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Una noche, en su casa, después de algunas copas, me preguntó si me asustaba la oscuridad.

– Vivo en la oscuridad, -le dije. Soy fotógrafo. La penumbra es mi elemento. Ni la oscuridad ni la muerte ni el encierro.

– Sos, entonces -me dijo- uno de mis hombres. Había preparado un plan perfecto para robar el cadáver de Aramburu.

Empezamos a las seis de la tarde, dos días después. Éramos cuatro militantes. Nunca supe, nunca voy a saber quiénes eran los otros audaces. Entramos al cementerio de la Recoleta por la puerta principal y nos ocultamos en uno de los mausoleos. Hasta la una de la madrugada estuvimos inmóviles. Nadie habló, nadie se atrevió a toser. Yo me entretenía trenzando los hilos de unas carpetas que encontré en el suelo. El sitio estaba limpio. Olía a flores. Era pleno octubre, la noche cálida. Al salir del encierro, teníamos las piernas entumecidas. El silencio nos quemaba las gargantas. A veinte pasos, en una avenida central, estaba la bóveda de Aramburu. Violentarla y retirar el ataúd fue sencillo. Más trabajo nos dieron los candados del cementerio, que hicieron un ruido atroz cuando los rompimos. Una lechuza voló entre los álamos y lanzó un silbo que me pareció de mal agüero. Afuera, sobre la calle Vicente López, nos esperaba el furgón robado a una funeraria. La calle estaba desierta. Sólo nos vio una pareja que salía de los telos de la calle Azcuénaga. Se persignaron al ver el ataúd, y apuraron el paso.

– Recordarás, -me dijo Alcira, que Isabel y el astrólogo López Rega habían ordenado en esos meses la construcción de un altar de la patria, en el que pensaban reunir los cadáveres de los próceres adversarios. La avenida Figueroa Alcorta estaba rota a la altura de Tagle, y los autos se enredaban en un desvío dibujado por algún urbanista del cubismo. El edificio que se proyectaba era una pirámide faraónica: a la entrada iba a estar el mausoleo de San Martín. Detrás, los de Rosas y Aramburu. En lo alto de la pirámide, Perón y Evita. Sin Aramburu, el proyecto quedaba incompleto. Cuando el brujo advirtió que le habían robado uno de sus cadáveres, montó en cólera. Lanzó una turba de policías para que peinaran las calles de Buenos Aires en busca del cuerpo perdido. Quién sabe cuántos inocentes habrán sido asesinados esos días. Aramburu estaba allí, sin embargo, a la vista de todos.

Poco antes del operativo en la Recoleta -le dijo el Mocho a Martel, y Alcira me lo repetiría mucho después-, el poeta había incautado uno de esos camiones cisterna que se usan para el transporte de nafta y querosén. No me preguntes cómo lo hizo, porque nunca nos lo contó. Sólo sé que durante un mes por lo menos nadie iba a notar que faltaba. El camión era nuevo, y los mecánicos de los montoneros habían abierto una puerta por la que se llegaba al tanque desde abajo. En lo alto, invisibles, se abrían tres respiraderos que dejaban pasar el aire y, a veces, algo de luz. Al poeta se le había ocurrido ocultar allí el cadáver y pasearlo por la ciudad, a la vista de los esbirros. Si sucedía algún accidente, debíamos proteger el trofeo con la propia vida. Uno de nosotros montaría guardia dentro del tanque, con un arsenal para las emergencias. Calculamos para cada uno turnos de ocho días en la oscuridad, y cuarenta y ocho horas al volante del camión. A veces nos estacionaríamos en lugares seguros, otras veces iríamos a la deriva por Buenos Aires. El de la cabina debía mantenerse alerta. El que iba en la cisterna disponía de un colchón y una letrina. Éramos cuatro, como dije. Echamos los turnos a la suerte. Al poeta le tocó el primero. A mí, el último. El azar dispuso, a la vez, que yo manejara durante las cuarenta y ocho horas iniciales.

El plan se fue cumpliendo sin el menor tropiezo. Llevamos el ataúd hasta la tierra de nadie que hay entre la cancha de River Plate y los blancos del Tiro Federal, y allí lo mudamos del furgón al tanque. El poeta me permitió tomar fotos durante cinco minutos pero, antes de que nos dispersáramos, entregó la cámara en custodia a otro de los compañeros.

– Ya vas a sacar todas las fotos que quieras cuando te toque ir adentro, -dijo.

Me puse al volante. Nadie más estaba en la cabina. En la guantera llevaba una Walther nueve milímetros y, al alcance de la mano, un walkietalkie para informar, a intervalos regulares, cómo andaba todo. Atravesé la ciudad de un extremo al otro, hasta la madrugada. El camión era dócil y doblaba con elegancia. Descendí primero por la avenida Callao, luego retomé por Rodríguez Peña y enfilé hacia Combate de los Pozos, Entre Ríos y Vélez Sársfield. Era la primera vez que andaba sin rumbo, sin plazos, y sentí que sólo de esa manera la vida valía la pena.

