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Así vivió más de cuarenta y cinco años. Con una felicidad que no podía declarar, leyó que los mafiosos de la Zwi Migdal habían caído uno tras otro por la denuncia de una pupila valiente, e hizo llegar medallas de la Virgen al comisario y al juez que los metieron en la cárcel.

Nunca supo una palabra de sus hermanas, a las que imaginó asesinadas en algún campo de concentración, nunca quiso volver a Lodz, y ni siquiera aceptó ver las escasas películas sobre el holocausto que se pasaron en Catamarca. De lo único que sentía melancolía era de la Buenos Aires que no le habían permitido conocer.

Al cumplir setenta años, decidió morir como una dama de respeto en la ciudad donde sólo había sido esclava. En uno de sus raros viajes a la capital, compró un terreno en el barrio de Mataderos, sobre la Avenida de los Corrales. Encomendó a un renombrado estudio de arquitectos que construyera allí una casa idéntica a las que había envidiado en el Lodz de su adolescencia, con un comedor para catorce invitados, un dormitorio con guardarropas de pared a pared, bañeras de mármol en las que cabía sin encogerse, y una biblioteca con estanterías hasta el techo, colmadas por volúmenes encuadernados que eligió por la viveza de los colores y por los tamaños uniformes. Cuando la casa estuvo lista, se mudó a Buenos Aires sin despedirse de nadie.

Como en sus paseos por los valles de Catamarca se había aficionado a observar las constelaciones, dispuso que todas las habitaciones de la nueva casa tuvieran un techo de vidrio blindado, lo que obligó a los arquitectos a diseñar un trapezoide con un complicado sistema de desagües y finísimas membranas de impermeabilización, más dispositivos eléctricos que permitían abrir partes del techo en los días claros y cubrir la luz al amanecer.

El mayor de los lujos fue, sin embargo, una plataforma de mármol que se alzaba a la derecha del comedor, junto a la sala de recibo, cerrada por balaustres labrados, sobre la que montó un telescopio de astrónomo y un sillón que se ajustaba a su pequeño cuerpo como un traje. A la plataforma subía por un ascensor de jaula, movido por una maquinaria que sobresalía del techo, cubierta por un arco Tudor pintado de verde.

En Buenos Aires regresó a la religión de sus mayores. Frecuentó la sinagoga los viernes por la tarde, aprendió a leer en hebreo e hizo que le escribieran con la caligrafía más elegante una ketubah que certificaba su matrimonio falso de medio siglo atrás. Le puso un marco de bronce con símbolos en relieve de las cuatro estaciones y la mandó colgar en el lugar más visible del comedor. Junto a cada una de las puertas de la casa colocó una mezuzá de oro, con el nombre del Todopoderoso y los versículos del Deuteronomio.

La soledad, sin embargo, la desvelaba. Alcira me contó que dos mujeres se turnaban para limpiar la casa, pero las dos le habían robado cortes de seda y habían tratado de violar la caja donde guardaba las joyas. En 1975 se oían tiroteos casi todas las noches, y la televisión hablaba de ataques guerrilleros a los cuarteles. Sintió alivio cuando supo que los militares se habían hecho cargo del gobierno y que estaban capturando a todos los que se les oponían. Poco duró su calma. A fines del otoño de 1978 sufrió dos caídas al salir del baño y la acometieron unos invencibles ataques de asma. El médico le exigió que depusiera sus desconfianzas y contratara a una enfermera.

Entrevistó a quince postulantes que le desagradaron, algunas porque comían demasiado, o la trataban como a una niña imbécil, o pretendían dos días francos por semana. La última, que llegó cuando ya perdía las esperanzas, superó en cambio su imaginación: era diligente, callada, y parecía tan ansiosa por servir que prefería -le dijo- salir de la casa sólo lo imprescindible: una vez cada quince días para las compras. Llevaba cartas de presentación imbatibles, escritas por un teniente de navío que expresaba su "gratitud y admiración por la portadora, quien cuidó con devoción de mi madre durante cuatro años, hasta su fallecimiento", y por un capitán de fragata que le debía la recuperación de su esposa.

Margarita Langman tenía además la ventaja de su fe: era judía y temerosa de Dios. Violeta empezó a depender de ella como un parásito. Nadie, jamás, se había adelantado a sus deseos. Margarita los presentía antes de que los tuviera. Casi todas las noches, cuando la anciana observaba las constelaciones, la mujer permanecía a su lado, de pie, ajustando las lentes del telescopio y explicándole las imperceptibles rotaciones de Centauro bajo la Cruz del Sur. Parecía inmune al tedio. Si no estaba con Violeta, ordenaba la vajilla o cosía. Por la televisión y por la radio transmitían sin cesar advertencias del gobierno que acentuaban la desconfianza de ambas por los desconocidos: "¿Sabe dónde está su hijo a esta hora?", "¿Conoce a la persona que llama a su puerta?", "¿Está seguro de que a su mesa no se sienta un enemigo de la patria?"

