Cientos de personas se han perdido en las calles engañosas de Parque Chas, donde parece estar situado el intersticio que divide la realidad de las ficciones de Buenos Aires. En cada gran ciudad hay, como se sabe, una de esas líneas de alta densidad, semejante a los agujeros negros del espacio, que modifica la naturaleza de los que la cruzan. Por una lectura de viejas guías telefónicas deduje que el peligroso punto está en el rectángulo limitado por las calles Hamburgo, Bauness, Gándara y Bucarelli, donde algunas casas fueron habitadas, hace siete décadas, por las vecinas Helene Jacoba Krig, Emma Zunz, Alina Reyes de Aráoz, María Mabel Sáenz y Jacinta Vélez, convertidas luego en personajes de ficción. Pero la gente del barrio lo sitúa en la Avenida de los Incas, donde están las ruinas del horno de ladrillos."
Lo que decía Bonorino no me permitía entender por qué Martel había cantado en Parque Chas. El delirio sobre la línea divisoria entre realidad y ficción nada tenía que ver con sus intentos anteriores por capturar el pasado -nunca creí que el cantor se interesara por el pasado de la imaginación-, y algunos relatos populares sobre las andanzas del Pibe Cabeza y otros malvivientes por el laberinto carecían de vínculos -en caso de ser ciertos- con la historia mayor de la ciudad.
Pasé dos tardes en la biblioteca del Congreso informándome sobre la vida de Parque Chas. Verifiqué que allí no se habían abierto centros anarquistas ni comunistas. Busqué con prolijidad si algunos apóstoles de la violencia libertaria -como los llamaba Osvaldo Bayer- hallaron refugio en el dédalo antes de ser llevados a la cárcel de Ushuaia o al pelotón de fusilamiento, pero sus vidas habían sucedido en lugares más céntricos de Buenos Aires.
Ya que el barrio me resultaba tan esquivo, fui a conocerlo. Una mañana temprano abordé el colectivo que iba desde Constitución hasta la avenida Triunvirato, enfilé hacia el oeste y me interné en la tierra incógnita. Al llegar a la calle Cádiz, el paisaje se convirtió en una sucesión de círculos -si acaso los círculos pueden ser sucesivos-, y de pronto no supe dónde estaba. Caminé más de dos horas sin moverme casi. En cada recodo vi el nombre de una ciudad, Ginebra, La Haya, Dublin, Londres, Marsella, Constantinopla, Copenhague. Las casas estaban una al lado de la otra, sin espacios de separación, pero los arquitectos se habían ingeniado para que las líneas rectas parecieran curvas, o al revés. Aunque algunas tenían dinteles rosas y otras porches azules -también había fachadas lisas, pintadas de blanco-, era difícil distinguirlas: más de una casa llevaba el mismo número, digamos el 184, y en varias creí observar las mismas cortinas y el mismo perro asomando el hocico por la ventana.
Caminé bajo un sol impío sin cruzarme con un alma. No sé cómo desemboqué en una plaza cercada por una reja negra. Hasta entonces sólo había visto edificaciones de una planta o dos, pero alrededor de aquel cuadrado se alzaban torres altas, también iguales, de cuyas ventanas colgaban banderas de clubes de fútbol. Retrocedí unos pasos y las torres se apagaron como un fósforo. Otra vez me vi perdido entre las espirales de las casas bajas. Desandé el camino hacia atrás, tratando de que cada paso repitiera los que había dado en dirección inversa, y así volví a encontrar la plaza, aunque no en el punto donde la había dejado sino en otro, diagonal al anterior. Por un momento pensé que era víctima de una alucinación, pero el toldo verde bajo el cual acababa de estar hacía menos de un minuto brillaba bajo el sol a cien metros de distancia, y en su lugar aparecía ahora un negocio que se postulaba como El Palacio de los Sándwiches, aunque en verdad era un kiosco que exhibía caramelos y refrescos. Lo atendía un adolescente con una enorme gorra de visera que le cubría los ojos. Me alivió ver al fin un ser humano capaz de explicar en qué punto del dédalo nos encontrábamos. Atiné a pedirle una botella de agua mineral, porque me consumía la sed, pero antes de que terminara la oración el muchacho respondió "No hay", y desapareció detrás de una cortina. Durante un rato golpeé las manos para llamar su atención, hasta que me di cuenta que mientras yo estuviera allí no regresaría.
Antes de salir, había fotocopiado de la guía Lumi un mapa de Parque Chas muy detallado, que mostraba las entradas y salidas. En el mapa había un espacio grisado que tal vez fuera una plaza, pero su forma era la de un rectángulo irregular y no cuadrada como la que tenía frente a mí. A diferencia de las callejuelas por las que había caminado antes, en la que ahora estaba no había placas con nombres ni números en la fachada de las casas, por lo que resolví avanzar en línea recta desde el kiosco hacia el oeste. Tuve la sensación de que, cuanto más andaba, más se alargaba la acera, como si estuviera moviéndome sobre una cinta sin fin.
