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– Existen, -dijo Virgili. En la calle Corrientes va a oírlo más gente. La que usted merece.

No se atrevía a tutearlo. Martel, en cambio, le respondía mirando hacia otro lado.

– La que viene acá no está mal, che. Decíme cómo es el trato y dejáme que lo piense.

Empezó a cantar en El Rufián el viernes siguiente. Seis meses después lo llevaron al Club del Vino, donde compartió la cartelera con Horacio Salgán, Ubaldo de Lío y el bandoneonista Néstor Marconi. Aunque sus tangos eran cada vez más abstrusos y remotos, la voz se alzaba con tanta pureza que la gente reconocía en ella los sentimientos que había perdido u olvidado, y rompía a llorar o a reír, sin la menor vergüenza. La noche en que Jean Franco fue al Club del Vino lo aplaudieron de pie durante diez minutos, y habría seguido así quién sabe por cuánto tiempo si una hemorragia en el aparato digestivo no lo hubiera mandado al hospital.

A la hemofilia de Martel, provocada por la carencia del factor octavo, se le sumó un cortejo de enfermedades. Con frecuencia sucumbía a fiebres malignas y neumonías o se llenaba de costras que disimulaba con maquillaje. Ninguno de sus admiradores sabía que llegaba a cantar en silla de ruedas, y que no habría podido caminar más de tres pasos por el escenario. Cerca de las bambalinas estaba siempre una banqueta atornillada al piso, en la cual se apoyabá para cantar después de una ligera inclinación de cabeza. Hacía ya tiempo que era incapaz de imitar los ademanes de Gardel y, aunque nada le habría gustado más que poder hacerlo, su estilo había ganado por eso en parquedad y en una cierta invisibilidad del cuerpo. Así, la voz destellaba sola, como si no existiera otra cosa en el mundo, ni siquiera el bandoneón de fondo que la acompañaba.

La hemorragia digestiva lo mantuvo durante un par de años fuera de circulación. Meses antes de que yo llegara a Buenos Aires, volvió a cantar. Ya no lo hacía cuando le pedían sino cuando a él le daba la gana. En vez de regresar a El Rufián o al Club del Vino, donde aún se lo añoraba, aparecía de pronto en las milongas de San Telmo y de Villa Urquiza, u ofrecía funciones al aire libre en cualquier lugar de la ciudad, para los que quisieran oírlo. Al repertorio de tangos pretéritos se fueron incorporando los que habían compuesto Gardel y Le Pera, y algunos clásicos de Cadícamo.

Cierta noche cantó desde el balcón de uno de los hoteles para amantes furtivos que había en la calle Azcuénaga, detrás del cementerio de la Recoleta. Muchas parejas interrumpieron el fragor de sus pasiones y oyeron cómo la voz poderosa se infiltraba por las ventanas y bañaba para siempre sus cuerpos con un tango cuyo lenguaje no entendían ni habían oído jamás, pero que reconocían como si les viniera de una vida anterior. Uno de los testigos le contó a Virgili que sobre las cruces y arcángeles del cementerio se abrió el arco de una aurora boreal, y que después del canto todos los que estaban allí sintieron una paz sin culpas.

Se presentaba en lugares inusuales, que no tenían interés especial para nadie o que quizá dibujaban un mapa de otra Buenos Aires. Después del recital en la estación, anunció que alguna vez descendería al canal por el que discurría el arroyo Maldonado, bajo la avenida Juan B. Justo, atravesando la ciudad de este a oeste, para cantar allí un tango del que ya nadie tenía memoria, cuyo ritmo era una mixtura indiscernible de habaneras, milongas y rancheras.

Sin embargo, antes cantó en otro túneclass="underline" el que se abre como un delta bajo el obelisco de la Plaza de la República, en el cruce de la avenida 9 de Julio y la calle Corrientes. El lugar es inadecuado para la voz, porque los sonidos se arrastran seis o siete metros y se apagan de súbito. En una de las entradas hay una hilera de butacas con apoyapiés para los escasos paseantes que se lustran los zapatos, y bancos minúsculos para quienes los sirven. Alrededor, abundan los afiches de equipos de fútbol y conejitas de Playboy. Dos de los desvíos conducen a kioscos y baratillos de ropa militar, diarios y revistas usados, plantillas y cordones de zapatos, perfumes de fabricación casera, estampillas, bolsos y billeteras, reproducciones industriales del Guernica y de la Paloma de Picasso, paraguas, medias.

Martel no cantó en esos desvíos populosos del laberinto sino en una de las oquedades sin salida, donde algunas familias sin techo habían montado su campamento de nómades. Cualquier voz cae allí desplomada apenas sale de la garganta: la espesura del aire la derriba. A Martel se lo oyó, sin embargo, en todos los afluentes de los túneles, porque su voz iba sorteando los obstáculos como un hilo de agua. Fue la única vez que cantó Caminito, de Filiberto y Coria Peñaloza, un tango inferior a las exigencias de su repertorio. Virgili creía que lo hizo porque todos los que andaban por ahí podrían seguir la letra sin desorientarse, y porque no quería añadir otro enigma a un laberinto subterráneo en el que ya había tantos.

