El prostíbulo no le había enseñado a leer, pero sí otras destrezas: la desconfianza, la rapiña, el uso de ganzúas. Se sorprendió de la facilidad con que, subida al cuarto peldaño, apoyada sobre el ropero, pudo abrir la cerradura de la valija y levantar la tapa. Con desencanto, vio sólo algunas camisas ordinarias y un álbum de fotografias.
En las primeras páginas del álbum había triviales imágenes de familia, me contó Alcira. Alguien que debía de ser el padre de Margarita, cubiertos los hombros por el tallit de las plegarias, abrazaba a una niña que tendría ¿diez, once años?, mirada de huérfana, indefensa ante la hostilidad del mundo. En otras fotos, la propia Margarita, vestida con el guardapolvo escolar, esquivaba la cámara; era sorprendida soplando una vela de cumpleaños; jugaba en el mar. En la última, que descubría al fondo un molino de viento, sonreía junto a un hombre que podía ser su hermano aunque tenía la tez oscura y los rasgos aindiados, como los campesinos del norte argentino. Llevaba en brazos a un niño de pocos meses.
Horas más tarde, cuando Violeta fue interrogada en la iglesia Stella Maris, diría que, al observar esa última foto, presintió la doble vida de la enfermera. Me recorrió un escalofrío, contó en su declaración. Pensé que el hombre de la foto era tal vez su marido y el bebé su hijo. Caí en la cuenta de que estaba entrando en su pasado y que ya no podría salir. De canto, a un costado de las fotos, encontré el cuaderno con el que la había visto tantas veces. No era un diario, como alguna vez pensé, sino páginas de frases sin sentido, recortes sucios de papeles que decían:
queso, guiso, guarango, quiero, amo a mi mamá, me llamo Catalina, mi maestra se llama Catalina, y al pie de cada frase una anotación con letra más firme: Fermín, preguntar por qué no le dieron el vaso de leche – Uta, ¿papá o mamá militan en la M? ¿los dos? – Repetir mañana la tabla del 5.
Páginas de lo mismo. Nada llamaba mi atención, le diría Violeta al oficial que la interrogó. Ya iba a cerrar la valija cuando palpé la tapa y sentí que estaba llena de papeles, de objetos, qué sé yo, tuve curiosidad y también escrúpulos, porque los papeles estaban sueltos y la mujer iba a saber que yo los había desordenado. Mis pálpitos son infalibles, sin embargo, y algo en el corazón me decía que ella era culpable. Me armé de coraje, descubrí el doble fondo de la tapa y retiré de allí algunas hojas blancas. En todas estaban impresos en relieve los membretes y escudos militares, con los nombres del almirante tal o del teniente de navío cual. Más al fondo encontré cédulas y libretas cívicas de personas desconocidas. Algunas, sin embargo, tenían la foto de la mujer aunque teñida a veces, y con otras identidades, Catalina Godel, Catalina Godel, recuerdo claramente ese nombre, Sara Bruski, Alicia Malamud, y también algunos apellidos gentiles, Gómez, Arellano, quién sabe cuántos más. Cómo podía imaginar yo que Margarita había sido maestra en el Bajo Flores y que se había escapado de la cárcel militar. Una no sabe ya quién es quién en estos tiempos confundidos.
Bajó de la escalera y se detuvo a pensar. Las cartas de recomendación de la enfermera estaban, sin duda, falsificadas, y ella había sido una tonta al no confirmarlas por teléfono. Quizás era falso lo que decían pero todo lo demás, sin duda, era reaclass="underline" los escudos con anclas y los nombres en relieve de los oficiales. No podía perder tiempo. Ya habían pasado casi dos horas. Volvió a empujar la escalera hacia la biblioteca y puso los adornos en su lugar. Luego, con la tranquilidad aprendida en los años de esclavitud, llamó al teléfono que estaba al pie de los membretes. La atendió un suboficial de guardia. "Es un tema de vida o muerte", -dijo, según Alcira me contó después en el café La Paz. El operador le preguntó desde qué número hablaba y le ordenó esperar en la línea. Antes de dos minutos el capitán de fragata estaba en la línea. "Qué suerte, usted", le dijo Violeta. " ¿La enfermera que contraté no será la misma que cuidó a su esposa?" "Dígame con qué nombre se ha identificado esa mujer. Nombre o nombres", exigió el oficial. Tenía la voz áspera, impaciente, como la del rufián que la había comprado en el café Parisién. "Margarita Langman", -dijo Violeta. De pronto, ella también se sentía acosada. El interminable pasado se le echaba encima. "Descríbala", la apremió el capitán. La anciana no sabía cómo hacerlo. Habló de la foto con el niño y el hombre aindiado. Luego, le dictó su dirección en la Avenida de los Corrales, le declaró con pudor sus setenta y nueve años. "Esa mujer es un elemento muy peligroso", -dijo el oficial. "Ahora mismo vamos para allá. Si llega antes que nosotros, reténgala, distráigala. Más vale que no se le escape, ¿eh? Más vale que no se le escape".
