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A eso de las dos y media de la tarde me alejé por la avenida Elcano y caminé hacia el norte, con la esperanza de llegar alguna vez al campo o al río. La extensión de la urbe, sin embargo, era invencible. Recordé un cuento de Ballard, que imagina un mundo hecho sólo de ciudades unidas por puentes, túneles y casi imperceptibles corrientes de navegación, donde la humanidad se asfixia como en un hormiguero. En las calles por las que anduve esa tarde nada evocaba, sin embargo, los edificios colosales de Ballard. Estaban sombreadas por árboles viejos, jacarandás y plátanos, que protegían mansiones neoclásicas y coloniales, entre las que se alzaban algunas pajareras presuntuosas. Cuando advertí que había llegado a la calle José Hernández, en el barrio de Belgrano, imaginé que debía estar cerca de la quinta donde el autor de Martín Fierro había vivido sus últimos años felices, a pesar del creciente desdén de los críticos por ese libro -que apenas treinta años después de su muerte, en 1916, sería exaltado por Lugones como el "gran poema épico nacional"- y de las crueles batallas por federalizar la ciudad de Buenos Aires, en las cuales él había sido uno de los paladines. Hernández era un hombre de físico imponente y vozarrón tan poderoso que en la Cámara de Diputados se lo llamaba "Matraca". En los banquetes de Gargantúa que brindaba en la quinta, a la que se llegaba desde el centro tras varias horas de cabalgata, los comensales de Hernández admiraban tanto su apetito como su erudición, que le permitía citar los textos completos de leyes romanas, inglesas y jacobinas de las que nadie había oído hablar. Lo atormentaban los "sofocos", como él llamaba a sus ataques de glotonería, pero no podía parar de comer. Una miocarditis lo postró en la cama durante cinco meses, hasta que murió una mañana de octubre, rodeado por una familia que sumaba más de cien parientes en primer grado, todos los cuales pudieron oír sus últimas palabras: "Buenos Aires… Buenos Aires…"

Pese a que recorrí la extensión entera de la calle José Hernández, no encontré ni una sola referencia a la quinta. Advertí en cambio placas de homenaje a próceres menores de la literatura, como Enrique Larreta y Manuel Mujica Láinez, en la fachada de mansiones que estaban sobre las calles Juramento y O'Higgins. Después de algunas vueltas desemboqué en las Barrancas de Belgrano, que en tiempos de Hernández habían sido el confín de la ciudad. Allí, el parque diseñado por Charles Thays poco después de la muerte del poeta estaba ahora cercado por abrumadores edificios de departamentos. Una fuente decorada con valvas y peces de mármol, y un gazebo que quizá servía para las retretas dominicales, era todo lo que había sobrevivido del pasado campestre. El río se había retirado más de dos kilómetros, y era imposible verlo. En un cuadro de refinada belleza, Lavanderas en el Bajo de Belgrano, Prilidiano Pueyrredón pintó la calma que solía tener ese arrabal. Aunque el título del óleo alude a mujeres en plural, sólo muestra una, con un niño en brazos y un gigantesco atado de ropa sobre la cabeza, mientras otro atado aun mayor es cargado por el caballo que viene detrás, sin jinete. Sobre la suave curva de las barrancas, entonces solitarias y salvajes, hendían sus raíces dos ombúes, en franca batalla con la bravura del río, cuyas playas eran holladas por los pies de la lavandera a esa hora temprana de la madrugada. Buenos Aires tenía entonces un color verde, casi dorado, y ningún futuro empañaba la desolación de su única colina.

Cuando ya oscurecía, regresé cansado al residencial. Un alboroto cruel me esperaba. Mis vecinos de pieza arrojaban colchones, frazadas y bultos de ropa por la pendiente de la escalera hasta el vestíbulo. En la cocina, Enriqueta sollozaba con la mirada fija en el piso. Del sótano subía el siseo hacendoso de las fichas de Bonorino. Me acerqué a Enriqueta, le ofrecí té y traté de consolarla. Cuando logré que hablara, yo también sentí que se me acababa el mundo. Una y otra vez me zumbaba en la imaginación un poema de Pessoa que empieza Si te quieres matar, ¿por qué no te quieres matar?, y por más que daba manotazos, no lo podía separar de mí.

– A las tres de la tarde -me contó Enriqueta-, dos oficiales de justicia y un notario habían llegado a la pensión con órdenes de desalojar a todos los inquilinos. Exigieron los comprobantes de pago y devolvieron el dinero de los que estaban al día. Por lo que entendí, los propietarios habían vendido la casa a un estudio de arquitectos, y éstos querían ocuparla cuanto antes. Cuando Bonorino leyó la notificación judicial, que concedía sólo veinticuatro horas de plazo para la mudanza, se quedó inmóvil en el vestíbulo, de pie, en un estado de ausencia del que no lograban sacarlo los gritos de Enriqueta, hasta que finalmente se llevó la mano al pecho, dijo "Dios mío, Dios mío", y desapareció en el

sótano.

