Abrí el diario que había quedado olvidado sobre la mesa y yo también pasé las páginas con desaliento: las lúgubres, ensangrentadas noticias. Me llamó la atención un artículo extenso, ilustrado con fotos de niños y hombres casi desnudos entre parvas de basura. "Me di vuelta y vi que eran balas”, decía el desafiante título. Arriba se leía una leyenda más explicativa: "Fuerte Apache, dos días después". Era una minuciosa descripción del barrio donde habían ido a dar Bonorino y mis otros compañeros de la pensión. Al parecer, desde allí habían partido los primeros saqueadores de supermercados y ahora estaban velando a sus muertos.
Por lo que leí, Fuerte Apache debía ser una fortaleza: tres torres de diez pisos unidas entre sí en un campo de diez hectáreas, seis cuadras al oeste de la avenida General Paz, en el linde mismo de Buenos Aires. Alrededor de las torres se habían construido unas casillas alargadas de tres plantas que se conocían como "las tiras". Pensé en el bibliotecario desplazándose de una casilla a otra con su ristra de fichas, como un topo. "A todas horas", decía el artículo, "la música retumba. Cumbia, salsa: los jóvenes bailan por los senderos de barro con litronas de cerveza en las manos". Me pregunté qué serían las litronas. Quizá la jerga fierita estaba infiltrándose en los periódicos.
"Fuerte Apache estaba proyectado para veintidós mil habitantes pero a fines del año 2000 ya vivían más de sesenta mil. Es imposible dar una cifra certera. Por los nudos no se aventuran los censistas ni la policía. Ayer había, a la entrada de las tiras, unas diez capillas ardientes. En algunas se velaba a villeros abatidos durante los saqueos por la policía o por dueños de supermercados. En otras, a víctimas de balas perdidas o de grescas entre pandillas dentro de las torres."
Al pie del artículo se abría un recuadro escueto con la lista de muertos. Con estupor, descubrí el nombre de Sesostris Bonorino, empleado municipal. Quedé paralizado. Me castigó una sucesión de recuerdos que se parecían a relámpagos. Recordé el rap que el bibliotecario había cantado batiendo palmas, antes de que nos despidiéramos en la pensión:
Debí darme cuenta entonces de que una escena tan extravagante no podía ser casual. Bonorino estaba avisándome que había podido ver su propio fin, que no podía evitarlo y que tampoco le importaba. Contra mis torpes suposiciones, era posible, entonces, leer el futuro en la pequeña esfera tornasolada. El aleph existía. Existía. Lamenté que el epitafio del periódico fuera tan injusto. Bonorino había sido uno de los raros privilegiados -si no el único- que, al contemplar el aleph, se había encontrado cara a cara con la forma de Dios.
Tuve el impulso de ir hacia Fuerte Apache para averiguar qué había sucedido. No podía entender cómo un ser tan inocente había encontrado una muerte tan brutal. Me contuve. Aun si lograba entrar en las capillas ardientes, ya de nada servía. Fui resignándome a la idea de que el bibliotecario había podido verlo todo: mi noche con el Tucumano en el hotel Plaza Francia, la carta traicionera que escribí y la consecuencia inútil de esa traición. Me desconcertaba que, aun sabiéndolo, me hubiera confiado el cuaderno de contabilidad con las notas para la Enciclopedia Patria, que era la obra de su vida. ¿De qué podía servirle que yo u otro lo tuviera? ¿Por qué había confiado en mí?
Lo único que ahora tenía sentido era recuperar el aleph. Si lo encontraba, no sólo podría ver las dos fundaciones de Buenos Aires, la aldea de barro con sus apestosos saladeros, la revolución de mayo de 1810, los crímenes de la Mazorca y los de ciento cuarenta años después, la llegada de los inmigrantes, las fiestas del Centenario, el Zeppelin volando sobre la ciudad orgullosa. También podría oír a Martel en todos los lugares donde había cantado y saber en qué momento preciso estaría lúcido para que habláramos.
Subí al primer colectivo que iba hacia el sur y caminé, sin aliento casi, hasta la pensión de la calle Garay. Si alguien seguía viviendo allí, bajaría al sótano con cualquier pretexto y me acostaría decúbito dorsal, alzando los ojos hacia el escalón décimo noveno. Vería el universo entero en un solo punto, el torrente de la historia en una fracción infinitesimal de segundo. Y si el lugar estaba clausurado, violentaría la puerta o abriría la vieja cerradura. Había tomado la precaución de conservar las llaves.
Iba preparado para todo, menos para lo que hallé. La pensión había sido reducida a escombros. En el espacio que correspondía a la vieja recepción descansaba, siniestra, una máquina topadora. Aún seguía en pie el primer tramo de la escalera que llevaba a mi cuarto. En la calle, junto a la vereda, bostezaba uno de esos volquetes en los que se arrojan los restos de las demoliciones.
