– Cuando entramos a la avenida 9 de Julio y vimos el obelisco en el centro, me dio tristeza pensar que dentro de dos días tendremos que irnos, -dijo Grete. Si pudiera nacer otra vez, elegiría Buenos Aires y no me movería de aquí aunque volvieran a robarme la billetera con cien pesos y la licencia de conducir de Helsingor porque puedo vivir sin eso pero no sin la luz del cielo que he visto esta mañana. Había llegado a la Biblioteca Nacional de Borges, en la calle México, casi al mismo tiempo que sus fatigados compañeros. También allí debieron conformarse con la fachada, inspirada en el renacimiento milanés. Cuando la cicerone tuvo al grupo reunido en la vereda de enfrente, entre baldosas rotas y cagadas de perros, informó que el edificio, terminado en 1901, estuvo originalmente destinado a los sorteos de la lotería y por eso abundaba en ninfas aladas de ojos ciegos que representaban el azar y grandes bolilleros de bronce.
A la telaraña de las estanterías se ascendía por laberintos circulares que desembocaban, cuando se sabía llegar, en un corredor de techos bajos, contiguo a una cúpula abierta sobre el abismo de libros. La sala de lectura había sido privada de sus mesas y lámparas hacía más de una década, y el recinto servía ahora para los ensayos de las orquestas sinfónicas. "Centro Nacional de Música", rezaba el cartel de la entrada, junto a las desafiantes puertas. Sobre la pared de la derecha, había una inscripción pintada con aerosol negro "La democracia dura lo que dura la obediencia". La hizo un anarquista, -dijo la cicerone, despectiva. Fíjense que la firmó con una A dentro de una circunferencia.
Aquélla fue la penúltima estación antes de que desembarcaran en el residencial donde vivo. El ómnibus los condujo a través de calles maltrechas hasta un café, en la esquina de Chile y Tacuarí, donde -según la guía-, Borges había escrito cartas de amor desesperadas a la mujer que una y otra vez rechazaba sus peticiones de matrimonio y a la que trató de seducir en vano dedicándole "El Aleph", mientras esperaba que ella saliera del edificio donde vivía para acercársele aunque sólo fuera con la mirada, I miss you unceasingly, le decía. La letra de imprenta, "mi letra de enano", dibujaba líneas cada vez más inclinadas hacia abajo, en señal de tristeza o devoción, Estela, Estela Canto, when you real this I shall be finishing the story I promised you. Borges no sabía expresar su amor sino en un inglés exaltado y suspirante, temía manchar con sus sentimientos la lengua del relato que estaba escribiendo.
Siempre he pensado que el personaje de Beatriz Viterbo, la mujer que muere al empezar "El Aleph", deriva en línea directa de Estela Canto, les dije a los escandinavos cuando estaban reunidos en el vestíbulo de la pensión. Durante los meses en que escribió el cuento, Borges leía a Dante con fervor. Había comprado los tres pequeños volúmenes de la traducción de Melville Anderson en la edición bilingüe de Oxford, y en algún momento debió sentir que Estela podía guiarlo al Paraíso así como la memoria de Beatriz, Beatrice, le había permitido ver el aleph. Ambas eran ya pasado cuando terminó el relato; ambas habían sido crueles, altaneras, negligentes, desdeñosas, y a las dos, la imaginaria y la real, les debía "las mejores y quizá las peores horas de mi vida", como había escrito en la última de sus cartas a Estela.
No sé cuánto de eso podía interesar a los turistas, que estaban ansiosos por ver -algo imposible- el aleph.
Antes de que empezara la visita guiada a la pensión, el Tucumano me tomó del brazo y me arrastró hacia el cuarto donde Enriqueta, la encargada, tenía el tablero de las llaves y los enseres de limpieza.
– Si el Ale no es una persona, ¿de qué la va, entonces?, -me preguntó, con un dejo impaciente.