Nadie sabía por qué Martel actuaba en lugares tan inhóspitos sin, además, cobrar un centavo. A fines de la primavera de 2001, en Buenos Aires abundaban las peñas, los teatros, las cantinas y las milongas que lo habrían recibido con los brazos abiertos. Quizá tuviera vergüenza de exponer un cuerpo con el que, día tras día, se ensañaban las enfermedades. Estuvo internado dos semanas por una fibrosis hepática. A veces le salía sangre por la nariz. La artrosis no le daba tregua. Sin embargo, cuando nadie lo esperaba, acudía a sitios absurdos y cantaba para sí mismo.

Aquellos recitales debían de tener un sentido que sólo él conocía, y así se lo dije a Virgili. Me propuse averiguar si los sitios a los que acudía Martel estaban unidos por algún orden o designio. Cualquier artificio de la lógica o la repetición de un detalle podría revelar la secuencia completa y permitir que me adelantara a su próxima aparición. Yo estaba convencido de que los desplazamientos aludían a un Buenos Aires que no veíamos y durante una mañana entera me entretuve componiendo anagramas con el nombre de la ciudad, sin llegar a parte alguna. Los que encontré eran idiotas:

beso en Rusia no sé, es rubia suena, serbio sería un beso.

Una tarde, a eso de las dos, Martel se internó en las entrañas del Palacio de Aguas, donde aún se conservan, intactas, las pasarelas de hierro, las válvulas, los tanques, las cañerías y las columnas que cien años antes distribuían setenta y dos mil toneladas de agua potable entre los habitantes de Buenos Aires. Supe que allí había cantado otro tango de sonidos oscuros y que se había retirado en silla de ruedas. No le importaba, entonces, repetir los dibujos de la historia, porque la historia no se mueve, no habla, todo lo que hay en ella ya está dicho. Quería, más bien, recuperar una ciudad del pasado que sólo él conocía e ir transfigurándola en el presente de la ciudad que se llevaría consigo cuando muriera.

DOS

Octubre 2001

Con el paso de los días, fui aprendiendo que Buenos Aires, diseñada por sus dos fundadores sucesivos como un damero perfecto, se había convertido en un laberinto que sucedía no sólo en el espacio, como todos, sino también en el tiempo. Con frecuencia trataba de ir a un lugar y no podía llegar, porque lo impedían cientos de personas que agitaban carteles en los que protestaban por la falta de trabajo y el recorte de los salarios. Una tarde quise atravesar la Diagonal Norte para llegar a la calle Florida, y una férrea muralla de manifestantes indignados, batiendo un bombo, me obligó a dar un rodeo. Dos de las mujeres levantaron las manos como si me saludaran y les respondí imitándolas. Debí de hacer algo que no debía porque me lanzaron un escupitajo que conseguí esquivar, profiriendo insultos que jamás había oído y que no sabía entonces lo que significaban: "¿Sos rati vos, ortiba, trolo? ¿Te pagaron buena teca, te pagaron?" Una mujer amagó pegarme, y la contuvieron. Dos horas más tarde, cuando regresé por la calle de la Catedral, los encontré de nuevo y temí lo peor. Pero en ese momento parecían cansados y no me prestaron atención.

Lo que sucede con las personas sucede también con los lugares: mudan a cada momento de humor, de gravedad, de lenguaje. Una de las expresiones comunes del habitante de Buenos Aires es "Acá no me hallo", que equivale a decir "Acá yo no soy yo". A los pocos días de llegar visité la casa situada en la calle Maipú 994, donde Borges había vivido más de cuarenta años, y tuve la sensación de que la había visto en otra parte o, lo que era peor, que se trataba de una escenografía condenada a desaparecer apenas me diera vuelta. Tomé algunas fotos y, al regresar del revelado rápido, advertí que el zaguán se había transformado de manera sutil y las baldosas del piso estaban dispuestas de otra manera.

Con Julio Martel me sucedió algo peor. Por mucho empeño que puse, no pude asistir a ninguna de sus presentaciones, que eran extravagantes y esporádicas. Alguien me reveló dónde vivía y pasé horas esperándolo ante la puerta de su casa hasta que lo vi salir. Era bajo, de cuello corto, con un pelo negro y denso, endurecido por lacas y fijadores. Se movía a saltos, como una langosta: tal vez se apoyaba en un bastón. Intenté seguirlo en un taxi y lo perdí cerca de la Plaza de los Dos Congresos, en una esquina cortada por manifestaciones de maestros. Tuve la sensación de que en el Buenos Aires de aquellos meses los hilos de la realidad se movían a destiempo de las personas y tejían un laberinto en el que nadie encontraba nada, ni a nadie.