A las siete de la tarde de un sábado de noviembre, el maestro de ceremonias del Sunderland introdujo por primera vez al joven tenor. Lo habían precedido siete cantantes de voz mediocre. La atención de la sala estaba suspendida a la espera de Antonio Rossi, que iba a repetir, a pedido del público, En esta tarde gris, de Mores y Contursi. La pista de baile era una cancha de básquetbol de la que se retiraban los aros y que al día siguiente se usaba para campeonatos de fútbol infantil.
Tenía una tarima al fondo con atriles para los dos violines de acompañamiento. Los cantantes solían acercarse demasiado al micrófono y sus interpretaciones eran cortadas por chirridos de estática que desanimaban a la concurrencia. Algunos aficionados, impacientes, preferían conversar o retirarse a la vereda. A la mayoría sólo le interesaba la entrada de Rossi, el invariable resultado del concurso, y el baile que lo sucedía, con música grabada de las grandes orquestas.
Antes de salir al escenario, Estéfano, que ya era definitivamente Julio Martel, supo que iba a perder. Al mirarse en un espejo del pasillo, lo desanimaron su traje brilloso, la camisa con el cuello demasiado grande, la torpe corbata de moño. El peinado con goma tragacanto, que brillaba a las cuatro de la tarde, y se deshacía a las siete en una niebla de caspa. En la sala, lo saludaron los tímidos aplausos de la señora Olivia y de tres vecinas. Mientras avanzaba hacia la banqueta, creyó discernir un murmullo de compasión. Cuando los violines arrancaron con Mano a mano, se dio valor a sí mismo imaginándose en la cubierta de un barco, irresistible como Gardel.
Tal vez sus ademanes fueran una parodia de los que se veían en las películas del cantor inmortal. Pero la voz era única. Alzaba vuelo por su cuenta, desplegando más sentimientos de los que podían caber en una vida entera y, por supuesto, más de los que dejaba entrever, con modestia, el tango de Celedonio Flores. Mano a mano evocaba la historia de una mujer que abandonaba al hombre que amaba por una vida de riquezas y placer. Martel lo convertía en un lamento místico sobre la carne perecedera y la soledad del alma sin Dios.
Los violines del acompañamiento eran desafinados y distraídos, pero quedaban velados por la espesura del canto que avanzaba solo como una furia de oro, y transformaba en oro todo lo que le salía al paso. Estéfano tenía una dicción deficiente: olvidaba las eses al final de las palabras y simplificaba el sonido de las equis en exuberancia y examen. Gardel, en la versión de Mano a mano con la guitarra de José Ricardo, dice carta en vez de canta y conesejo por consejo. Martel, en cambio, acariciaba las sílabas como si fueran de vidrio y las vertía intactas sobre un público que después de la primera estrofa estaba ya hechizado y en silencio.
Lo aplaudieron de pie. Algunas mujeres entusiastas, contrariando las reglas del concurso, le reclamaron un bis. Martel se retiró del escenario turbado y tuvo que apoyarse en el bastón. Desde un banco, en el pasillo, oyó a otro cantor imitar los relinchos de Alberto Castillo. Luego, lo estremecieron las salvas con que el público saludó la entrada de Rossi. Los primeros versos de En esta tarde gris, que su rival dejaba caer con voz descolorida, lo convencieron de que esa noche sucedería algo peor que su derrota. Sucedería su olvido. La votación confirmó, como siempre, la abrumadora supremacía de Rossi.
Mario Virgili tenía entonces quince años y sus padres lo habían llevado al club Sunderland para inculcarle amor por el tango. Virgili suponía que Rossi, Gardel, las orquestas de Troilo y de Julio De Caro, encarnaban todo lo que el género podía dar de sí. En 1976, la atroz dictadura argentina lo forzó al exilio, en el que persistió poco más de ocho años. Una noche, en la ciudad de Caracas, mientras visitaba una librería de Sabana Grande, oyó a lo lejos los compases de Mano a mano y sintió una invencible nostalgia. La melodía zumbó durante horas en su memoria, en un infinito presente que no quería retirarse. Virgili la había oído cientos de veces, cantada por Gardel, por Charlo, por Alberto Arenas, por Goyeneche. Sin embargo, la voz que estaba instalada en él era la de Martel. El fugaz momento de un sábado de noviembre, en el Sunderland, se había transfigurado para Virgili en un soplo de la eternidad.
