Una de las maestras de baile se acercó y me preguntó si quería ensayar algunas figuras.
– Andá, animáte, me -dijo el Tano. Con Valeria aprende todo el mundo.
Dudé. Valeria suscitaba instintiva confianza, y afán de protegerla, y ternura. Su cara se asemejaba a la de mi abuela materna. Tenía una frente despejada, altiva y unos ojos castaños rasgados.
– Soy muy torpe, -le dije. No me hagas pasar vergüenza.
– Entonces, te vengo a buscar después.
– Después, otro día, -respondí con sinceridad.
Cuando el Tano Virgili se levantaba de la silla junto al bar para observar el vaivén de las parejas, yo me quedaba siempre con alguna palabra a medio pronunciar. La palabra se me caía de los labios y rodaba entre los bailarines, que la destrozaban con sus tacos antes de que pudiera recogerla. Por fin logré que respondiera a mi pregunta sobre Julio Martel con tantos detalles que al volver a la pensión me costó trabajo resumirlos. "Martel", me dijo, "se llamaba en verdad Estéfano Caccace. Se lo cambió porque, con ese nombre, ningún locutor lo habría presentado con seriedad. Imagináte, Caccace. Cantó acá, cerca de donde vos estás sentado, y hubo un tiempo en que los entendidos sólo hablaban de su voz, que era única. Tal vez siga siéndolo. Hace ya mucho que no sé nada de él." Me tomó del hombro y soltó esta aclaración previsible: "Para mí, era mejor que Gardel. Pero no lo repitas".
Después de aquella noche tomé un enjambre de notas que quizá sean fieles al relato de Virgili, pero me he quedado con la sensación de que he perdido el tono, la atmósfera de lo que dijo.
Apenas recuerdo el largo paseo que emprendimos más tarde el Tucumano y yo. Nos movíamos de un sitio a otro de la ciudad, en lo que él llamaba "la peregrinación de las milongas". A pesar de que la escenografía y los personajes cambiaban a una velocidad que mis sentidos no podían alcanzar -yendo de la oscuridad cerrada a las luces psicodélicas, de salas de baile para varones a otras donde proyectaban imágenes de una Buenos Aires pretérita y tal vez ilusoria, con avenidas que repetían las de Madrid, París y Milán, entre orquestas de señoritas y tríos de violines jubilados-, mi espíritu se había detenido en algún punto donde nada sucedía, como al amanecer de una batalla que estaba por librarse en otra parte, quizá por la fatiga del viaje o porque esperaba que el inasible Martel apareciera en cualquier lugar de la eterna noche. Fuimos al vasto galpón del Parakultural, también a La Catedral, a La Viruta y a El Beso, que estaban casi vacíos, porque el ritual de las milongas cambiaba al compás de los días. Había sitios asignados para el baile los miércoles de una a tres de la madrugada, o los viernes de once a cuatro. La telaraña de los nombres añadía confusión a la liturgia. Oí que un par de aficionados alemanes se citaba en el Parakultural llamándolo Sociedad Helénica, aunque luego averigüé que éste era tan sólo el nombre del edificio, situado en una calle que para algunos era Canning y para otros Scalabrini Ortiz.
Aquella noche tuve la impresión de que Martel podía estar en dos o tres lugares a la vez, o en ninguno, y también pensé que quizá no existía y era otra de las muchas fábulas de la ciudad. Borges había dicho, citando al obispo Berkeley, que si nadie percibía una cosa, ese algo no tenía por qué existir, esse est percipi. Por un momento sentí que la frase podía definir la ciudad entera.
Hacia las tres de la mañana volví a ver a Valeria en una sala enorme que se llamaba La Estrella, y que el sábado anterior se había llamado La Viruta. Bailaba con un turista japonés ataviado como un tanguero de manual, con zapatos refulgentes de tacos altos, pantalones pegados a las piernas, un saco cruzado al que le desprendía los botones cuando terminaba la música, y una escultura de gomina en la cabeza que parecía dibujada con regla y compás.
Me impresionó que Valeria tuviera la misma frescura de cinco horas antes, en El Rufián, y que condujera al japonés con la destreza de una titiritera, obligándolo a girar sobre su eje y a cruzar las piernas una vez y otra, mientras ella permanecía inmóvil en la pista, concentrada en el centro de gravedad de su cuerpo.
Creo que aquella fue la última visión de la noche porque ya sólo me recuerdo en un colectivo tardío, desembarcando cerca de la pensión de la calle Garay y arrojándome sobre la oscuridad bendita de mi cama.
