– Íbamos aquella mañana por la autopista de Ezeiza, -siguió Alcira, y, cuando estábamos por entrar en la avenida General Paz, los dolores se le retiraron tan imprevistamente como habían venido. Me pidió que nos detuviéramos a comprar un ramo de camelias y me dijo que, después de ver las películas de Gardel, había decidido cantar algunos tangos de los años 30. Durante los días anteriores estuvo ensayando Margarita Gauthier, que su madre entonaba al lavar la ropa. "Era un acto reflejo en ella", le había dicho Martel. "Restregaba las camisas y el tango se le instalaba en el cuerpo sin que lo llamaran.” Pero esa mañana quería empezar su recital privado con Volver, de Gardel y Le Pera.
– Sabadell y yo nos sorprendimos, -me dijo Alcira, cuando rompió a cantar en el auto, con voz de barítono, una estrofa de Volver que reflejaba, o al menos así me parecía, su conflicto con el tiempo:
Más extraño fue que repitiera la melodía en clave de fa, con voz de bajo profundo y luego, sin transición casi, que la cantara como tenor. Nunca le había oído mover la voz de un registro a otro, porque Martel era un tenor natural, y tampoco nunca volvió a jugar de esa manera delante de mí. Estaba muy atento a nuestras reacciones, sobre todo a la de Sabadell, que lo miraba con incredulidad. Yo sólo recuerdo mi admiración, porque el tránsito de una voz a otra, lejos de ser brusco, era casi imperceptible, y aún ahora no sé cómo lo hizo.
– Ya antes de que llegáramos a la Avenida de los Corrales, -me contó Alcira-, Martel entró en uno de esos humores sombríos que tanto me inquietaban, y permaneció en silencio, con la mirada en ninguna parte. Al pasar por una casa con balcones, que parecía deshabitada y cuyo único adorno eran las ruinas de un techo de vidrio, el conductor de nuestro auto intentó estacionar, obedeciendo quizás a una orden que Sabadell y yo desconocíamos. Sólo entonces Martel salió de su marasmo y le pidió que siguiera sin detenerse hasta la plazoleta del Resero.
– No bajamos del automóvil, -dijo Alcira. Martel le pidió a Sabadell que depositara el ramo de camelias a la entrada de un dispensario, en la recova sur, y que lo custodiara un momento para que nadie se lo llevara. Mientras lo hacía, permaneció con la cabeza baja, sin decir una sola palabra. A nuestro alrededor desfilaban camiones con acoplados, colectivos y motocicletas, pero la voluntad de silencio de Martel era tan profunda y dominante que no recuerdo haber oído nada, y lo que ha quedado en mí son apenas las sombras fugaces de los vehículos, y la estampa de Sabadell, que parecía desnudo sin su guitarra.
Dos meses más tarde, durante una de nuestras largas conversaciones en el café La Paz, Alcira me contó quién era Violeta Miller y por qué Martel había dejado las camelias en el lugar donde fue asesinada Catalina Godel.
– Dudo que hayas oído hablar de la Zwi Migdal, -me dijo entonces. A comienzos del siglo XX, casi todos los burdeles de Buenos Aires dependían de esa mafia de cafishios judíos. Los enviados de la Migdal viajaban por las aldeas míseras de Polonia, Galitzia, Besarabia y Ucrania, en busca de muchachas también judías a las que iban seduciendo con falsas promesas de matrimonio. En algunos casos llegaron a celebrarse esas bodas ilusorias en una sinagoga donde todo era un fraude: el rabino y los diez obligatorios partícipes de la minyan. Después de una iniciación brutal, las víctimas eran confinadas en prostíbulos donde trabajaban de catorce a dieciséis horas por día, hasta que sus cuerpos se volvían escombros.
Violeta Miller fue una de esas mujeres, me contó Alcira. Tercera hija de un sastre de los suburbios de Lodz, analfabeta y sin dote, una mañana de 1914 aceptó, a la salida de la sinagoga, la compañía de un comerciante de buenos modales que la visitó otras dos veces y a la tercera le propuso matrimonio. A la muchacha le pareció el colmo de la felicidad lo que en verdad era el principio de su perdición. En el barco, cuando emprendía el viaje de recién casada a Buenos Aires, supo que el marido llevaba otras siete esposas a bordo, y que todas ellas estaban destinadas a los quilombos argentinos.
La misma noche de la llegada la remataron con un lote de otras seis polacas. Vestida de colegiala, subió al tablado del café Parisién. Alguien le ordenó que alzara las manos y moviera los dedos si le preguntaban en Yidish cuántos años tenía, para indicar que sumaban doce. En verdad ya había cumplido quince, pero era lampiña, no tenía pechos y había menstruado muy pocas veces, a intervalos irregulares.
