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– Infaustas nuevas, Cadon, -me dijo. La luz del conocimiento ha sido condenada a la guillotina.

– Lo siento, -mentí. Nunca se sabe por qué suceden estas cosas.

– Yo en cambio puedo ver todo lo que se ha perdido: la cuadratura del círculo, la domesticación del tiempo, el acta de la primera fundación de Buenos Aires.

– Nada se va a perder si usted está bien, Bonorino. ¿Le puedo pagar el hotel por unos días? Hágame ese favor.

– Ya acepté el convite de otros expulsados, que me darán refugio en Fuerte Apache. Usted es foráneo, no tiene por qué hacerse cargo de nada. Sirvamos a Dios en las cosas posibles y quedemos contentos con desear las imposibles, como dijo Santa Teresa.

Recordé que Carlos Argentino Daneri estaba desesperado cuando le anunciaron que demolerían la casa de la calle Garay, porque si lo privaban del aleph no podría terminar un ambicioso poema titulado "La Tierra". Bonorino, que había invertido treinta años en las laboriosas entradas de la Enciclopedia Patria, me pareció en cambio indiferente. Yo no sabía cómo preguntarle con delicadeza sobre su tesoro. Podía aludir al espacio pulido que había debajo del último peldaño, al dibujo del Stradivarius que había entrevisto en mi anterior visita. El mismo me facilitó la solución.

– Cuente entonces conmigo para lo que sea, -le dije, hipócrita.

– Precisamente. Iba a pedirle que conserve este cuaderno, que es la destilación de mis desvelos. Ya me lo devolverá antes de repatriarse. He oído que en Fuerte Apache conviven los ratones y los ladrones. Si pierdo las fichas, nada pierdo. Contienen sólo borradores y copias de la imaginación ajena. Lo que verdaderamente he creado está en el cuaderno y no sabría cómo protegerlo.

– Ni siquiera me conoce, Bonorino. Yo lo podría vender, traicionar. Podría publicar su obra con mi nombre.

– Usted jamás me traicionaría, Cadon. En nadie más confío. No tengo amigos.

Esa declaración candorosa me reveló que el bibliotecario no podía tener el aleph. Le habría bastado contemplarlo sólo una vez para descubrir que el Tucumano y yo lo habíamos traicionado. Tampoco Carlos Argentino Daneri, en el cuento de Borges, había podido prever la demolición de su casa. En el punto luminoso que reproducía el paraíso de Dante, no se podía ver el futuro, por lo tanto, ni se podía ver la realidad. Los hechos simultáneos e infinitos que contenía, el inconcebible universo, eran sólo residuos de la imaginación.

– Yo creí que, por lo menos, usted tenía el aleph, arriesgué.

Me miró y echó a reír. En su enorme boca sólo quedaban cinco o seis dientes.

– Tiéndase bajo el escalón decimonono y compruebe usted mismo si lo tengo, -dijo. He gastado cientos de noches ahí, en posición decúbito dorsal, esperando verlo. Tal vez en el pasado hubo un aleph. Ahora se ha desvanecido.

Me sentí mareado, perdedor, infame. Tomé el cuaderno de contabilidad, que pesaba casi tanto como yo, y no quise aceptar el volumen sobre los laberintos que le había prestado.

– Quédeselo todo el tiempo que quiera, -le dije. Lo va a necesitar más que yo en Fuerte Apache.

Ni siquiera me dio las gracias. Me observó de arriba abajo con un descaro que contradecía su habitual untuosidad. Lo que hizo a continuación fue aún más extravagante. Se puso a recitar, con voz rítimica y bien modulada, un rap villero, mientras batía palmas:

Ya vas a ver que en el Fuerte se nos revienta la vida. Si vivo, vivo donde todo apesta. Si muero, será por una bala perdida.

– No está nada mal, -le dije. No le conocía esas habilidades.

– No seré Martel pero me defiendo, -respondió. Jamás habría pensado que conocía a Martel.

– ¿Cómo? ¿A usted le gusta Martel?

– ¿Y a quién no?, -me dijo. El jueves pasado fui a visitar a un compañero de la biblioteca en Parque Chas. Alguien nos avisó que estaba en una esquina, cantando. Llegó de improviso y se mandó tres tangos. Alcanzamos a oír dos. Fue supremo.

– Parque Chas, -repetí. No sé dónde queda.

– Acá nomás, entrando a Villa Urquiza. Curioso vecindario, Cadon. Las calles son redondas y hasta los taxis se pierden. Es una lástima que no aparezca en el libro de Prestel, porque de los muchos laberintos que hay en el mundo, ése es el más grande de todos.

