Así sucedía también en 1841, cuando Esteban Echeverría escribió El matadero, el primer cuento argentino, en el que la crueldad con el ganado es la réplica de la bárbara crueldad que en el país se ejerce con los hombres. Aunque el matadero no está ahora detrás de las recovas y se ha diseminado en decenas de frigoríficos, fuera del perímetro urbano los ritos del sacrificio no han cambiado. Sólo se ha añadido otro paso de danza, la picana, que consiste en dos polos de cobre a través de los cuales se lanza una descarga eléctrica. Cuando se aplica sobre el lomo de los animales, la picana va arreándolos hacia las rampas de sacrificio. En 1932, un comisario de policía llamado Leopoldo Lugones, hijo del máximo poeta nacional -su homónimo-, advirtió que el instrumento era eficaz para torturar a los seres humanos, y ordenó ensayar las descargas en el cuerpo de los presos políticos, eligiendo las zonas blandas donde el dolor puede ser más intolerable: los genitales, las encías, el ano, los pezones, los oídos, las fosas nasales, con la intención de aniquilar todo pensamiento o deseo y de convertir a las víctimas en no personas.
Escribí una lista de esos detalles con la esperanza de encontrar el indicio que llevaba a Martel a cantar ante el viejo matadero, pero aunque los repasé una y otra vez no supe verlo. Alcira Villar me habría dado la clave, pero entonces yo no la conocía. Ella me diría después que Martel trataba de recuperar el pasado tal como había sido, sin las desfiguraciones de la memoria. Sabía que el pasado se mantiene intacto en alguna parte, en forma no de presente sino de eternidad: lo que fue y sigue siendo aún será lo mismo mañana, algo así como la Idea Primordial de Platón o los cristales de tiempo de Bergson, aunque el cantor jamás había oído hablar de ellos.
Según Alcira, el interés de Martel por los espejismos del tiempo comenzó en el cine Tita Merello, un día de junio, cuando fueron a ver juntos dos películas de Carlos Gardel filmadas en Joinville, Melodía de arrabal y Luces de Buenos Aires. Martel había observado a su ídolo con tanta intensidad que por momentos sintió -dijo entonces- que él era el otro. Ni siquiera la pésima proyección de las películas lo había desilusionado. En la soledad de la sala, cantó en voz baja, a dúo con la voz de la pantalla, dos de los tangos, Tomo y obligo y Silencio. Alcira no advirtió la menor diferencia entre un cantor y otro.
– Cuando Martel imitaba a Gardel, era Gardel, -me dijo. Cuando se empeñaba en ser él mismo, era mejor.
Volvieron a ver las dos películas al día siguiente en la función de la tarde y, al salir, el cantor decidió comprar las copias en video que se vendían en un negocio de Corrientes y Rodríguez Peña. Durante una semana no hizo otra cosa que repetirlas en el televisor, dormir de a ratos, comer algo, y volver a verlas, me contó Alcira. Las detenía para observar el paisaje rural, los cafés de la época, las verdulerías, los casinos. A Gardel, en cambio, lo escuchaba embelesado, sin pausas. Cuando todo terminó, me dijo que el pasado de las películas era un artificio. El timbre de las voces se conservaba casi tan nítido como en las grabaciones que rehacían los estudios, pero el alrededor era cartón pintado y, aunque lo que veíamos era el mismo cartón del día en que lo filmaron, la mirada lo iba degradando, como si en el tiempo hubiera una fuerza de gravedad incorregible. Ni aun entonces dejó de pensar, me dijo Alcira, que el pasado estaba intacto en alguna parte, tal vez no en la memoria de las personas, como podríamos suponer, sino fuera de nosotros, en un sitio impreciso de la realidad.
Yo no sabía nada de eso cuando fui a la recova del mercado de Liniers a las once de la mañana, al día siguiente de mi encuentro con Valeria. Entre una marea de cables, junto a dos camiones cargados con reflectores y equipos de sonido, divisé a los galancitos de La Brigada con zapatos de charol y tacos altos. La filmación había terminado y no me les acerqué. El lugar estaba iluminado por el dulce sol de noviembre y, aunque la humedad y la vejez lo cuarteaban, mantenía su severa belleza. Tras las arcadas de la recova se vislumbraban zaguanes y escaleras que llevaban a las oficinas de un sindicato, una escuela de cerámica y la junta vecinal, mientras enfrente se anunciaba un museo criollo que no quise visitar. Al centro, una torre de veinte metros coronada por un reloj vertía su sombra sobre la Plazoleta del Resero, en la que crecían algunas tipas, como en el parque Lezama.
