interior, cercado por ciento ochenta columnas de fundición. Ninguno de esos obstáculos arredró al cantor, que parecía poseído por una idea fija. "Tengo que llegar, Alcirita", decía. Quizá lo animaba la idea de que los centenares de obreros que trabajaron dieciséis horas diarias en la construcción del palacio, sin descansos dominicales ni treguas para comer, silbaban o tarareaban en los andamios los primeros tangos de la ciudad, los verdaderos, y luego los llevaban a los prostíbulos y a los conventillos donde pernoctaban, porque no conocían otra idea de la felicidad que aquella música entrecortada. O acaso, como pensaba Alcira, lo movía la curiosidad por observar el pequeño tanque de la esquina suroeste, coronado por la claraboya de la mansarda, que tanto podía servir para almacenar agua en tiempos de sequía extrema como para depositar los caños inservibles. Luego de estudiar los planos del palacio, el coronel Moori Koenig había elegido aquel cubículo para ocultar la momia de Evita Perón en 1955, luego de quitársela al embalsamador Pedro Ara, pero un impetuoso incendio en las casas vecinas se lo impidió cuando le faltaba poco para lograr su propósito. Allí también se había consumado, más de cien años antes, un crimen tan atroz que aún se hablaba de él en Buenos Aires, donde abundan los crímenes sin castigo.
Cada vez que Martel dejaba la silla de ruedas y decidía caminar apoyándose sobre muletas, corría peligro de que se le desgarrara un músculo y padeciera otro de sus dolorosos derrames internos. Esa tarde, sin embargo, como era imperioso subir las sinuosas escaleras de hierro para alcanzar los tanques más altos, se armó de paciencia y fue izando de peldaño en peldaño el peso de su cuerpo, mientras Alcira, detrás de él, llevando las muletas, rezaba para que no se le cayera encima. Descansaba cada tanto y, luego de algunas inspiraciones profundas, acometía los escalones siguientes, con las venas del cuello hinchadas y el pecho de paloma a punto de estallarle bajo la camisa. Aun cuando Alcira trató de disuadirlo una y otra vez, pensando en que el tormento se repetiría al bajar, el cantor seguía su camino como poseído. Cuando llegó a la cima, casi perdido el aliento, se derrumbó sobre uno de los salientes del hierro y permaneció unos minutos con los ojos cerrados hasta que la sangre le volvió al cuerpo. Pero al abrirlos el asombro lo dejó de nuevo sin respiración. Lo que vio superaba las escenografías oníricas de Metrópolis. Gargantas de cerámica, dinteles, persianas diminutas, válvulas, todo el recinto daba la impresión de ser el nido de un animal monstruoso. El agua había desaparecido hacía mucho tiempo de los doce tanques distribuidos en tres niveles, pero el recuerdo del agua todavía estaba allí, con sus silenciosas metamorfosis al entrar en los caños de bombeo y los peligrosos oleajes que la desfiguraban al menor embate de los vientos. Sobre todo los tanques de reserva, situados dentro de las cuatro mansardas, podían caer cuando arreciaban las sudestadas, quebrando el sutil equilibrio de los pilares, las chapas horizontales y las válvulas.
El agua rosada del río iba transfigurándose en su paso de un canal a otro, desprendiéndose en las esclusas de las orinas, los sémenes, los chismes de la ciudad y el frenesí de los pájaros, purificándose de su pasado de agua salvaje, de sus venenos de vida, y regresando a la transparencia de su origen hasta enclaustrarse en aquellos tanques atravesados por serpentinas y vigas, pero despierta, aun en el recuerdo, siempre despierta, porque era la única, el agua, que sabía orientarse en los entresijos de aquel laberinto.
El patio central, que Boye pensó destinar a baños públicos pero que la adiposidad de la construcción había reducido a un cuadrado de trescientos metros de superficie, estaba cubierto por mosaicos calcáreos cuyos extravagantes diseños imitaban obsesivamente la geometría de los caleidoscopios. A esa hora de la tarde en que la luz de las claraboyas caía de lleno, se elevaban del piso vapores de color aún más vivo que los del arco iris, formando arcos y reverberos que se desbarataban cuando hasta el sonido más tenue estremecía la caverna. Martel se acercó a una de las barandas que separaban los tanques del abismo y entonó Aaaaaaa. Los colores se agitaron enloquecidos, y el eco de los metales dormidos repitió infinitas veces la vocaclass="underline" aaaaaaaa.
