Выбрать главу

Había llamado varias veces al hospital por teléfono para averiguar cómo seguía Martel. Lo hice una vez cuando volví de mi larga vigilia al son de las cacerolas, y luego cada dos horas, tenaz, desde el momento mismo en que desperté, el viernes por la noche. Siempre recibía la misma respuesta: El enfermo continúa sin novedad.

Me parecía una frase tan desalentadora, tan agorera. ¿Cuál era, para esa voz, la línea divisoria entre la salud y la muerte? Un par de veces osé preguntar por Alcira, pero jamás logré que le pasaran mis mensajes.

El domingo regresé a los lugares donde habían sucedido los tumultos. Aún se veían los desastres de la batalla. Qué digo: el recuerdo de la batalla no se había movido. Quedaría levitando sobre la ciudad quién sabe por cuánto tiempo. Las esquirlas de vidrio, la sangre, las persianas hundidas por los palos, las tapas de cacerolas, las fuentes desportilladas, las cabinas telefónicas en ruinas, los cauchos quemados y aún ardiendo en el asfalto, la sangre, las huellas de la sangre lavada, las pancartas tronchadas por la caballería y por los viles tanques hidrantes, los despojos del mismo clamor por todas partes, Que se vayan todos. Que se vayan todos.

Los desastres seguían, y los todos también. Los días se iban y ellos se quedaban, a la sombra del Joker.

En la esquina de Diagonal Norte y Florida había dos grupos con palos que no habían saciado su afán de castigar a los bancos. Querían demolerlos con las manos, piedra a piedra. Oí a un hombre repetir, desalentado: Este país se acabó. Si ellos no se van, vayámonos nosotros. Pero dónde. Si yo supiera dónde.

Caminé por el Bajo hasta Callao y doblé en Las Heras. El sol castigaba con fiereza, pero ya no lo sentía. No recuerdo una soledad tan honda como la de aquella tarde, una soledad que me quemara y me doliera tanto.

– Quiero ver a Alcira Villar, dije a la entrada del hospital.

– Villar Alcira, Villar, no está en la lista. No pertenece al personal, -me advirtió la mujer de la recepción-. ¿Es una enferma? Hasta mañana están cancelados los horarios de visita.

– De Martel, Julio Martel, ¿qué sabe? Unidad de terapia intensiva. Cama catorce, creo.

La vi buscar en la computadora, diligente, afable.

– No se especifica ningún cambio, -me respondió. Sin novedad. Seguro que está mejor, o en el mismo estado.

Me fui al café de la esquina y me quedé en un rincón. Pronto va a ser Año Nuevo, pensé. 2002. Número de cejas en arco. En los tres meses anteriores había sucedido todo lo que podía suceder: los aviones estrellándose contra las Torres Gemelas a las semanas de mi partida desde JFK, Buenos Aires envejeciendo delante de mis ojos hora tras hora, yo embruteciéndome en la no nada de lo que no hacía. Volver a casa. Cuántas veces iba a decírmelo. Volver a casa, volvé a casa. ¿Qué esperaba? Que muriera Martel, me dije. Soy el cuervo que grazna sobre el mejor cantor de esta nación moribunda. Recordé a Truman Capote esperando que ahorcaran a Perry y Dick, los asesinos de A sangre fría, para poner punto final a su novela. Yo estaba también volando sobre la lumbre de un cadáver. Quoth the Raven, el cuervo. Deja mi soledad tal como está, recité. Leave my loneliness unbroken!

Algo más, sin embargo, podía suceder aún. Alcira entró en el café. Se instaló junto a la ventana y pidió una cerveza, encendió un cigarrillo. Nadie era el mismo en aquellos días, y ella tampoco era ella. La había

imaginado bebiendo sólo té y agua mineral, abstemia de tabaco. Mis intuiciones se estrellaron contra el piso. Estaba distraída. Echó una mirada a las noticias del diario que llevaba consigo, pero no las leyó. Con desaliento, apartó las hojas. La gente que veíamos pasar no parecía abrumada sino más bien incrédula. El país se iba a la mierda, decían todos, pero allí estaba. ¿Puede acaso morir una nación? Han muerto tantas y otras han vuelto a respirar entre las cenizas.

Decidí acercarme a su mesa. Me sentía vacío. Cuando alzó la cara hacia mí advertí el estrago que habían dejado en ella los últimos días. Llevaba los labios pintados y un poco de color en los pómulos, pero las desgracias estaban escritas en las ojeras que la envejecían. Le conté que había llamado con insistencia al hospital para preguntar por Martel. -Quise venir a acompañarte, -le dije, pero no me dejaban. Una y otra vez me repitieron que estaban prohibidas las visitas y que el enfermo seguía sin novedad.