Era mediodía según mi reloj, y las casas por las que pasé estaban cerradas y, al parecer, vacías. Tuve la impresión de que también el tiempo estaba desplazándose de manera caprichosa, como las calles, pero ya me daba lo mismo si eran las seis de la tarde o las diez de la mañana. El peso del sol se volvió insoportable. Me moría de sed. Si descubría signos de vida en alguna casa, llamaría y llamaría sin parar hasta que alguien apareciera con un vaso de agua.
Empecé a ver sombras que se movían en una de las calles laterales, a kilómetros de mí, y me sentí tan débil que temí caer desmayado allí mismo, sin que nadie me ayudara. Al poco rato noté que las sombras no eran alucinaciones sino perros que buscaban, como yo, dónde beber y ponerse al reparo, además de una mujer que, a paso rápido, trataba de sortearlos. La mujer venía hacia mí pero no parecía darse cuenta de mi existencia, y yo tampoco discernía en ella sino el sonido de unas pulseras metálicas, que meses después me habrían permitido identificarla aun a ciegas, porque se movían a un ritmo siempre igual, primero un centelleo rápido del metal y luego dos diapasones lentos. Intenté llamarla para que me dijera dónde estábamos -deduje que ella lo sabía porque caminaba con decisión-, pero antes de que pudiera abrir la boca, se esfumó por el quicio de una puerta. Esa señal de vida me alentó y avancé. Pasé junto a otras dos casas sin nadie y a una fachada de ladrillos lustrados, con una ventana de hierro en forma de trébol. Contra lo que esperaba, había también una puerta de dos hojas, una de las cuales estaba abierta. Entré. Fui a dar a un cuarto espacioso y oscuro, con estanterías en las que brillaban unos pocos trofeos deportivos, unas sillas de plástico y dos o tres letreros enmarcados, de orientación moral, con frases como La calidad se obtiene haciendo las cosas bien una sola vez y Son los detalles los que hacen la perfección, pero la perfección no es un detalle.
Más tarde supe que el decorado del cuarto cambiaba de acuerdo con el humor del encargado, y que a veces, en vez de las sillas, había un mostrador, y botellas de ginebra en los estantes, pero es posible que confunda el lugar con otro al que fui más tarde, aquel mismo día. En los dos por igual se modificaba sin aviso la escenografía, como en una obra de teatro. No recuerdo gran cosa de lo que sucedió a continuación, porque la realidad se me desdibujó y todo lo que viví parecía formar parte de un sueño. Aun hoy seguiría pensando que Parque Chas es una ilusión si no fuera porque la mujer a la que había visto hacía un instante estaba en el cuarto y porque volví a verla fuera de allí muchas otras veces.
– Estás mareado, -fue lo primero que me dijo la mujer. Sentáte y no te muevas hasta que se te haya pasado.
– Sólo quiero un poco de agua, -dije. Mi lengua estaba completamente seca y no podía hablar más.
De la oscuridad brotó un hombre alto y pálido, con una barba de dos o tres días, muy oscura. Vestía una camiseta musculosa y un pantalón piyama, y se abanicaba con un cartón. Se me acercó a pasitos cortos, esquivando la deslumbradora claridad de la calle.
– No tengo permiso para vender agua, -dijo. Sólo gaseosas y soda en sifón.
– Lo que sea, -le dijo la mujer.
Hablaba con tanto señorío que era imposible no obedecerla. Quizá turbado por la insolación, me pareció en aquel momento que era un ser de irresistible belleza, pero cuando la conocí mejor me di cuenta de que sólo era llamativa. Tenía algo en común con esas actrices de cine de las que uno se enamora sin saber por qué, mujeres como Kathy Bates o Carmen Maura o Anouk Aimée o Helena Bonham Carter, que no son nada del otro mundo pero que hacen sentir feliz a quien las mira.
Esperó a que yo bebiera con lentitud la soda que me ofreció el hombre de la camiseta, cobrándome una suma inusitada por el servicio, diez pesos, que la mujer me obligó a no pagar
– Si le das dos pesos, ya es el triple de lo que vale, -dijo-, y luego, con aire negligente, pidió un bastón con empuñadura de nácar que debía estar allí en custodia desde hacía más de una semana. El hombre retiró el objeto de uno de los estantes, donde lo ocultaban los trofeos. Era de mango curvo, reluciente. Debajo de las placas de nácar advertí la imagen tradicional de Carlos Gardel que adorna los colectivos de Buenos Aires, con ropas de gaucho y echarpe blanco al cuello. Me pareció una pieza tan única que pedí permiso para tocarla.