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– ¡Venga a ver lo que es esto, Cogan! Cuánta gente, mamma mía, qué quilombo se está armando.

Nos asomamos a un balconcito del tercer piso. Las mareas humanas avanzaban hacia el Congreso blandiendo tapas de cacerolas y fuentes enlozadas, y golpeándolas con un ritmo que nunca salía de su cauce, como si estuvieran leyendo todos a la vez la misma partitura. Repetían con voz bronca un indignado estribillo:

¡Que se vayan todos! ¡Que no quede uno solo!

Un muchacho de ojos negros y húmedos como los del Tucumano marchaba al frente de un grupo de quince o veinte personas: la mayoría eran mujeres que llevaban sus hijos en brazos o a horcajadas sobre la nuca. Una de ellas nos gritó, al vernos en el balcón:

– ¡Vengan a poner el cuerpo! ¡No se queden mirando la tele!

Sentí una punzada de melancolía por mi amigo, al que no había vuelto a ver desde que cerraron la pensión de la calle Garay, y tuve el presentimiento de que lo encontraría en la efervescencia de allí abajo. Imaginé que él me oiría, donde quiera estuviese, si yo lo llamaba con todo el deseo que llevaba dentro. Así que también grité:

– ¡Ya voy!, ¡ya voy!, ¿dónde van a juntarse? -En el Congreso, en la Plaza de Mayo, en todas partes, me respondieron. Vamos a todas partes-.

Intenté convencer al portero de que se uniera a la corriente, pero él no quería dejar el hotel desguarnecido ni vestirse. Me acompañó hasta la puerta, advirtiéndome que no hablara mucho. Tené un acento muy junado, vo, me dijo. Yanqui hasta la manija. Cuidáte. Me entregó una camiseta a rayas celestes y blancas, como la del seleccionado argentino de fútbol, y así me mimeticé con la multitud.

Ya todos saben lo que sucedió durante los días que siguieron, porque los periódicos no hablaron de otra cosa: de las víctimas de una policía feroz, que dejó más de treinta muertos, y de las cacerolas que tremolaban sin cesar. Yo no dormí ni volví al hotel. Vi al presidente fugarse en un helicóptero que se alzó sobre una muchedumbre que le mostraba los puños, y esa misma noche vi a un hombre desangrarse en las escalinatas del Congreso mientras apartaba con sus brazos la desgracia que se le venía encima, revisándose los bolsillos y los recuerdos para saber si todo estaba en orden, la identidad y los pasados de su vida en orden. No nos dejés, le grité, aguantá y no nos dejés, pero yo sabía que no era a él a quien se lo decía. Se lo decía al Tucumano, a Buenos Aires, y también me lo decía a mí mismo, una vez más.

Di vueltas por la Plaza de Mayo, por la Diagonal Norte, donde las multitudes destrozaban las fachadas de los bancos, y hasta caminé hacia el bar Británico, donde tomé un café con leche y comí un sandwich sin jugadores de ajedrez alrededor, ni actores que regresaran del teatro. Todo parecía tan quieto, tan apagado, y sin embargo nadie dormía. Los fragores de la vida discurrían en las veredas y en las plazas como si el día empezara. Y el día empezaba siempre aunque fueran las cuatro de la tarde o la medianoche o las seis de la mañana.

Mentiría si dijera que me acordé de Martel mientras iba de un lado a otro. De Alcira me acordaba a ratos, sí, pensaba en ella, y cuando veía los estropicios de flores en torno a los kioscos de las avenidas, pensaba en levantar un ramo para llevárselo.

Volví al hotel el viernes por la mañana, treinta y cinco horas después de haber bajado en busca del manifestante de ojos húmedos -al que nunca más vi- y, como creía que todo había terminado, dormí hasta la noche. En esos días hubo una sucesión de presidentes, cinco en total contando al que yo había visto fugarse en helicóptero, y todos ellos, salvo el último, terminaron solitarios y abandonados, escondiéndose de la furia pública. El tercero duró una semana, alcanzó a repartir saludos de Navidad y estuvo a punto de imprimir una nueva moneda, que reemplazaría a las once o doce que daban vueltas por ahí. Sonreía, incansable, ante la marea de desdichas, acaso porque veía fuegos donde para los demás todo era ceniza.

La noche antes de que aquel Joker asumiera, un sábado, caminé hasta la costa del río, vadeando las vías de un ferrocarril que no existía y desafiando la oscuridad cerrada del sur. Un barco enorme, con todas las luces encendidas, avanzó a mi derecha, más allá de la Fuente de las Nereidas, cuyas figuras en celo habían consumido de deseo a Gabriele D'Annunzio. Tuve la impresión de que el barco hendía lentamente las calles de la ciudad, aunque sabía que eso era imposible. Se movía entre los edificios con la cadencia de un camello fantasmal, mientras la noche abría su palma y soltaba la espesura de las estrellas. Cuando el barco desapareció y la oscuridad volvió a cerrarse en torno de mí, me tendí en la balaustrada de piedra que se alza frente a los matorrales del río y contemplé el cielo. Descubrí que, junto al laberinto de las constelaciones, entre Orión y Tauro, y más allá, entre Canopus y Camaleón, se abría otro laberinto aún más indescifrable de corredores vacíos, espacios limpios de cuerpos celestiales, y entendí, o creí entender, lo que Bonorino me había dicho en la pensión la noche en que me pidió el libro de Presteclass="underline" que la forma de un laberinto no está en las líneas que lo dibujan sino en los espacios entre esas líneas. Abriéndome camino en la vastedad del firmamento, trataba de encontrar pasillos que comunicaran entre sí las vetas de negrura pero, apenas avanzaba, una constelación o una estrella solitaria me cerraban la marcha. En la Edad Media se creía que las figuras del cielo se repetían en las figuras de la tierra, y así también ahora, en Buenos Aires, si yo andaba en una dirección la historia me desandaba en otra, las esperanzas se desesperanzaban y las alegrías de la tarde se desalegraban cuando caía la noche. La vida de la ciudad era un laberinto.