– ¿Sin novedad? Ya no sé cómo hacer para levantarlo, Bruno. Le ha crecido el bazo, casi no orina, está hinchado. Hace tres días parecía haber resucitado. A eso de las seis de la tarde quiso que me sentara a su lado. Estuvimos hablando una hora, tal vez más. Me enseñó a memorizar los números y a combinarlos. Tres es un pájaro, treinta y tres son dos pájaros, cero tres son todos los pájaros del mundo. Es un arte muy antiguo, me dijo. Combinó diez o doce números de varias maneras y luego fue barajándolos al revés. Hablaba con esa cadencia monótona de los croupiers en los casinos. Como si estuviera actuando. No entendí por qué lo hacía y tampoco se lo quise preguntar.

– Tal vez para sentirse vivo. Para recordar quién había sido Martel alguna vez.

– Sí, ha de ser eso. Quiere levantarse pronto, -me dijo, y volver a cantar. Me pidió que comprometiera a Sabadell para un recital en la Costanera Sur. Es una ilusión, ya te das cuenta. Ni siquiera sabe cuándo podrá ponerse de pie.

– ¿Qué pasó en la Costanera?, -le pregunté. Ese lugar es un desierto ahora.

– ¿Cómo?, -Alcirita, me contestó. ¿No lo viste en el diario?

Recordé que había encontrado un recorte en el pantalón con el que vino al hospital, pero sólo alcancé a ver el título. Algo sobre un cuerpo desnudo entre los juncos.

– ¿Empeoró después de eso? ¿Me decís que empeoró?

– Esa misma noche se vino abajo. Le cuesta respirar. Creo que van a abrirle un canal. Yo no quiero que lo atormenten más, pero tampoco tengo derecho a decirlo. Llevo años al lado de Martel y, sin embargo, sigo siendo su nadie.

– Decíles lo que sentís, de todos modos.

– Lo que siento.

– Sí, los médicos siempre tratan de mantener viva a la gente, acá y en todas partes. Hay algo de orgullo en eso.

– Siento que no tiene por qué morir ahora. ¿Lo digo? Se van a reír a mis espaldas. No pienso en la muerte. Si quieren romperle la garganta para entubarlo, ¿cómo les puedo explicar que así se le iría la voz y, sin la voz, Martel sería otra persona? Se dejaría morir apenas se diera cuenta de lo que ha pasado. Aquella tarde, hace tres días, le hablé de vos, ¿te dije, no?

– No, no me lo dijiste.

– Le conté que llevás meses buscándolo.

– Ahora ya sabe dónde estoy, -me dijo-. Que venga a hablar conmigo, entonces. Que Bruno venga cuando quiera.

– No me dejarían verlo.

– Ahora no. Hay que esperar otra resurrección. Si estuvieras ahí todo el tiempo lo verías regresar a veces con tanta fuerza que dirías: Ya está, ya nunca más va a recaer.

– Ojalá pudiera yo estar siempre en el hospital. Sabés que no depende de mí.

Llevaba largo rato mirándola corno si no quisiera desprenderme de ella. Me retenían el cansancio de sus ojos, la lisura de su piel, el oscuro pelo alborotado por los huracanes del alma. Me parecía que aquellas señas de identidad resumían las de la especie humana. A veces la observaba con tanta intensidad que Alcira apartaba la mirada de mí. Habría querido explicarle que no era ella la que me atraía, sino las luces que Martel había dejado sobre su cara y que podía adivinar a medias, las reverberaciones de la voz moribunda que se inscribían sobre su cuerpo. De pronto, Alcira se dobló en dos para atarse las zapatillas blancas y chatas, de enfermera. Al erguirse miró el reloj, como si despertara.

– Qué tarde se ha hecho, -dijo. Martel ha de estar preguntando por mí.

– Sólo estuviste acá cinco minutos, -le dije. Antes te quedabas más tiempo.

– Antes no había pasado nada de lo que pasó. Ahora estamos todos caminando sobre vidrios. Cinco minutos es una vida entera.

La vi alejarse y me di cuenta que, lejos de ella, yo no tenía nada que hacer. No quería regresar al hotel entre las fogatas y los mendigos. Al m enos sabía ahora que Martel había señalado otro punto en su hipotético mapa: la Costanera Sur, por donde yo había andado, sin saberlo, la noche del sábado. Un cuerpo desnudo entre los juncos. Quizá se podía encontrar el dato en las hemerotecas. Recordé que todas estaban cerradas y que hasta la puerta de una de ellas habían llegado los incendios. El episodio que citaba Martel no debía, sin embargo, ser tan lejano. El recorte aún estaba en su pantalón. Por un momento me ilusioné con la idea de que Alcira me permitiera verlo, aunque sabía que era incapaz de semejante deslealtad.