He leído en un antiguo ejemplar de la revista Satiricón que la verdadera madre de Julio Martel, avergonzada porque el recién nacido parecía un insecto, lo arrojó a las aguas del Riachuelo en una canastilla de mimbre, de la cual lo rescataron sus padres adoptivos. Ese relato siempre me ha parecido un desvío religioso de la verdad. Tiendo a creer que es más fiel la versión que me dio el Tano Virgili.
Martel nació hacia el final del tórrido verano de 1945, en un tranvía de la línea 96 que en aquella época cubría el recorrido entre Villa Urquiza y Plaza de Mayo. A eso de las tres de la tarde, la señora Olivia de Caccace caminaba por la calle Donado con el escaso aliento que le permitían sus siete meses de gravidez. Iba a la casa de una hermana enferma de gripe, con una cesta de cataplasmas y una bolsa de caramelos de leche envueltos en papel celofán. Las baldosas de la vereda estaban flojas y la señora Olivia se desplazaba con cuidado. A lo largo de la cuadra, todas las casas compartían su monótono aspecto: un balcón ventrudo de hierro forjado, a la derecha de un zaguán que daba a una puerta cancel de vidrio con biseles y monogramas. Debajo del balcóñ se abría una ventana enrejada, a través de la cual se recortaban a veces las caras de algunas viejas y niños para quienes el paisaje de la calle, entrevisto a ras del suelo, era el único entretenimiento. Ninguna de esas casas se parece ya a lo que era hace medio siglo. La mayoría de las familias, en el apuro de sobrevivir, debió vender a los corralones de construcción los vidrios de las puertas y el hierro de los balcones.
Cuando la señora Olivia pasaba frente a la casa situada al 1620 de la calle Donado, una mano masculina le aferró uno de los tobillos y la arrojó al piso. Más tarde se supo que allí se alojaba un deficiente mental de casi cuarenta años al que habían dejado junto a la ventana del sótano para que tomase aire. Atraído por la bolsa de caramelos de leche, el idiota no imaginó mejor ardid que derribar a la mujer.
A los gritos de socorro, un comedido logró sentar a la señora Olivia en el tranvía 96, que providencialmente pasaba por la esquina. Esa línea atravesaba varios hospitales en su trayecto, por lo que se le encomendó al conductor que la bajara en el más próximo. No alcanzó a llegar a ninguno. A los diez minutos de travesía, la señora Olivia sintió que perdía líquido a raudales y experimentó los síntomas del parto inminente. El vehículo se detuvo y el conductor llamó desesperado a las casas del vecindario en busca de tijeras y agua hervida. El niño prematuro, un varón, debió ser depositado en una incubadora. La madre insistió en que lo bautizaran cuanto antes con el mismo nombre del padre muerto seis meses atrás, Stéfano. Ni el párroco ni el Registro Civil aceptaron la grafía italiana, por lo que lo inscribieron, al fin, como Estéfano Esteban.
Aunque era alérgico a los gatos y al polen, sufría de diarreas frecuentes y de dolores de cabeza, el niño creció sin dificultad hasta los seis años. Le apasionaba jugar al fútbol y parecía dotado para los ataques veloces desde las alas. Todas las tardes, mientras la señora Olivia se afanaba en la máquina de coser, Estéfano corría por el patio detrás de la pelota, esquivando a rivales imaginarios. En una de esas ocasiones, tropezó con un ladrillo y cayó. Al instante se le formó un derrame desmesurado en la pierna izquierda. El dolor era atroz, pero el incidente parecía tan nimio que la madre no le dio importancia. Al día siguiente, la mancha se extendió y viró a un púrpura amenazador.
En el hospital diagnosticaron que Estéfano era hemofílico. Estuvo un mes en reposo. Al levantarse, el roce ligero de una silla le provocó otro derrame. Tuvieron que enyesarlo. Quedó así condenado a una quietud tan constante que los músculos se le entumecieron. Desde entonces -si acaso hay un entonces para lo que nunca terminará- sobrevino un continuo infortunio. Al niño se le desarrolló un torso enorme, sin armonía con las piernas raquíticas. No podía ir a la escuela y sólo veía a un amigo, el Mocho Andrade, que le prestaba libros y se resignaba a jugar con él a la escoba y al truco. Aprendió a leer de corrido con maestras particulares que le enseñaban de favor. A los once, a los doce años, pasaba las horas oyendo tangos en la radio y, cuando alguno le interesaba, copiaba la letra en un cuaderno. A veces, anotaba también las melodías. Como no conocía los signos musicales, inventó un sistema de rayas, puntos de diez o doce colores y circunferencias que le permitían recordar acordes y ritmos.