– Es la hora de irnos, -dijo.
Me cubrió los ojos con un paño negro y lentes oscuros. Así salí de la casa operativa, a ciegas, apoyado en su hombro. Durante más de una hora me dejé llevar por caminos que olían a vacas y a pasto mojado. Después, me envolvió un persistente tufo a nafta. Nos detuvimos. La mano del poeta me quitó los anteojos y la venda negra. Estábamos a pleno sol y mis ojos tardaron más de la cuenta en acostumbrarse. Advertí, a cien metros, los depósitos y torres de una destilería de petróleo. Había una larga fila de camiones cisterna idénticos al que yo conocía ante la puerta de entrada, mientras otros también iguales salían, cada cinco minutos o quizá menos. Estuvimos en silencio ya ni sé cuánto tiempo, contemplando aquel vaivén rítmico y tedioso.
– ¿Vamos a estar aquí todo el día?, -dije. Creí que el trabajo había terminado.
– Nunca se sabe cuándo algo termina.
En ese instante salió nuestro camión de la destilería. Era una imagen demasiado familiar como para no reconocerla. Le habíamos pintado, además, una imperceptible raya amarilla sobre la puerta del tanque y, desde donde estábamos, veíamos el fulgor de la raya tocada por el sol.
– ¿Lo seguimos?, -pregunté.
– Vamos a dejar que se aleje, -dijo el poeta. Hasta soplar las cenizas.
El imponente cilindro se perdió en la ruta, cargado con su pequeño lago de nafta. Llevaba un cuerpo que se desintegraría al paso de los años e iría dejando briznas de sí en los tanques subterráneos de las estaciones de servicio y, a través del escape de los automóviles, en el aire sin donaire de Buenos Aires.
– Te llevo. ¿Adónde vas?, -preguntó el poeta.
– Dejáme en cualquier parte, cerca de Villa Urquiza. Voy a caminar.
Quería pensar en el sentido de lo que había hecho, saber si estaba huyendo de algo o yendo hacia algo. Mi confianza se apoya en el profundo desprecio por este mundo desgraciado, me había dicho el poeta. Le daré la vida para que nada siga como está.
Nos pasamos dando la vida por causas que no entendemos por completo sólo para que nada siga como está, le dijo el Mocho a Martel aquella noche del Sunderland.
Las parejas bailaban alrededor, indiferentes. Un cortejo de alevillas rondaba cerca de los reflectores. Algunas los rozaban y morían sobre el vidrio candente. Martel estuvo largo rato perturbado. La historia grande había rozado al Mocho con sus alas y él también oía el vuelo. Era un sonido más fuerte que el de la música, más dominante y vivo que el de la ciudad. Debía de abrazar el país entero y al día siguiente, o al otro, estaría en la tapa de los diarios. Sentía deseos de decir, como la señora Olivia ante la muerte, "qué poquita cosa somos, qué nada somos en la eternidad", pero tan sólo dijo: "Yo también canto sólo por eso: para que regrese lo que se fue y nada siga como está".
A la mañana siguiente, -me contó Alcira-, el Mocho quiso que Martel lo acompañara a visitar la casa de la calle Bucarelli, donde había empezado el laberinto de su propia vida. Las radios anunciaban el regreso del cadáver de Evita y el hallazgo de la camioneta blanca con el ataúd de Aramburu. Si lo que Andrade pretendía era poner fin a una historia y retirarse del pasado para empezar de nuevo -como le dijo al cantor en el Sunderland-, no le quedaba otro recurso que volver a Parque Chas y velar allí las ruinas de su vida.
La mañana se les fue en una decepción tras otra. La casa de la conspiración estaba cercada por vallas policiales y un patrullero montaba guardia junto a la puerta. A lo lejos, en las calles que se abrían en círculo y en las veredas que se interrumpían sin aviso, no se veía un alma y el silencio era tan opresivo que cortaba el aliento. Ni siquiera los perros asomaban el hocico a través de las cortinas. No pudieron detenerse a mirar las ventanas del piso alto para no despertar las sospechas del patrullero, de modo que doblaron por Ballivian hacia la calle Bauness y allí volvieron a subir la pendiente que desembocaba en Pampa. De vez en cuando, Martel se volvía hacia el Mocho y advertía en él un desconsuelo creciente. Habría querido tomarlo del brazo pero temía que cualquier gesto, cualquier roce, desatara el llanto de su amigo.