Aunque el trajín de la calle era incesante a esa hora y los colectivos pasaban repletos, dejando una estela de sonidos asmáticos, el aire olía a vacas, terneros y pasto húmedo. Mientras esperaba el mediodía, entré al mercado. Una intrincada red de corredores circundaba los corrales. Pese a la hora tardía, dos mil reses esperaban turno para ser rematadas. Los consignatarios ejecutaban en aquellas galerías un minué inimitable, uno de cuyos pasos era discutir entre sí los precios de la hacienda, a la vez que escribían jeroglíficos en sus agendas electrónicas, hablaban por los teléfonos celulares e intercambiaban señas con sus socios, sin confundirse ni perder el paso. En una ocasión oí sonar a lo lejos la campana catedralicia que llamaba a remate, mientras los arrieros llevaban las reses de un corral a otro. Después de haber visto Faena, saber el destino que aguardaba a cada uno de aquellos animales -un destino inevitable que, sin embargo, aún no había sucedido- me llenó de una intolerable desesperación. Ya están en la muerte, me dije, pero la muerte les llegará mañana. ¿Qué diferencia había para ellos entre el no ser de ahora y el no ser del día siguiente? ¿Qué diferencia hay ya entre lo que soy ahora y lo que esta ciudad hará de mí: algo que me está pasando en este instante y que, como las reses a punto de ser sacrificadas, no puedo ver? ¿Qué hará Martel de mí mientras hace otra cosa de sí mismo?
Pronto iba a ser mediodía y apuré el paso para llegar a tiempo a las recovas. Si el cantor quería el sitio pa ra él solo, tal vez fuera acompañado por una orquesta. El estruendo de los camiones y de los colectivos apagaría su voz, pero yo iba a estar al lado para oírla. La bebería si era necesario. Ya por entonces se movía sólo en silla de ruedas y no podía quedarse más de una hora en el mismo lugar: sufría de convulsiones o desmayos, se le descontrolaban los esfínteres.
A la una menos cuarto, sin embargo, no había llegado todavía. El aroma de los guisos que se cocinaban en la vecindad convergían sobre la plazoleta del Resero y me acicateaban el hambre. Estaba sin dormir y en toda la noche sólo había tomado un par de cafés en el Británico. De la ochava del bar Oviedo salían oficinistas y matronas con paquetes de comida, y tuve la tentación de cruzar la calle y comprar algún bocado yo también. Sentía un ligero mareo y habría pagado todo lo que tenía por un plato de cualquier guiso, aunque en verdad no sé si habría podido disfrutarlo. Estaba ansioso, con una angustia que no podía explicar, y el vago presentimiento de que Martel no vendría.
Nunca lo vi llegar, en verdad. Me marché de las recovas a eso de las dos y media. Quería estar lejos del mercado, lejos de Mataderos y también lejos del mundo. Un colectivo me dejó a pocas cuadras de la pensión, junto a una fonda donde me sirvieron una infame sopa de fideos. Llegué a mi cuarto poco antes de las cinco, me arrojé en la cama y dormí hasta el día siguiente.
Cuando aludía a un lugar, Martel nunca era literal, pero yo me engañaba cada vez creyendo lo contrario. Si los galancitos de La Brigada hubieran dicho que iba a evocar a las esclavas blancas de la Zwi Migdal, lo habría buscado en cualquiera de los prostíbulos que esa sociedad de rufianes administraba cerca de Junín y Tucumán, en la manzana purificada ahora por librerías, video clubes y distribuidoras de películas. No se me habría ocurrido, por ejemplo, ir a la esquina de Libertador y Billinghurst, en la que a principios del siglo XX había un café clandestino, con un tablado al fondo, donde las mujeres traídas como ganado desde Polonia y Francia eran rematadas al mejor postor. Y menos aún habría imaginado que Martel podría cantar en el caserón de la Avenida de los Corrales donde en 1977 la ex prostituta Violeta Miller mandó a la muerte a su enfermera Catalina Godel.
Lo esperé en la Plazoleta del Resero y no lo vi, porque él estaba dentro de un automóvil detenido en la esquina de la recova sur, junto con el guitarrista Tulio Sabadell.
Sólo a fines de enero, cuando estaba yéndome de Buenos Aires, supe lo que había pasado. Alcira Villar me contó entonces que el cantor tuvo aquella mañana un vómito de sangre. Al tomarle la presión, advirtió que la tenía por los suelos. Quiso disuadirlo de que saliera, pero él insistió. Estaba pálido, le dolían las articulaciones y se le había hinchado el estómago. Cuando lo subimos al auto, creí que nunca llegaríamos, me dijo Alcira. A los quince minutos, sin embargo, se recuperó. A veces la enfermedad se le escondía dentro del cuerpo, como un gato asustado, y otras veces salía de allí y mostraba los dientes. También a Martel lo tomaba por sorpresa, pero él sabía sosegarla y hasta fingir que no existía.