– El aleph, -dije, es un cuento de Borges. Y también, según el cuento, es un punto en el espacio que contiene todos los puntos, la historia del universo en un solo lugar y en un instante.
– Qué raro. Un punto.
– Borges lo describe como una pequeña esfera tornasolada de luz cegadora. Está al fondo de un sótano, cuando se llega al escalón número diecinueve.
– ¿Y estos chabones han venido a verlo?
– Eso quieren, pero el aleph no existe.
– Si quieren, tenemos que mostrárselo.
Enriqueta me reclamaba y tuve que salir. En el relato de Borges no se menciona la fachada de la casa de Beatriz Viterbo, pero la cicerone ya había decidido que era como la que veíamos, de piedra y granito, con una alta puerta de hierro negra y a la derecha un balcón, más otros dos balcones en el piso superior, uno amplio y curvo, que correspondía a mi cuarto, y otro exiguo, casi del tamaño de una ventana, que sin duda era el de los vecinos escandalosos. La abarrotada salita de que habla el cuento estaba al trasponer el zaguán y luego, en un extremo de lo que había sido el comedor y era ahora el vestíbulo de recepción, se abría el sótano, al que se descendía por diecinueve escalones empinados.
Cuando la casa fue convertida en pensión, el administrador había ordenado retirar la puerta trampa del sótano y colocar una baranda junto a los peldaños. Hizo construir también dos piezas con un bañito al medio, ensanchando el pozo que antes había usado Carlos Argentino Daneri como laboratorio fotográfico. Dos ventanas enrejadas al nivel de la calle permitían que entraran la luz y el aire.
– Desde 1970, el único que ocupa el sótano, -dijo Enriqueta, es don Sesostris Bonorino, un empleado de la Biblioteca Municipal de Montserrat, que no tolera visitas. Tampoco se le conocen compañías. Hace años, tenía dos gatos bochincheros, altos y ágiles como mastines, que espantaban a las ratas. Una mañana de verano, al salir para sus labores, dejó las ventanas entreabiertas y algún mal nacido tiró en el sótano un filete de surubí empapado en veneno. Ya imaginan lo que el pobre hombre encontró al volver: los gatos estaban sobre un colchón de papeles, hinchados y tiesos. Desde entonces se entretiene escribiendo una Enciclopedia Patria que no puede terminar. El piso y las paredes están cubiertos por fichas y anotaciones, y vaya a saber cómo hace para ir al baño o acostarse, porque también hay fichas desparramadas en la cama. Desde que tengo memoria, nadie ha limpiado ese lugar.
– ¿Y él solo es el dueño del ale?, -preguntó el Tucumano.
– El aleph no tiene dueño, dije. No hay persona que lo haya visto.
– Bonorino lo ha visto, -me corrigió Enriqueta. A veces copia en las fichas lo que recuerda, aunque a mí me parece que se le trabucan las historias.
Grete y sus amigos insistieron en bajar al sótano y comprobar si el aleph irradiaba alguna aureola o señal. Más allá del tercer escalón, sin embargo, el acceso estaba bloqueado por las fichas de Bonorino. Una turista esquimal idéntica a Bjórk quedó tan frustrada que se retiró hacia el ómnibus sin querer ver nada más.
Las conversaciones en el vestíbulo, el relato de Grete y el breve paseo por las ruinas de la casa, en la que aún convivían fragmentos del viejo piso de parquet junto al cemento dominante y dos o tres molduras del artesonado original, que Enriqueta usaba ahora como adornos, más las interminables preguntas sobre el aleph, todo había tardado casi cuarenta minutos en vez de los diez previstos por el itinerario. La cicerone aguardaba con las manos en las caderas junto a la puerta de la pensión mientras el chofer del ómnibus incitaba a partir con bocinazos guarangos. El Tucumano me pidió que retuviera a Grete y le preguntara si el grupo estaba interesado en ver el aleph.
– Cómo voy a decir eso?, -protesté. No hay aleph. Y además, está Bonorino.