Empezaron a castigarme ráfagas de calor húmedo. Las ranas croaban entre los juncos del río. Tuve que irme, porque me estaban devorando los mosquitos.

Al mediodía siguiente, el portero llamó a mi cuarto para invitarme a tomar mate y a ver por televisión el juramento de los ministros elegidos por el Joker.

– Lo hubiera despertado má temprano, míster Cogan, pero me dio no sé qué. Una apoteosi, vea, tenemo ahora un presidente joya. No se imagina el dicurso que se mandó.

En el televisor vi desfilar a un par de analistas políticos que definieron al Joker como "un torbellino de trabajo, alguien que hará en tres meses lo que no se hizo en diez años". Y así parecía. Cuando las cámaras lo enfocaban, se mostraba movedizo, jovial, y a cada rato repetía: "A ver si de una vez me entienden. Soy el presidente, ¿oyeron? Pre si den te".

Donde quiera fuese lo seguía un cortejo de funcionarios con grabadores y carpetas. En un par de ocasiones pidió que lo dejaran solo para meditar. Por la puerta entornada de su despacho se lo vio alzar los ojos al techo con las palmas unidas. Me llamó la atención uno de los acólitos cuando lo vi alejarse por los corredores de la casa de gobierno. Caminaba con un ligero balanceo, como el Tucumano. Desde atrás, se lo podía confundir con éclass="underline" era alto, de cuello fuerte, espaldas anchas y pelo espeso, negro, pero yo llevaba ya días viendo al Tucumano en todas partes y no sabía cómo apartar el espejismo.

La antesala del Joker estaba llena de curas. Algunas Madres de Plaza de Mayo seguían allí, con sus pañuelos blancos en la cabeza, después de una entrevista inesperada en la que el presidente les había prometido justicia. Vi a un par de personajes de la televisión y a los ministros que se preparaban para jurar. Ya estaba aburriéndome cuando las cámaras se movieron a toda velocidad hacia un salón en cuya cabecera asomaba el busto de la República. Sobre la tarima de los juramentos, cientos de personas trataban de abrirse sitio y, a la vez, dejar libre el camino para el Joker. Estaban muy envaradas en sus trajes de domingo, sin creer aún en la importancia que les había llovido como un súbito maná. Lucían corbatas con fulgores que desorientaban a los camarógrafos, mocasines con borlas episcopales, vahos de seda que las ondulaciones electromagnéticas de la televisión no podían contener, anillos pesados que corregían la luz de los reflectores: aquellas galas sólo podían anunciar un festín, aunque por ningún lado se veía lo que iban a devorar. Me habría deleitado oyendo sus conversaciones, porque nunca tendría oportunidad de ver los relumbros del poder sino en la fugacidad de los noticiarios, y lo de aquel mediodía era un poder que se exhibía sin pudor ni temor, seguro de la eternidad que el Joker había conquistado. Pero los micrófonos sólo registraban el oleaje de las voces, el redoble de aplausos a un figurón corvo y cuervo, y el llanterío de los chiquillos llevados a la fuerza para que el Joker los besara, con camisas de pechera dura y faldas con puntillas y faralaes.

No en la tarima pero sí en la primera fila de los asistentes, entre los notables, divisé al Tucumano. La cámara le echó una ojeada rápida y me quedé con las dudas de que fuera él, pero pocos segundos después, en otra toma, pude admirar su transformación. Estaba peinado a la gomina, llevaba un traje de color mostaza brillante que le desconocía, una corbata con bacterias búlgaras y un portafolios rígido entre las piernas. Anteojos negros, además. Los flashes de los fotógrafos centelleaban sobre su indiferencia de divo puro Hollywood. Ha caminado por el costado y ahora está situándose en el centro, pensé. ¿Se lo debería al aleph? Canté en silencio a las glorias del Joker, que era capaz de producir tales milagros. Uno de los ministros por venir declaró, solemne, que el presidente había reunido a un puñado de hombres brillantes para rescatar al país del abismo. La cámara echó una ojeada a los salvadores y salió de allí, ahogada por los destellos. Eran pequeños soles vestidos con sedas mostazas, ebúrneas, celestiales y verdes alimonados. Todos se protegían con anteojos oscuros, tal vez de sus propias fosforescencias. Suspiré. Con un rápido ademán de mi corazón aparté al Tucumano para siempre. El poder lo ponía fuera de mi alcance, y yo no quería dejarme arrastrar por el ventarrón en que se había convertido su vida.