– Ya pronto no quedará ni eso, dijo.
Su cuerpo exhalaba un olor químico, y habría jurado que también olía a sangre. No quería fatigarlo con preguntas directas. Sentí que no teníamos tiempo para nada más.
– Más de una vez pensé que sus recitales siguen una especie de orden, -le dije. Sin embargo, no he podido averiguar qué hay detrás de ese orden. He imaginado muchas cosas. Hasta he creído que los lugares que usted elegía dibujaban un mapa de la Buenos Aires que nadie conoce.
– Acertó, -me dijo.
Hizo una seña casi imperceptible a Alcira, que estaba de pie, frente a un extremo de la cama, con los brazos cruzados.
– Es tarde, Bruno. Vamos a dejarlo descansar.
Me pareció que Martel quería alzar una de sus manos, pero me di cuenta que eso era lo primero que había muerto en él. Las tenía hinchadas y rígidas. Me puse de pie.
– Espere, joven, dijo. ¿Qué es lo que usted va a recordar de mí?
Me tomó tan de sorpresa que contesté lo primero que se me vino a la mente:
– Su voz. Lo que más voy a recordar es lo que nunca he tenido.
– Acerque el oído, -dijo.
Presentí que por fin iba a decirme lo que yo había esperado durante tanto tiempo. Presentí que, sólo por aquel instante, mi viaje no iba a ser en vano. Me incliné con delicadeza, o al menos quise que fuera así. No tengo una idea clara de lo que hice porque yo no estaba en mí, y en lugar del mío había otro cuerpo que se doblaba hacia Martel, temblando.
Cuando ya me había acercado bastante, soltó la voz. Debió de ser en el pasado una voz bellísima, sin heridas, plena como una esfera, porque lo que quedaba de ella, aun adelgazado por la enfermedad, tenía una dulzura que no existía en ninguna otra voz de este mundo. Sólo cantó:
Buenos Aires, cuando lejos me vi.
Y se detuvo. Eran las primeras palabras que se habían oído en el cine argentino. No sabía lo que significaban para Martel, pero para mí abarcaban todo lo que yo había ido a buscar, porque ésas fueron las últimas que salieron de su boca.
Buenos Aires cuando lejos me vi.
Antes pensaba que era su modo de despedirse de la ciudad. Ahora no lo veo así. Creo que la ciudad ya lo había dejado caer, y que él, desesperado, sólo estaba pidiéndole que no lo abandonara.
Lo enterramos dos días más tarde en el cementerio de la Chacarita. Lo único que había podido conseguir Alcira era un nicho en el primer piso de un panteón donde yacían otros músicos. Aunque pagué un aviso fúnebre en los diarios con la esperanza de que alguna gente pasara por la capilla ardiente, los únicos que estuvimos todo el tiempo junto al cuerpo fuimos Alcira, Sabadell y yo. Antes de salir para el cementerio encargué, apresurado, una palma de camelias, y aún me recuerdo avanzando hacia el nicho con la palma, sin saber dónde ponerla. Alcira estaba tan acongojada que todo le daba igual, pero Sabadell se quejó con amargura de la ingratitud de la gente. Ya ni sé cuántas veces, antes del entierro, impedí que llamara por teléfono al Club del Vino y al Sunderland. Lo hizo cuando me quedé dormido en una silla, a las tres de la madrugada, pero nadie respondía los teléfonos.
Una serie de azares se concertaron para que la muerte de Martel se convirtiera en una broma de la fatalidad. Sólo días más tarde, cuando pagué la cuenta de la funeraria, advertí que, en el aviso de los diarios, el difunto figuraba con su nombre civil, Estéfano Esteban Caccace. Nadie debía de recordar que así se llamaba el cantor, lo que explica la soledad de su funeral, pero ya era demasiado tarde para reparar el daño. Mucho después, en el verano de Manhattan, me crucé con el 'fano Virgili en la Quinta Avenida y fuimos a tomar un café helado en Starbucks. Me contó que había visto el aviso y que el nombre le sonaba de alguna parte, pero el día del entierro estaba jurando el quinto presidente de la República, se esperaba la devaluación de la moneda, y nadie podía pensar en otra cosa.
En el momento en que Sabadell y yo estábamos poniendo el ataúd dentro del nicho, quince o veinte desaforados irrumpieron en el panteón, deteniéndose a pocos pasos. Al frente del grupo marchaban un muchacho de dientes averiados y una mujer con revoques de maquillaje que agitaba un bastoncito. Aquél llevaba en brazos a una chiquilla de piernas esqueléticas, vestida con una pollera de encaje y una diadema de flores plásticas.
– ¡Santita, milagro, la nena camina!, gritaba la mujer. El de los dientes dejó a la chiquilla ante uno de los nichos y le ordenó:
– Caminá, Dalmita, para que la santa te vea.
La ayudó a dar un paso y él también gritó:
– ¿Han visto el milagro?