CINCO

Diciembre 2001

Cuando cerraron la pensión de la calle Garay me alojé en un hotel modesto de la avenida Callao, cerca del Congreso. Aunque mi habitación daba a un patio interno, el bochinche del tránsito era enloquecedor a cualquier hora. Intenté reanudar el trabajo en los cafés cercanos, pero en todos ellos la gente entraba y salía atropelladamente, quejándose a los gritos del gobierno. Preferí regresar al Británico, donde al menos conocía las rutinas. Allí supe, por el mozo, que el Tucumano exhibía su aleph de espejitos en el sótano de un sindicato, al que accedía repartiendo los beneficios con el sereno. A la función de la primera noche habían acudido diez o doce turistas, pero la segunda y la tercera se suspendieron por falta de público. Supuse que, desoyendo mis consejos, el Tucumano omitía la lectura del fragmento de Borges que yo le había indicado: Vi el populoso mar, vi el alba y la tarde, vi las muchedumbres de América, vi una plateada telaraña en el centro de una negra pirámide, vi un laberinto roto (era Londres). Desamparada de ese texto, la ilusión que creaba el aleph debía de ser precaria, y sin duda los turistas se marchaban desencantados. Engañar a diez oyentes era, sin embargo, un éxito colosal en aquellas semanas desasosegadas. Nadie tenía dinero en Buenos Aires (yo tampoco), y los visitantes huían de la ciudad como si se avecinara la peste.

Al anochecer, cuando rugía el tránsito y mi inteligencia era derrotada por la prosa de los teóricos poscoloniales, me entretenía hojeando el cuaderno de contabilidad de Bonorino, que abundaba en laboriosas definiciones ilustradas de palabras como facón, piolín, Uqbar, yerba mate, fernet, percal, a la vez que incluía un extenso apartado sobre los inventos argentinos, como la estilográfica a bolita o birome, el dulce de leche, la identificación dactiloscópica y la picana eléctrica, dos de los cuales se deben no al ingenio nativo sino al de un dálmata y un húngaro.

Las referencias eran inagotables y, si abría el volumen al azar, nunca tropezaba con la misma página, como sucede en El libro de arena, que Bonorino citaba con frecuencia.

Una tarde, distraído, encontré un largo apartado sobre Parque Chas, y mientras lo leía, pensé que ya era tiempo de conocer el último barrio donde había cantado Martel. Según informaba el bibliotecario, el paraje debe su nombre a unos campos infértiles heredados por el doctor Vicente Chas, en cuyo centro se alzaba la chimenea de un horno de ladrillos. Poco antes de morir en 1928, el doctor Chas libró un pleito enconado con el gobierno de Buenos Aires, que pretendía clausurar el horno por el daño que causaba a los pulmones de los vecinos, a la vez que impedía prolongar hacia el oeste el trazado de la Avenida de los Incas, bloqueado por la brutal chimenea. La verdad era que el municipio eligió ese lugar para ejecutar un ambicioso proyecto radiocéntrico de los jóvenes ingenieros Frehner y Guerrico, cuyo diseño copiaba el dédalo sobre los pecados del mundo y la esperanza del paraíso que está bajo la cúpula de la iglesia San Vitale, en Ravenna.

Bonorino conjeturaba, sin embargo, que el trazado circular del barrio obedecía a un plan secreto de comunistas y anarquistas para proporcionarse refugio en tiempos de incertidumbre. Su tesis estaba inspirada en la pasión por las conspiraciones que caracteriza a los habitantes de Buenos Aires. ¿Cómo explicar, si no, que allí la diagonal mayor se hubiera llamado La Internacional antes de ser la avenida General Victorica, o que la calle Berlín figurara en algunos planos como Bakunin, y que una pequeña arteria de cuatrocientos metros se llamara Treveris, en alusión a Trier o Tréves, la ciudad natal de Karl Marx?

"Un colega de la biblioteca de Montserrat avecindado en Parque Chas", anotó Bonorino en su cuaderno, me guió una mañana por ese enredo de zigzags y desvíos hasta llegar a la esquina de Ávalos y Berlín. Para poner a prueba las dificultades del laberinto, insistió en que me alejara cien metros en cualquier dirección y regresara luego por el mismo derrotero. Si tardaba más de media hora, prometía ir en mi busca. Me perdí, aunque no sabría decir si fue a la ida o a la vuelta. Ya el blanco sol intolerable de las doce del día era el sol amarillo que precede al anochecer, y por más vueltas que daba, no conseguía orientarme. En un rapto de inspiración, mi colega salió a rastrearme. Oscurecía cuando me vio por fin en la esquina de Londres y Dublin, a pocos pasos del sitio donde nos habíamos separado. Me notó, dijo, desencajado y sediento. Cuando volví de la expedición, me acometió una fiebre persistente.