Después, su cuerpo se irguió hasta alcanzar una estatura que parecía la de otro ser, gallardo y elástico. Alcira creyó que algún milagro le había devuelto la salud. El pelo, que Martel siempre peinaba a la gomina, aplastándolo y alisándolo para que se pareciera al de su ídolo Carlos Gardel, se le alzaba entonces rebelde y ensortijado. Tenía la cara transfigurada por una expresiónatónita que reflejaba a la vez beatitud y salvajismo, como si el palacio lo hubiera hechizado.
Le oí cantar entonces una canción de otro mundo -me contó Alcira-, con una voz que parecía contener miles de otras voces dolientes. Debía de ser un tango anterior al diluvio de Noé, porque lo expresaba con un lenguaje aún menos comprensible que el de sus obras de repertorio; eran más bien chispas fonéticas, sonidos al voleo en los que se podían discernir sentimientos como la pena, el abandono, el lamento por la felicidad perdida, la añoranza del hogar, a los que sólo la voz de Martel les daba algún sentido. ¿Qué quieren decir brenai, ayaúú, panísola, porque era más o menos eso lo que cantaba? Sentí que sobre aquella música caía no un solo pasado sino todos los que la ciudad había conocido desde los tiempos más remotos, cuando era sólo un pajonal inútil.
La canción duró dos a tres minutos. Martel estaba exhausto cuando la terminó, y a duras penas alcanzó a sentarse en la saliente de hierro. Algo sutil se había modificado en el recinto. Los inmensos tanques seguían reflejando, ya muy apagadas, las últimas ondas de la voz, y la luz de las claraboyas, al rozar los húmedos mosaicos del patio, levantaba figuras de humo que nunca se repetían. No eran esas variaciones las que llamaron la atención de Alcira, sin embargo, sino un inesperado despertar de los objetos. ¿Estaría girando la manivela de alguna válvula? ¿Sería posible que la rutina del agua, interrumpida desde 1915, estuviera desperezándose en las esclusas? Esas cosas jamás suceden, se dijo. Sin embargo, la puerta del tanque de la esquina suroeste, sellada por la herrumbre de los goznes, estaba ahora entreabierta y una claridad lechosa marcaba la hendidura. El cantor se levantó, empujado por otro flujo de energía, y avanzó hacia el lugar. Fingí que me apoyaba en él para que él se apoyara en mí, me contó Alcira meses más tarde. Fui yo quien abrió la puerta por completo, dijo. Un poderoso vaho de muerte y de humedad me dejó sin aliento. Algo había en el tanque, pero no vimos nada. Por fuera, lo tapaba una mansarda de escenografía, con dos claraboyas que dejaban entrar el sol de las tres de la tarde. Del piso, lustroso como si nadie lo hubiera tocado jamás, se alzaba la misma niebla que habíamos visto en otras partes del palacio. Pero el silencio era allí más denso: tan absoluto que casi se podía tocar. Ni Martel ni yo nos atrevimos a hablar, aunque ambos pensábamos entonces lo que al salir del palacio nos dijimos de viva voz: que la puerta del tanque había sido abierta por el fantasma de la adolescente atormentada un siglo antes en ese agujero.
La desaparición de Felicitas Alcántara sucedió el último mediodía de 1899. Acababa de cumplir catorce años y su belleza era famosa desde antes de la adolescencia. Alta, de modales perezosos, tenía unos ojos tornasolados y atónitos, que envenenaban al instante con un amor inevitable. La habían pedido muchas veces en matrimonio, pero sus padres consideraban que era digna sólo de un príncipe. A fines del siglo XIX no llegaban príncipes a Buenos Aires. Faltaban aún veinticinco años para que aparecieran Umberto de Saboya, Eduardo de Windsor y el maharajá de Kapurtala. Los Alcántara vivían, por lo tanto, en una voluntaria reclusión. Su residencia borbónica, situada en San Isidro, a orillas del Río de la Plata, estaba ornada, como el Palacio de Aguas, por cuatro torres revestidas de pizarra y carey. Eran tan ostentosas que en los días claros se las podía distinguir desde las costas del Uruguay.
El 31 de diciembre, poco después de la una de la tarde, Felicitas y sus cuatro hermanas menores se refrescaban en las aguas amarillas del río. Las institutrices de la familia las vigilaban en francés. Eran demasiadas y no conocían las costumbres del país. Para entretenerse, escribían cartas a sus familias o se contaban infortunios de amor mientras las niñas desaparecían de la vista, en los juncales de la playa. Desde los fogones de la casa llegaba el olor de los lechones y pavos que estaban asándose para la comida de medianoche. En el cielo sin nubes volaban los pájaros en ráfagas desordenadas, acometiéndose a picotazos. Una de las institutrices comentó como al pasar que, en el pueblo gascón de donde provenía, no había presagio peor que la ira de los pájaros.