Violeta era astuta y se creía capaz de identificar la doblez de los seres humanos a primera vista. Aunque sentía por Margarita una confianza instintiva, le parecía raro que respondiera con evasivas cuando le preguntaba sobre la familia, y que ningún hermano, de los dos que decía tener, la visitara o la llamara por teléfono. Temía que no fuese lo que aparentaba. Ahora que había conocido el placer de una compañía verdadera, no imaginaba la vida sin ella.

Una mañana, cuando la enfermera salió al mercado para las compras quincenales, Violeta decidió espiar su cuarto. Investigar con disimulo el bolso de las otras pupilas de la Migdal o de las empleadas en la santería de Catamarca le había permitido salvarse a tiempo de robos y calumnias. Pero esta vez, a los pocos minutos de franquear la entrada y cuando apenas había tenido tiempo de ver la cama pulcra, con almohadones bordados, algunos libros en el velador y la valija sobre el ropero, oyó ruidos en la puerta de calle y tuvo que alejarse. Se arrepentía ahora de haber entregado a Margarita un juego de llaves, pero ¿qué más podía hacer? El médico le había dicho que otra caída podía dejarla postrada y, en ese caso, iba a estar a merced de su guardiana. Era mejor ponerla a prueba antes de que sucediera.

– Me olvidé el chal, -dijo la enfermera. Y además había demasiada gente en el mercado. Va a ser mejor que vaya por la tarde. No me gusta que usted se quede sola tanto tiempo.

En la semana que siguió, Violeta se irritaba hasta cuando la oía fregar platos. Le pagaba cien mil pesos por mes, y cada centavo le recordaba sus martirios de adolescente. Odiaba la energía con que Margarita podía moverse hasta muy avanzada la noche, cuando a ella sólo le había quedado un cuerpo expoliado y herido. Odiaba verla leer, porque jamás le habían permitido tener un libro entre las manos hasta que se liberó, a los veinte años, cuando no sentía ya curiosidad por ninguno. Le disgustaba el modo en que la miraba, la forma de la cabeza, las manos llenas de grietas, la monotonía de la voz. Más la mortificaba, sin embargo, no estar jamás sola en la casa para revisarle los secretos.

Desde hacía mucho, contó Alcira, la anciana quería comprar una Magen David de oro con brillantes. La necesidad de poner a prueba a Margarita terminó por decidirla. Todas las muchachas judías soñaban con una, y cuando viera su joya, sentiría envidia. ¿Acaso no conocía Violeta el corazón humano mejor que nadie? Impaciente, convocó a un orfebre de la calle Libertad y negoció con él, milímetro a milímetro, el diseño y el precio de una pesada estrella de oro de 24 kilates, con diamantes de tonalidades azules en cada una de las seis puntas, que pendería de una cadena de eslabones gruesos.

Una mañana de diciembre, el joyero anunció que la Magen David estaba lista y ofreció llevarla, pero la anciana se negó. Prefería, -dijo-, que la buscara Margarita. Era su ocasión para apartarla de la casa durante dos a tres horas. Discutieron sobre el terna con aspereza. La enfermera insistía en que no era prudente desamparar a Violeta durante tanto tiempo, mientras ésta inventaba excusas para que se fuera.

Ya estaba cerca el verano y hacía un calor atroz. A través de los postigos del balcón, Violeta espió a la enfermera mientras se alejaba por la Avenida de los Corrales hacia la parada del colectivo 155. La vio taparse la cabeza con un pañuelo que le ocultaba la mitad de la cara y guarecerse a la sombra de un árbol. Sobre los adoquines temblaba el aire calcinado. Pasó un vehículo. Se aseguró de que subía, esperó diez minutos y sólo entonces, triunfal, entró en la habitación prohibida.

Ni siquiera hojeó los libros del velador. Ninguno parecía importante. De las perchas colgaban unos pocos vestidos, ordenados por colores, dos pantalones y dos blusas. Si Margarita ocultaba algo, debía de estar en la valija, que había dejado sobre el ropero, fuera de su alcance. ¿Cómo bajarla? Desechó un recurso tras otro. Por fin, recordó la escalerita rodante que los arquitectos le habían vendido contra su voluntad.