El día en que una de las clientas de la señora Olivia le llevó un ejemplar de la revista Zorzales del 900, Estéfano fue alcanzado por el rayo de una epifanía. La revista reproducía los tangos suprimidos de los repertoríos a comienzos del siglo XX, en los que se narraban guarangadas de burdel. Estéfano desconocía el significado de las palabras que leía. Tampoco su madre o las clientas podían ayudarlo, porque el lenguaje de esos tangos había sido imaginado para aludir a la intimidad de personas muertas mucho tiempo atrás. Los sonidos, sin embargo, eran elocuentes. Como las partituras originales se habían perdido, Estéfano imaginó melodías que imitaban el estilo de El entrerriano o La morocha, y las aplicó a versos como éstos:
A los quince años, podía repetir más de cien canciones recitándolas del revés, con las músicas imaginarias también invertidas, pero lo hacía sólo cuando la madre salía de la casa a entregar sus trabajos de costura. Se encerraba en el baño, donde no podían oírlo los vecinos, y soltaba una voz intensa y dulce de soprano. La belleza de su propio canto lo emocionaba a tal punto que lloraba sin darse cuenta. Le parecía increíble que esa voz fuera de él, por quien sentía tanto desprecio y recelo, y no de Carlos Gardel, al que pertenecían todas las voces. Observaba su cuerpo enclenque en el espejo y le ofrecía a Dios todo lo que era y todo lo que alguna vez podía ser con tal de que asomara en él algún ademán que recordara al ídolo. Durante horas, se plantaba ante el espejo y, echándose al cuello el echarpe blanco de la madre, decía algunas frases que le había oído al gran cantor en sus películas de Hollywood: "Chau, golonderina", "Mirá que es lenda la madurugada".
Estéfano tenía los labios gruesos y el pelo enrulado e hirsuto. Cualquier semejanza física con Gardel era imposible de alcanzar. Imitaba entonces la sonrisa, torciendo ligeramente las comisuras y estirando la piel de la frente, con los dientes llenos de luz. "Buenos días, buen hómbere", saludaba. "¿Cómo lo tarata la vida?"
Cuando le quitaron el yeso, a los dieciséis años, las piernas estaban tiesas y débiles. Un kinesiólogo lo ayudó a fortalecer los músculos a cambio de que la madre cosiera vestidos gratis para toda la familia. Estéfano tardó seis meses en aprender a caminar con muletas y seis más a desplazarse con bastones, atormentado por el terror a caerse y a otra larga postración.
Un domingo de verano, la señora Olivia y dos amigas lo llevaron al parque de diversiones de la Avenida del Libertador. Como no le permitían subir a ninguno de los juegos, por temor a que se hiriera o se le descoyuntaran los huesitos frágiles, el adolescente pasó la tarde aburrido, lamiendo los algodones de azúcar que le compraba el Mocho Andrade. Mientras esperaba descubrió, junto a la carpa del tren fantasma, un kiosco de electroacústica que grababa voces en discos de pasta por la módica suma de tres pesos. Estéfano convenció a las mujeres de que dieran al menos dos vueltas completas en el tren y, apenas las vio desaparecer en la oscuridad, se deslizó en el kiosco y grabó El bulín de la calle Ayacucho, tratando de imitar la versión en la que Gardel era acompañado por la guitarra de José Ricardo.
Cuando terminó, el técnico del kiosco le pidió que cantara de nuevo, porque la pasta del disco parecía rayada. Estéfano repitió el tango, nervioso, a un ritmo más rápido. Temía que la madre hubiera salido ya de su entretenimiento y anduviera buscándolo.
– ¿Cómo te llamás, pibe?, -le preguntó el técnico.
– Estéfano. Pero estoy pensando en ponerme un nombre más artístico.
– Con esa voz no vas a necesitar ninguno. Tenés un sol en la garganta.
El muchacho guardó bajo la camisa la segunda versión, que había salido peor, y tuvo la fortuna de adelantarse a la madre, que daba otra vuelta imprevista en el tren fantasma.