Era ya noche cerrada y el sitio no estaba guardado por serenos ni reflectores. Avancé a ciegas entre las vigas y los restos de mampostería, sabiendo que acá y allá se abrían huecos en los que, si caía, iba fatalmente a fracturarme. Quería llegar al sótano como fuera.
Esquivé un par de ladrillos que se precipitaron desde los esqueletos del muro. Aun en aquella desolación de la que se habían borrado todas las referencias, estaba seguro de poder orientarme. El mostrador, me dije, los restos de la balaustrada, el cubículo de Enriqueta. Diez o doce pasos hacia el oeste debía estar el rectángulo por el que había visto asomar tantas veces la cabeza calva y sin cuello del bibliotecario. Salté sobre unas tablas erizadas de clavos y filosas uñas de vidrio. Tropecé después con un cerco de madera, más allá del cual se abría un foso. La oscuridad era tan espesa que intuía más de lo que veía. ¿Se trataba en verdad de un foso? Pensé que debía bajar a explorarlo, pero no me animé. Arrojé al fondo uno de los cascotes que tenía al alcance de la mano, y la piedra resonó contra otras piedras casi al instante. No era, por lo tanto, muy profundo. Quizá con el auxilio de una antorcha, por precaria que fuera, podría bajar. No llevaba conmigo ni un mísero fósforo. La luna se había ocultado hacía mucho tras una marejada de nubes. Estaba en su fase creciente, casi llena. Decidí esperar a que se despejara el cielo. Toque la cerca y mis manos palparon un papel arrugado, pegajoso. Traté de apartarlo, pero el papel no se despegaba de mí. Tenía una consistencia espesa y rugosa, como la de una bolsa de cemento o la de una cartulina barata. El resplandor fugaz de un auto que cruzó la calle me permitió vislumbrar de qué se trataba. Era una ficha de Bonorino, que había resistido a la destrucción, al polvo y a las palas mecánicas. Pude leer en ella tres letras: I A O. Tal vez nada significaban. Tal vez, si no las había dibujado el azar, equivalían a la idea del Absoluto que se encuentra en Pistis Sophia, los libros sagrados de los gnósticos. Ni siquiera tuve tiempo de pensarlo. En ese instante se abrió un claro en el cielo y el foso apareció, inequívoco, delante de mí. Por las dimensiones, por el emplazamiento, advertí que la excavación ocupaba el lugar del antiguo sótano. Donde había estado la escalera de diecinueve peldaños, se divisaba ahora un enrejado vertical. Justo entonces, cuando a nadie se le ocurría construir en una Buenos Aires que se venía abajo, mi pensión había sido derribada por la fatalidad. El aleph, el aleph, dije. Traté de ver si quedaba algún rastro. Contemplé desolado los montículos de tierra removida, los bloques de hormigón, el aire indiferente.
Estuve largo rato ante las ruinas, incrédulo. Pocas semanas atrás, cuando nos despedimos en la pensión, Bonorino me había desafiado a que me acostara bajo el escalón décimo noveno, decúbito dorsal, seguro de que yo no lo haría. Puesto que lo sabía todo, sabía también que yo me negaría. Había previsto el trajín de las topadoras sobre los cascotes de la pensión, el vacío, el edificio que aún no habían erigido y el que se alzaría allí cien años después. Había visto cómo la pequeña esfera que contenía el universo desaparecía para siempre bajo una montaña de basura.
Aquella medianoche en la pensión yo había desperdiciado mi única oportunidad. Jamás tendría otra. Grité, me senté a llorar, ya ni recuerdo lo que hice. Vagué sin rumbo por la noche de Buenos Aires hasta que, poco antes del alba, volví al hotel. Afronté, como Borges, intolerables noches de insomnio, y sólo ahora empieza a trabajarme el olvido.
El día que siguió a esa desgracia era víspera del Año Nuevo. Temprano, me di una ducha rápida y desayuné sólo una taza de café. Tenía prisa por llegar temprano al hospital. Dejé un mensaje en la unidad de terapia intensiva avisándole a Alcira que esperaría el llamado de Martel en las escalinatas de la entrada o en la sala de visitas. No pensaba moverme de allí. Los mensajes, los servicios, todo parecía haber vuelto a la normalidad. La noche anterior, sin embargo, las cacerolas habían repiqueteado otra vez. El enésimo estallido de cólera popular había desalojado al Joker del poder, junto con su ristra de colaboradores y ministros. Me pregunté si el Tucumano habría vuelto a su trabajo incierto en Ezeiza, pero en el acto deseché la idea. Un sol que ha brillado tanto no se deja derribar.
En el fiel colectivo 102 sólo se hablaba del Joker -que también había huido, como el presidente del helicóptero- y del país hecho pedazos. Nadie pensaba que pudiera levantarse de tanta postración. Los que aún tenían algo para vender se negaban a hacerlo, porque se desconocía el valor de las cosas. Yo me sentía ya fuera de la realidad o, más bien, sumido en esa realidad ajena que era la vida agonizante de un cantor de tango.