Traté de acercarme para saber a quién veneraban, pero Alcira me retuvo, tomándome del brazo. Como estábamos esperando que sellaran la losa frontal del nicho de Martel, no pudimos marcharnos en aquel momento.
Son devotos de Gilda, me explicó el parco Sabadell. Esa mujer murió hace siete, ocho años, en un accidente en la ruta. Sus cumbias no eran muy populares cuando estaba viva, pero fíjese ahora.
Habría querido pedirles a los devotos que se callaran. Me di cuenta de que sería inútil. Una mujer enorme, con una torre de pelo rubio y los labios ensanchados con pintura púrpura, sacó de su cartera algo que parecía el envase de un desodorante y, esgrimiéndolo como micrófono, arengó a los fieles:
¡Vamos, chicas, a cantarle todas a nuestra Gilda!
Emprendió entonces, desafinada, una cumbia que empezaba:
El coro persistió por cinco interminables minutos. Mucho antes del fin, acompañaron el estribillo con aplausos, hasta que una de las devotas -o lo que fuese- gritó: ¡Grande, Dama Salvaje!
Nos fuimos quince minutos después con una desolación peor de la que teníamos al llegar, sintiéndonos culpables por dejar a Martel en una eternidad tan saturada de músicas hostiles.
Me preocupaba que Alcira se quedara sola y la invité a que nos reuniéramos aquella misma tarde, a las siete, en el café La Paz. Llegó puntual, con esa extraña belleza llamativa que obligaba a volver la mirada, como si la tempestad del último mes no la hubiera rozado. La ayudé a que se desahogara contándome cómo se había enamorado de Martel la primera vez que lo oyó en El Rufián Melancólico, y cómo fue venciendo de a poco las resistencias que él le oponía, el miedo a descubrir su cuerpo desvalido y enfermo. Era solitario, arisco, me dijo, y tardó meses en acostumbrarlo a que no desconfiara de ella. Cuando por fin lo consiguió, Martel fue sucumbiendo a una dependencia cada vez más aguda. La llamaba a veces en medio de la noche para contarle los sueños, luego le enseñó a que le pusiera inyecciones en venas casi invisibles, ya demasiado heridas, y al final no la dejaba apartarse de él y la atormentaba con escenas de celos. Terminaron viviendo juntos en el departamento que Alcira alquilaba en la calle Rincón, cerca del Congreso. La casa que Martel había compartido con la señora Olivia en Villa Urquiza estaba cayéndose a pedazos y tuvieron que venderla por menos de lo que valían sus recuerdos.
Una conversación fue llevándonos a la otra, y ya no recuerdo si aquel mismo día o al siguiente Alcira empezó a contarme con detalle los recitales solitarios de Martel. Ella sabía desde el principio por qué elegía cada uno de los lugares, y hasta le sugirió algunos que él desechó porque no encajaban exactamente dentro de su mapa.
Un año antes de que yo llegara a Buenos Aires había cantado en la esquina de Paseo Colón y la calle Garay, a sólo tres cuadras de la pensión. Unas pocas siluetas de metal aferradas a un puente eran la única huella del antro de tormentos que, durante la dictadura, se conoció como Club Atlético. Cuando estaban por derribarlo para construir la autopista a Ezeiza, Martel alcanzó a ver el esqueleto de las leoneras donde habían perecido cientos de prisioneros, ya fuera por las torturas que se les aplicaban en unas enormes mesas metálicas, a pocos pasos de las jaulas, ya porque los colgaban de ganchos hasta que se desangraban.
Cantó una madrugada de verano frente a la mutual judía de la calle Pasteur, donde en julio de 1994 estalló una camioneta con explosivos, derribando el edificio y matando a ochenta y seis personas. Más de una vez se creyó que los asesinos estaban ya al alcance de la justicia y hasta se dijo que los habíá protegido la embajada de Irán, pero apenas la investigación avanzaba surgían obstáculos invencibles. Meses después del recital de Martel, The New York Times publicó en primera página la noticia de que el presidente argentino de aquel entonces había recibido, quizá, diez millones de dólares para que el crimen siguiera impune. Si era verdad, eso lo explicaba todo.
Cantó también en la esquina de Carlos Pellegrini y Arenales, donde una gavilla parapolicial asesinó en julio de 1974 al diputado Rodolfo Ortega Peña, disparándole desde un Ford Fairlane verde claro que pertenecía a la flota del astrólogo de Perón. Martel había pasado por allí cuando el cadáver estaba todavía tendido sobre la vereda, y la sangre fluía hacia la calle, y una mujer con los labios atravesados por un balazo le pedía al muerto que por favor no se muriera. No quiso cantar un tango en ese sitio, -me dijo Alcira-. Lo único que entonó fue un lamento largo, un ay que duró hasta que se puso el sol. Luego quedó callado como un niño bajo los gordos buitres.