A la altura del Instituto Malbrán entré en Amancio Alcorta y luego me desvié al norte, a Boedo y Caballito. Iba despacio, para ahorrar nafta. Las calles estaban llenas de baches y era difícil evitar los barquinazos. La voz del poeta me sobresaltó:

– En ninguna parte se escribe mejor que en las tinieblas, -dijo.

No sabía que el tanque podía comunicarse con la cabina del camión a través de una pestaña de aire casi imperceptible, que se abría desde atrás de la letrina.

– Voy a llevarte a Parque Chas, -dije.

– Que el punto de llegada sea el punto de partida, -contestó. Siempre vamos a tener la culpa de todo lo que ocurra en el mundo.

Cuando empezó a clarear, estacioné el camión en la esquina de Pampa y Bucarelli y salí a comprar café y bizcochos. Luego crucé las vías del ferrocarril y me detuve a un costado del club Comunicaciones. Nadie podía vernos. Abrí la entrada de la cisterna y le dije al poeta que bajara a estirar las piernas.

Me despertaste, se quejó.

Tenemos pocas paradas, dije. Y es mejor salir ahora y no cuando te esté enloqueciendo la claustrofobia.

Apenas lo vi alejarse unos pasos, eché una mirada al interior del tanque. A pesar de los respiraderos, el aire era pesado y a la altura de la cabeza flotaba un olor agrio y a la vez seco, que no se parecía a ningún otro. Ceniza rancia, me dije, aunque toda ceniza lo es. Cal y flores. Abrí el ataúd. Me sorprendió que la chapa de protección estuviera desprendida, porque cuando lo retiramos del cementerio no oí el ruido de piezas sueltas. La sombra que yacía allí dentro debía de ser nomás la de Aramburu: tenía enlazado un rosario en lo que alguna vez fueron sus dedos y, sobre el pecho, llevaba la medalla del Regimiento 5 de Infantería que habían encontrado en la calle Bucarelli. La mortaja estaba deshilachada y lo que quedaba del cuerpo era muy poca cosa, casi las migajas de un niño.

Apoyado en uno de los guardabarros del camión, el poeta mordía un bizcocho.

– No tiene sentido ir de un lado para otro, -dijo. Me sentí madame Bovary viajando toda la noche con su amante por los suburbios de Ruán.

– Yo era el cochero, -dije, y no estaba tan desesperado como el de la novela por bajarme en un bodegón.

– Habría sido mejor que te bajaras y te quedaras quieto. A mí se me pasó el tiempo escribiendo un poema, a la luz de la linterna. Si enganchamos un camino monótono, te lo leo.

Cuando retomamos la marcha, elegí el camino más monótono que conozco: la avenida General Paz, en la frontera norte y la oeste de Buenos Aires.

– Tinieblas para mirar -me dijo el poeta, desde el tanque-. Se están agotando las pilas. En cualquier momento voy a quedar ciego.

Veo jactancias y humildades apócrifas y bastante sufrimiento disimulado. Veo la luz compartida de las inconsciencias, veo, veo, una ramita, de qué color: no puedo decirlo.

Siguió así. Leyó el poema completo y siguió con otros hasta que la linterna se le fue enturbiando y apagando.

Veo y quisiera descansar un poco, se entiende.

– Veo poco, -dijo. A eso de las seis de la tarde fuimos a cargar nafta a la casa operativa, bajamos un momento a tomar café y sentí el peso del día en el cuerpo. No tenía sueño ni sentimientos ni deseos y hasta podría decir que ya no pensaba. Sólo el tiempo se movía dentro de mí en alguna dirección que no sé precisar, el tiempo se retiraba de la infancia sin infancia que compartimos -le dijo el Mocho Andrade a Martel, y Alcira me lo repitió después, en la misma primera persona que había ido pasando de una persona a otra-, y por alguna razón se perdía en lo que quizás era mi vejez, todos éramos viejísimos en alguna ráfaga perdida de aquel día.

Vi al poeta salir de las tinieblas de la cisterna con la edad de su padre. La cercanía de la muerte lo había desquiciado: un mechón de pelo le caía, como siempre, sobre la frente, pero estaba desteñido y mustio, y la mandíbula ancha, de buey, se le estaba desplomando. Esa noche acampamos en parque Centenario y al amanecer del otro día me puse a dar vueltas por Parque Chas, donde los vecinos no se sorprendieron cuando el camión pasaba una vez y otra vez por las calles con nombres de ciudades europeas: Berlín, Copenhague, Dublin, Londres, Cádiz, en las que el paisaje, aunque era siempre el mismo, tenía vetas de bruma u olor a puerto, como si realmente atravesáramos esos lugares remotos. Una vez más me perdí en el enredo de las calles, pero esa mañana lo hice a propósito, para que el tiempo se me fuera yendo en encontrar una salida. Seguía la curva de la calle Londres y sin saber cómo ya estaba en la dear dirty Dublin de Jimmy Joy, sí, o el camión retozaba por el Tiergarten rumbo al Muro de Berlín, saludando a los vecinos que se mostraban siempre indiferentes, porque ya estaban acostumbrados a que los vehículos se desconcertaran en Parque Chas y fueran abandonados por los choferes.