Yo, Bruno Cadogan, supe entonces que las camelias dejadas por Sabadell en la plazoleta del Resero no eran para evocar los mataderos bárbaros de Echeverría y de Faena sino otros más despiadados y recientes. Alcira Villar me dijo en el café La Paz que, si se habían quedado sólo unos pocos minutos en aquella esquina de la muerte, era porque Martel quería honrar a Catalina Godel no en el punto final de sus desgracias sino en la casa donde había estado oculta casi seis meses, después de haberse fugado de la Escuela de Mecánica de la Armada. No entiendo, entonces, le dije a Alcira, por qué Martel pidió las recovas para un recital que nunca dio. Si lo hubieses conocido, me respondió ella, sabrías que ya en ese momento jamás cantaba en público. No le gustaba que lo vieran demacrado, decaído. Quería que nadie lo molestara cuando Sabadell ponía el ramito de llores y él recitaba en voz baja un tango para Catalina Godel. Tal vez su primera intención fue bajar del auto y caminar hasta el dispensario, no sé qué decirte. Los designios de Martel eran inalcanzables como los de un gato.
CUATRO
Catalina Godel abandonó la casa familiar a los diecinueve años, cuando se enamoró locamente de un maestro de escuela rural que estaba de paso en Buenos Aires. De nada valieron los llantos de la madre, los discursos del padre sobre la infelicidad que le depararía un hombre de otra religión y de clase social baja, ni las maldiciones de los hermanos mayores. Se fue a trabajar a la escuela perdida de su amante, en los desiertos de Santiago del Estero. Allí supo que él militaba en la resistencia peronista y, sin vacilar, abrazó la misma causa. A los pocos meses ya había aprendido a armar bombas molotov con rapidez, era diestra en la limpieza de armas y en el tiro al blanco. Se descubrió audaz, dispuesta a todo.
Aunque su compañero desaparecía a veces por semanas enteras, Catalina no se inquietaba. Se acostumbró a no preguntar, a disimular y a hablar lo imprescindible. El silencio sólo le pesó la noche del Año Nuevo de 1973, cuando quedó sola en la pequeña escuela, cercada por una tempestad de polvo mientras la tierra parecía arder bajo sus pies. Por la radio se enteró, días más tarde, que el compañero había caído preso cuando intentaba capturar un puesto caminero en la avenida General Paz, en Buenos Aires. La acción le parecía insensata, enloquecida, pero ella entendía que la gente ya estaba harta de abusos y que necesitaba actuar como pudiera. En una valija de tela guardó las pocas ropas que tenía, las fotos de la infancia, y un libro de John William Cooke, Peronismo y revolución, que sabía casi de memoria. Caminó hacia el pueblo más cercano y allí tomó el primer ómnibus a Buenos Aires.
– No podés imaginar cuánto empeño pusimos Martel y yo en averiguar cada detalle de esa vida, -me dijo Alcira Villar en el café La Paz veintinueve años despues, poco antes de que yo regresara a Nueva York para siempre.
La veía entonces al caer la tarde, a eso de las siete. Desde hacía dos meses yo vivía en un hotelito irrespirable, cerca del Congreso. El calor y las moscas no me dejaban dormir. Cuando caminaba hacia La Paz, el asfalto se hundía a mi paso. Aunque la refrigeración del café mantenía la temperatura a veinticinco grados constantes, el calor y la humedad tardaban horas en despegarse de mí. Más de una vez me quedé allí, tomando notas para este relato, hasta que los mozos empezaban a levantar las mesas y a lavar el piso. Alcira, en cambio, llegaba siempre radiante, y sólo a veces, cuando avanzaba la noche, se le marcaban las ojeras. Si yo se lo hacía notar, se las tocaba con la punta de los dedos y decía, sin el menor sarcasmo: "Es la felicidad de estar envejeciendo". Me contó que ella y el cantor habían descubierto la historia de Catalina leyendo las actas del juicio a los comandantes de la dictadura, y, aunque no difería demasiado de otras miles, Martel quedó hechizado y durante meses no pudo pensar en otra cosa. Se obstinó en buscar testigos que hubieran conocido a Catalina en la Avenida de los Corrales o durante los años de militancia. Una pequeña anécdota nos iba llevando a la otra, -dijo Alcira, y así apareció en escena el pasado de Violeta Miller, uno de cuyos sobrinos polacos viajó a Buenos Aires en 1993 para litigar por el caserón vacío. Por el sobrino supimos cómo había empezado todo, en Lodz.
Tardamos casi un año en armar el rompecabezas, -siguió Alcira. Las dos mujeres tenían biografías afines. Tanto Catalina como Violeta habían sido judías sometidas a servidumbre, y cada una de ellas, a su manera, había burlado a los amos. Martel creía que, si hubieran confiado más la una en la otra, contándose quiénes eran y todo lo que habían sufrido, tal vez nada les habría pasado. Pero ambas estaban acostumbradas al recelo, y así, separadas, Violeta fue vencida por el temor y la mezquindad y sólo Catalina pudo defender su dignidad hasta el fin.