Al llegar a la parada del colectivo, Andrade dijo que en ese punto debían separarse porque lo estaban esperando en otra parte, pero Martel sabía que esa parte era nada, la perdición, que ya no le quedaba nadie a quien pedir refugio. Ni siquiera intentó retenerlo. El Mocho parecía demasiado apurado y se desprendió de su abrazo como si estuviera desprendiéndose de sí mismo.
No volvió a tener noticias de él sino once arios más tarde, cuando uno de los sobrevivientes de la dictadura mencionó al pasar que un hombre macizo, con voz de gallo, había sido trasladado una noche de verano desde las mazmorras del Club Atlético, es decir, llevado hacia la muerte. El testigo ni siquiera conocía el nombre verdadero de la víctima, sólo sus apodos de combate, Rubén u Ojo Mágico, pero el dato de la voz le bastó a Martel. El nombre de Felipe Andrade Pérez no figura en ninguna de las infinitas listas de desaparecidos que han circulado desde entonces, ni consta en las actas del juicio a los comandantes de la dictadura, como si nunca hubiera existido. La historia que había contado en el Sunderland estaba, sin embargo, llena de sentido para Martel. Representaba lo que él mismo habría querido vivir si hubiera podido, y también -aunque de eso no estaba tan seguro- representaba la muerte rebelde que habría querido tener. Fue por eso, -me dijo Alcira-, que se hizo teñir el pelo de oscuro, con la ilusión de que así regresaría a su ser de veintisiete años antes, se puso el pantalón a rayas y el saco negro cruzado de los recitales, y salió un atardecer de hace dos semanas a evocar a su amigo en la esquina de Bucarelli y Ballivian, ante la casa a la que no habían podido entrar la última vez que se vieron.
Acompañado por la guitarra de Sabadell, Martel cantó Sentencia, de Celedonio Flores. A pesar del maquillaje en las ojeras y los pómulos, estaba pálido, lleno de ira contra el cuerpo que lo había abandonado cuando más lo necesitaba. -Creí que iba a desmayarse, -dijo Alcira-. Se apretó el vientre con fuerza, como si sostuviera algo que se le estaba cayendo, y así avanzó:
El tango es largo, dura más de tres minutos y medio. Temí que no pudiera terminarlo. Las coreanitas de la galletitería lo aplaudieron como habrían aplaudido a un tragasables. Tres chicos que pasaban en bicicleta gritaron "¡Otra!" y se fueron. -Tal vez la escena te parezca patética, -me dijo Alcira-, pero en verdad era casi trágica: el más grande cantor argentino abría sus alas por última vez ante gente que no entendía lo que estaba pasando.
Sabadell se entretuvo un rato con la guitarra, saltando de un fragmento de La cumparsita a otros de Flor de fango y La morocha, hasta que se detuvo en La casita de mis viejos. Más de una vez Martel estuvo a punto de quebrarse en sollozos mientras cantó ese tango. Debía dolerle la garganta, quizá le dolería el recuerdo de un muerto que no quería aceptar su condición, como todos los que no tienen tumba. ¿Por qué no lloraba, entonces?, se dijo Alcira y luego me lo dijo a mí, en el hospital de la calle Bulnes, ¿por qué contuvo un llanto que a lo mejor lo habría salvado?
Sudaba a mares. Le dije que nos fuéramos -me contó Alcira-, le dije tontamente que ya Felipe Andrade sin duda había cantado con él en su eternidad, pero me rechazó con una firmeza o fiereza que antes jamás había mostrado. Me dijo: "Si para los demás fueron dos tangos, ¿por qué van a ser también dos para el amigo que más quise?"
Sin duda había hablado del tema con Sabadell, porque el guitarrista me interrumpió con el preludio de Como dos extraños.
– La letra de esa canción es un conjuro contra el pasado intacto que Martel trataba de resucitar, -me dijo Alcira-. Esa tarde, sin embargo, en la voz de Martel fluyó un pasado que no estaba muerto, como no puede estar muerto lo que sólo ha desaparecido y permanece y dura. El pasado de aquella tarde se mantenía, tenaz, en el presente, mientras él lo cantaba: era el ruiseñor, la alondra del principio del mundo, la madre de todos los cantos. Todavía no puedo entender cómo respiraba, de dónde sacaba fuerzas para no desfallecer. Me descubrí llorando cuando le oí decir, por segunda vez:
Yo misma estaba recordando lo que jamás había vivido.
Con la última palabra de Como dos extraños Martel se vino abajo, mientras la gente de Parque Chas pedía otro y otro tango. Cuando cayó en mis brazos le oí decir, sin fuerzas: "Lleváme al hospital, Alcira, que no doy más. Lleváme que me muero".