Durante un tiempo anduvo a la busca de una victrola donde oír su disco en secreto, pero no conocía a nadie que tuviera una, y menos para registros de 45 revoluciones, como el que le habían vendido en el kiosco de grabación. A la pasta del disco la afectaba el calor, la humedad y el polvillo acumulado entre los ejemplares de Zorzales del 900. Estéfano creyó que la voz grabada se había desvanecido para siempre por el desuso, pero una noche de sábado, mientras estaba con su madre en la cocina oyendo por la radio Escalera a la fama, el programa de moda, uno de los locutores anunció que la revelación del momento era un cantor sin nombre, que había grabado El bulín de la calle Ayacucho en un estudio precario, a capella. Gracias a los milagros de las cintas magnéticas, dijo, la voz estaba ahora subrayada por un acompañamiento de bandoneón y violín. Estéfano reconoció de inmediato la primera grabación, que el técnico del parque de diversiones había fingido descartar, y se puso pálido. Separado de su propia voz, advirtió que seguía unido a ella por el hilo de una admiración que sólo es posible sentir ante lo que no poseemos. No era una voz que él hubiera querido o buscado sino algo que se le había posado en la garganta. Como era ajena a su cuerpo, podía retirársele cuando menos lo esperara. Quién sabe cuántas vueltas habría dado en el pasado y cuántas otras voces cabían en ella. A Estéfano le importaba sólo que se pareciera a una voz, la de Carlos Gardel. Le halagó por eso el comentario de la madre mientras oían Escalera a la fama:
– Fijáte qué raro, che. Dicen que ese cantor es un desconocido pero no es. Si lo acompañara la guitarra de José Ricardo, podrías jurar que es Gardel.
Tocado por el orgullo, la voz se le escapó:
Estéfano se contuvo antes de avanzar al verso siguiente, pero ya era tarde. La madre dijo:
– Te sale igualito.
– No soy yo, -se defendió Estéfano.
– Ya sé que no sos vos. ¿Cómo vas a estar en la radio si estás acá? Pero podrías estar allá si quisieras. ¿Por qué no te ponés a cantar en los clubes? A mí la costura ya me está dejando sin ojos.
Estéfano se ofreció en una o dos cantinas de Villa Urquiza, pero lo rechazaron antes de las pruebas. No lo acompañaba un guitarrista, como era lo usual, y los propietarios temían que su aspecto ahuyentara a la concurrencia. Como no se atrevía a volver a la casa sin algún dinero ganado, aprovechó su memoria infalible para levantar quiniela. Lo contrató un empresario de pompas fúnebres que, en las oficinas contiguas a los cuartos de velatorio, dirigía un garito conectado con los hipódromos y las loterías. Desde allí, Estéfano informaba por teléfono sobre las tarifas de los entierros a la vez que tornaba las apuestas. Recordaba cuánto dinero había arriesgado tal cliente a los tres dígitos finales del premio mayor y cuánto tal otro a la última cifra, además de saber dónde ubicar a cada apostador y a qué horas. Cuando la policía allanó la funeraria por una denuncia anónima, no pudo encontrar la menor prueba que acusara a Estéfano, porque todos los detalles de los juegos estaban en su cabeza.
Pasó varios años en esos menesteres mnemotécnicos y quizás habría seguido toda la vida si el dueño de la funeraria, para recompensarlo, no hubiera cedido a sus ruegos de que lo llevara a cantar en los concursos del club Sunderland. Los premios se decidían por votación: cada entrada daba derecho a un voto, lo que creaba en la sala un aire de campaña electoral. Estéfano tenía pocas posibilidades y lo sabía. Lo único que le importaba, sin embargo, era que la voz, oculta durante tantos años, fluyera por fin en la luz del mundo.
El célebre barítono Antonio Rossi llevaba acumulados diez sábados de triunfos en el Sunderland, y había anunciado que volvería a participar. Su repertorio era previsible: incluía sólo aquellos tangos que estaban de moda y que facilitaban el baile. Estéfano, en cambio, había decidido concursar con alguna canción anterior a 1920, eludiendo las letras de doble sentido para no ofender a las damas.
La funeraria cerraba con frecuencia, por falta de difuntos. Estéfano aprovechaba esas ocasiones para ensayar Mano a mano, un tango de Celedonio Flores que tenía un final de inesperada generosidad. Después de vacilar entre otros de Pascual Contursi y de Ángel Villoldo, se había decidido por el que su madre prefería.
Durante horas, imitaba entre los ataúdes vacíos las poses de Gardel, con el echarpe enrollado al cuello. Aprendió que su imagen parecía más gallarda si prescindía del bastón y sostenía el micrófono sentado sobre una banqueta.
La víspera del concurso descubrió, en el vestíbulo de la funeraria, un viejo suplemento del diario La Nación dedicado al autor de una sola novela que había muerto de tisis en plena juventud. El nombre real del novelista, José María Miró, nada le decía. El seudónimo, en cambio, tenía tanta afinidad con los fonemas de Carlos Gardel, que decidió apropiárselo. Llamarse Julián Martel, como el desdichado escritor del que hablaba el suplemento, podía inducir a la confusión; preferir Carlos Martel era casi un plagio. Optó, entonces, por ser Julio Martel. Al inscribirse en el concurso había prescindido de su ridículo apellido, quedándose con Estéfano, a secas. Ahora pediría que lo anunciaran bajo su nueva identidad.