La gente desaparecía por millares durante aquellos años, y el cantor también se desdibujó en la rutina de la funeraria, donde trabajaba setenta horas por semana. Como las quinielas habían sido legalizadas, el dueño las sustituyó por mesas de póker y bacarat instaladas al fondo del local, sobre los ataúdes sin uso. Martel tenía el don de saber qué cartas saldrían en cada ronda, e indicaba a los empleados, por un sistema de gestos, cómo tenían que jugar. Acudían numerosos técnicos y obreros sin empleo, y en cada una de las mesas había tanta tensión, tanto deseo de domesticar a la suerte, que Martel sentía remordimiento por acentuar la ruina de aquellos desesperados.
En la primavera de 1981, un coronel ordenó allanar el garito. El dueño de la funeraria fue juzgado pero lo absolvieron por errores de procedimiento. Martel, en cambio, pasó seis meses en la cárcel de Villa Devoto. Ese infortunio lo empequeñeció y adelgazó aún más. Le crecieron los pómulos y los ojos, que se volvieron oscuros y saltones, pero la voz siguió intacta, inmune a la enfermedad y a los fracasos.
Virgili, que había sido vendedor de enciclopedias en Venezuela, se asoció con dos amigos al volver del exilio e instaló una librería en la calle Corrientes, donde había otras veinte o treinta y abundaban los compradores. Lo favoreció un éxito inmediato. La gente se quedaba a conversar hasta la madrugada entre las mesas de saldos, y pronto se vio forzado a poner un café, que animaban guitarristas y poetas espontáneos.
Los meses pasaban desorientados, sin saber hacia dónde iban, como si el pasado fuera inocente del futuro. Una noche de 1985, en la librería, alguien mencionó a un tenor portentoso que cantaba en un almacén de Boedo por lo que quisieran pagarle. Era difícil entender las letras de sus tangos, que reproducían un lenguaje rancio y ya sin sentido. El tenor pronunciaba con delicadeza, pero las palabras no se dejaban atrapar:
Así era todo, o casi todo. A veces, entre los seis o siete tangos que cantaba por noche, aparecían algunos que los oyentes más viejos identificaban no sin esfuerzo, como Me ensucié con levadura o Me empaché de tu pesebre, de los que no existían registros ni partituras.
En las primeras apariciones, cuando un flautista acompañaba al tenor, las canciones denotaban picardía, felicidad sexual, juventud perpetua. Luego el flautista fue reemplazado por un bandoneón impasible, grave, que ensombreció el repertorio. Hartos de canciones que no podían descifrar, los clientes más convencionales del almacén dejaron de frecuentarlo. Acudían, en cambio, oyentes con más imaginación, maravillados por una voz que, en vez de repetir imágenes o historias, se deslizaba de un sentimiento a otro, con la transparencia de una sonata. Como la música, la voz no necesitaba de sentidos. Se expresaba sólo a sí misma.
Virgili tuvo el pálpito de que esa persona era la niisma que veintidós años atrás había cantado Mano a mano en el Sunderland. El sábado siguiente fue al almacén de Boedo. Cuando vio desplazarse a Martel hacia la tarima, junto al mostrador, incorpóreo como una araña, y lo oyó cantar, cayó en la cuenta de que su voz eludía todo relato porque ella misma era el relato de la Buenos Aires pasada y de la que vendría. Suspendida por un hilo tenue de los do y de los fa, la voz insinuaba el degüello de los unitarios, la pasión de Manuelita Rosas por su padre, la Revolución del Parque, el hacinamiento y la desesperanza de los inmigrantes, las matanzas de la Semana Trágica en 1919, el bombardeo de la Plaza de Mayo antes de la caída de Perón, Pedro Henríquez Ureña corriendo por los andenes de Constitución en busca de la muerte, las censuras del dictador Onganía al Magnificat de Bach y a las hechicerías de Noé, Deira y De la Vega en el Instituto Di Tella, los fracasos de una ciudad que tenía todo y a la vez tenía nada. Martel la dejaba caer como un agua de mil años.
– Venga a cantar a la librería El Rufián Melancólico, -le propuso Virgili cuando la función terminó. Puedo pagarles una suma fija a usted y a su bandoneón.
– Suma fija, mirá qué bien. Pensé que ya no existían esas cosas.
La voz con la que hablaba no se parecía en absoluto a la del canto: era reticente y sin educación. El hombre que la emitía parecía distinto del que cantaba. Llevaba un ridículo anillo con piedras y sellos en el meñique izquierdo. Las venas de las manos estaban hinchadas, marcadas por agujas.