El chulo que la compró gobernaba un burdel de doce párvulas. Desvirgó a Violeta sin el menor preámbulo y, al amanecer, cuando la oyó quejarse, la silenció con latigazos que tardaron una semana en cicatrizar. Así, llagada y maltrecha, fue obligada a servir desde las cuatro de la tarde hasta el amanecer siguiente, saciando a estibadores y oficinistas que le hablaban en lenguas ininteligibles. Intentó fugarse, y la detuvieron a pocos metros de la casa. El rufián la castigó marcándola en la espalda con un hierro de ganado. Sufrir todos los dolores de una vez es preferible al purgatorio que está quemándome en vida, se dijo Violeta, y decidió ayunar hasta la extenuación. Aguantó una semana bebiendo sólo un vaso de agua, y se habría dejado morir si las madamas que la custodiaban no le hubieran lle vado en una caja de cartón la oreja de otra pupila fugitiva, advirtiéndole que, si no cedía, la iban a dejar sin ojos para que no pudiera defenderse.
Durante cinco años, Violeta fue trasladada de un quilombo a otro. Vivía en Buenos Aires sin saber cómo era la ciudad: una lámpara eléctrica estaba siempre encendida en su cuarto para que no distinguiera entre la noche y el día. La pequeñez de su cuerpo atraía a un sinnúmero de clientes perversos, que la creían impúber y confundían su desgano con inexperiencia. A fines del verano de 1920 contrajo unas fiebres tenaces que la dejaron postrada durante meses. Acaso habría muerto si un albañil también polaco, al que Violeta había confiado la historia de sus desgracias, no hubiera aprovechado sus visitas para entregarle en secreto frasquitos de glucosa y sellos antipiréticos. Dos meses más tarde, cuando la pobre estaba todavía convaleciente, una de las compañeras de infortunio le sopló que la pondrían de nuevo en venta. Era una noticia atroz, porque tenía el cuerpo maltrecho por las fiebres y el uso, y en el Chaco, donde terminaban sus vidas las desdichadas como ella, se trabajaba hasta cuando reventaban los esfínteres.
Durante los cinco años y medio de su martirio, Violeta había logrado ahorrar, centavo a centavo, el dinero de las propinas. Tenía doscientos cincuenta pesos, la quinta parte de lo que pagaron por ella en el primer remate, y, con la nada que valía, quizás habría podido comprarse a sí misma. Eso era imposible, porque las mujeres eran entregadas sólo a gente del mismo negocio. Desesperada, le preguntó al albañil si alguno de sus conocidos querría fingirse rufián. Debía ser alguien audaz. Después de muchas diligencias, un actor de circo aceptó representar el papel. Se presentó como italiano, mencionó un imaginario burdel en la Isla Grande de Chiloé, y cerró el trato en menos de media hora. Una semana más tarde, Violeta estaba libre.
Viajó en trenes de carga hacia el noroeste de la Argentina. Se quedaba pocos meses en algún pueblo tedioso, trabajando como criada o dependiente de almacén y, cuando temía que le descubrieran el rastro, huía hacia otro pueblo. En la travesía aprendió el alfabeto y el catecismo de la religión católica. Al final del tercer invierno desembarcó en Catamarca. Allí se sintió a salvo y decidió quedarse. Se alojó en el mejor hotel de la ciudad y en un par de semanas gastó casi todos los ahorros que llevaba. Fue suficiente, porque en ese tiempo ya había seducido al gerente del hotel y al tesorero del banco de la provincia. Ambos eran temerosos de Dios y de sus esposas, y Violeta obtuvo de ellos más de lo que podían dar: uno le pagó la habitación que ocupaba por todo el tiempo que se le dio la gana, el otro le concedió un par de préstamos a bajo interés, y la presentó a las damas del Apostolado de la Oración, que se reunían los viernes a rezar el rosario. Decidida a recuperar por cualquier medio la felicidad y el respeto que había perdido en su vida de puta obligatoria, Violeta les abrió el corazón. Les contó que había nacido judía, pero que su mayor deseo, desde niña, era recibir la luz de Cristo. Las damas convencieron al obispo de que la bautizara, y sirvieron como madrinas en la ceremonia.
Catamarca era una ciudad devota de la Virgen del Valle, y Violeta se valió de sus relaciones para abrir un comercio de objetos religiosos, en el que vendía medallas bendecidas por Roma, imágenes de la Virgen para las escuelas, ex votos para los enfermos curados por milagro e indulgencias plenarias para los moribundos. Los promesantes acudían de los lugares más remotos, y ese incesante tráfico la convirtió en una mujer riquísima. Era generosa con la Iglesia, mantenía un comedor para pobres y los primeros viernes de cada mes llevaba juguetes al Hospital de Niños. Su pequeñez, que tantas penurias le había ocasionado en los prostíbulos, era tomada en Catamarca por señal de distinción. En varias ocasiones le propusieron matrimonio, y cada vez Violeta rechazó a sus pretendientes con delicadeza. Estaba comprometida con Nuestro Señor, -les dijo, y le había ofrecido su castidad. Al menos a medias, eso era cierto: jamás le había interesado el sexo, y menos después de todo el que había tenido a la fuerza. Odiaba el sudor agrio y la violencia de los machos. Odiaba al género humano. A veces también se odiaba a sí misma.