Aunque la carta que yo había enviado a los rentistas de Acassuso nada tenía que ver con lo que estaba pasando, de todos modos me habría gustado deshacer el curso del tiempo. Me descubrí repitiendo otra frase de Pessoa: Dios tenga piedad de mí, que no la tuve de nadie.

Cuando un autor o una melodía me daban vueltas en la cabeza, tardaba una eternidad en espantarlos. Y, además, Pessoa. ¿Quién, entre tanta desesperanza, podía querer a un poeta desesperado?

Pobre Bruno Cadogan, que a nadie le importa. Pobre Bruno Cadogan, que tiene tanta pena de sí mismo.

Mis manos, además, estaban atadas. No podía ayudar a nadie. Había gastado idiotamente doscientos dólares en una sola noche del hotel Plaza Francia y no podía sacar de los bancos la miseria que me quedaba. Y más valía que no siguieran pagándome las becas, porque estaban incautando todas las remesas. Ya el domingo había tratado de rescatar algunos pesos sumándome a las filas larguísimas que se formaban frente a los cajeros automáticos. Tres de los cajeros agotaron sus reservas antes de que yo hubiera avanzado diez metros. Otros cinco estaban secos, pero la gente no quería aceptarlo y repetía las operaciones de búsqueda, a la espera de algún milagro.

Hacia la medianoche, los vecinos de la pieza de al lado me contaron, alborozados, que iban a refugiarse en Fuerte Apache, donde vivían unos parientes. Cuando se lo conté a Enriqueta, reaccionó como si se tratara de una tragedia.

– Fuerte Apache, -dijo, separando las sílabas. Yo no iría ni loca. No sé cómo se les ocurre llevar ahí a las pobres criaturas.

Me atormentaba la culpa y, sin embargo, no tenía de qué culparme. O sí: después de todo, yo había sido tan dañino y cobarde como para enviar a los avaros de Acassuso la carta inútil en la que acusaba a Bonorino, aprovechándome de sus confesiones en el sótano. En Buenos Aires, donde la amistad es una virtud cardinal y redentora, como se deduce de la letra de los tangos, todo delator es un canalla. Hay por lo menos seis palabras que lo designan con escarnio: soplón, buche, botón, batidor u ortiba, alcahuete. Estaba seguro de que el Tucumano me consideraba una persona despreciable. Me había pedido más de una vez que escribiera la carta, pensando que me dejaría cortar las manos antes de hacerlo. Para alguien que, como yo, creía que el lenguaje y los hechos se vinculaban de manera literal, la actitud de mi amigo era difícil de entender. A mí también me había costado delatar. Y, sin embargo, el aleph me había importado más que la indignidad.

Volví a ver a la mujer gigantesca que lavaba una blusa en el bidet la tarde de mi llegada. Bajaba por las escaleras con un colchón sobre las espaldas, esquivando con gracia los obstáculos. El cuerpo se le deshacía en sudor, pero el maquillaje se mantenía intacto sobre los ojos y los labios.

– La vida canta igual para todos, -dijo al verme, pero no sé si hablaba conmigo o con ella misma. Yo estaba parado en medio del vestíbulo, sintiéndome otro mueble de la escenografía. En ese momento me di cuenta de que cantar y delatar son verbos sinónimos.

Por la penumbra de la escalera asomó la cabeza calva de Bonorino. Traté de alejarme, para no enfrentar su cara. Pero él había salido del sótano para hablar conmigo.

– Baje, Cadon, por favor, -me dijo. Yo estaba ya habituándome a las mutaciones de mi apellido.

Las fichas habían desaparecido de la escalera, y la lóbrega vivienda, por cuyas ventanas a ras de la calle entraba apenas una luz avara, me recordó la galería principal de la cueva que Kafka describió en "La guarida", seis meses antes de morir. Así como el roedor del cuento amontonaba sus provisiones contra una de las paredes, complaciéndose con la diversidad e intensidad de los olores que despedían, también Bonorino daba saltitos ante los cajones de fruta que le habían servido de veladores y que ahora, apilados sobre otros cinco o seis más, tapiaban el minúsculo baño y la cocinilla. En ellos guardaba las posesiones que había salvado. Logré identificar el diccionario de sinónimos, las camisas y el calentador de gas. Las paredes estaban sombreadas por la huella de los papeles pegados allí durante años, y el único mueble que seguía en su sitio era el catre, aunque desnudo ahora, sin sábanas ni almohadas. Bonorino apretaba contra su pecho el cuaderno de contabilidad donde había anotado las informaciones dispersas en las fichas de colores. La cenicienta lámpara de veinticinco vatios iluminaba apenas su cuerpo giboso, sobre el que parecían haberse desplomado las desgracias del mundo.