Valentina Zuravleva
El capitán de la astronave «Polus»
Pienso que debería comenzar explicando en unas pocas palabras la razón que me trajo al Archivo Central de Astronáutica. De otro modo, mi historia podría parecer incompleta.
Soy médico de a bordo y he participado en tres expediciones al cosmos. Mi especialidad médica es la psiquiatría: la astropsiquiatría, como se llama hoy. El problema del que me ocupo tuvo su origen hace mucho tiempo, en el decenio comprendido entre 1970 y 1980. Entonces el vuelo desde la Tierra a Marte duraba más de un año, y para llegar a Mercurio eran necesarios cerca de dos. Los motores trabajaban sólo en las fases de la partida y de la llegada. Las observaciones astronómicas no se hacían desde los cohetes, sino desde observatorios especiales instalados sobre satélites artificiales. ¿De qué se ocupaba entonces la tripulación durante los largos meses del viaje? Casi de nada. La forzada inacción causaba agotamientos nerviosos, estados de postración, enfermedades. La lectura y la radio no podían suplir enteramente todas las cosas de que carecían los primeros astronautas. Echaban de menos el trabajo creador al que estaban acostumbrados. Fue entonces cuando se pensó en formar las tripulaciones con individuos que tuviesen alguna afición, no importaba cuál, mientras les mantuviese ocupados durante el vuelo. Así surgieron pilotos apasionados por las matemáticas, navegantes que estudiaban antiguos papiros, ingenieros que dedicaban todo su tiempo a la poesía.
En los formularios que los astronautas debían rellenar fue añadido el famoso punto 12: «¿Cuál es su hobby?». Sin embargo, los avances en la tecnología de los cohetes pronto proveyó una nueva solución al problema. Los motores iónicos acortaron los viajes entre los planetas a unos pocos días. El punto 12 fue eliminado.
Pocos años después, con la entrada de la humanidad en la época de los vuelos interestelares, el problema reapareció aún más agudo. En efecto, pese a alcanzar casi la velocidad de la luz, los cohetes atomiónicos, que hacían el recorrido desde la Tierra hasta las estrellas más cercanas, viajaban durante años. Es verdad que el tiempo disminuía de acuerdo con la elevada velocidad de los cohetes, pero de todos modos los viajes duraban ocho, doce y a veces veinte años…
Se incluyó nuevamente el punto 12 en los certificados de vuelo. En términos de control real del cohete, la tripulación ocupaba no más del 0.001 % del tiempo de vuelo. La TV desaparecía unos pocos días después del lanzamiento, la radio se mantenía durante otro mes. Y quedaban aún años y años por delante…
En aquellos días, los cohetes fueron tripulados por equipos de seis a ocho miembros, no más. Las minúsculas cabinas y un invernadero de 50 metros de longitud eran todo el espacio habitable con el que contaban. Es difícil para nosotros, que viajamos en las confortables naves interestelares de la actualidad, imaginar como podía la gente de aquel tiempo prescindir de gimnasios, piletas de natación, teatros estereofónicos y galerías de paseo.
Pero estoy divagando y aún no he empezado mi historia…
No sé, pues aún no he tenido tiempo para localizarlo, quién fue eI diseñador del edificio del Archivo. Pero fue, obviamente un arquitecto excepcional. Talentoso y audaz. El edificio se eleva sobre la ribera de un lago siberiano que se formó veinte años atrás cuando se represó al Ob. El edificio principal se levanta sobre una playa elevada. Desconozco cómo se hizo, pero parece remontarse sobre las aguas, un blanco edificio que se ve como una goleta dispuesta para navegar.
En total hay unas cincuenta personas en el Archivo. Ya me he encontrado con algunos de ellos. La mayoría se encuentra aquí por una breve temporada. Un escritor australiano está recopilando material sobre el primer vuelo interestelar. Un estudiante de Leningrad investiga la historia de Marte. El esquivo indio es un famoso escultor. Dos ingenieros — un hombre joven alto y de rostro recio de Saratov y un pequeño y cortés japonés — están trabajando en conjunto en algún proyecto. De qué clase, no lo sé. El japonés sonríe cortésmente cuando le pregunto al respecto:
— Oh, es una nimiedad. No es merecedor de su atención.
Pero nuevamente me he alejado del tema, cuando debería estar comenzando mi historia.
El punto 12 es el objeto de mi trabajo científico. Y es justamente la historia del punto 12 la que me ha traído aquí, al Archivo Central de Astronáutica.
La misma tarde del día en que llegué, tuve una conversación con el director del Archivo, un hombre joven todavía, a quien el estallido del depósito de combustible de un cohete casi había privado de la vista. Llevaba lentes especiales de triple capa y de tinte azulado que le escondían los ojos, por lo que parecía no sonreír nunca.
— Bien — dijo, después de haberme escuchado —, desea usted empezar con el material del sector O — 14… Ah, perdone, esta es nuestra clasificación interna y no le dice nada. Me referí a la primera expedición a la estrella de Barnard.
Para vergüenza mía debo confesar que no sabía casi nada de tal expedición.
— Sus vuelos fueron en direcciones diferentes — dijo con un encogimiento de hombros —. Sirius, Procyon y 61 Cygni. Y toda su investigación hasta ahora ha sido en vuelos hacia esas estrellas, ¿no es así?
Me sorprendió que conociera tan bien mi legajo.
— Sí — continuó el director —, la historia de Alexei Zarubin, comandante de la expedición, resolverá muchas de las cuestiones que le interesan. Dentro de media hora le traerán el material. ¡Buen trabajo!
Tras los lentes azules, los ojos no eran visibles, pero la voz tenía un tono triste.
El material llegó a mi mesa. Los folios estaban amarillentos en algunos lugares, la tinta (entonces escribían con tinta) se había descolorido. Pero su significado no se ha perdido; hay copias infrarrojas de todos los documentos. El papel ha sido cubierto con una película de plástico transparente que se presenta lisa al tacto y resistente.
A través de la ventana puedo ver el mar. Sus rompientes se suceden poderosamente; las olas crujían dulcemente sobre la ribera como páginas deshojadas de un libro…
En la época en que fue realizada, la expedición a la estrella de Barnard era una empresa difícil, casi desesperada. Distancia: seis años luz. El cohete debía efectuar la mitad del recorrido en fase de aceleración y la otra mitad en fase de deceleración; aunque este sistema permitía alcanzar una velocidad superior a la de la luz, el vuelo de ida y vuelta requería unos catorce años.
Para la tripulación el tiempo aún sería menor y los catorce años se habrían reducido a unos cuarenta meses reales. Un período en sí no excesivamente largo, pero con el peligro de que el motor debía trabajar casi constantemente a pleno régimen durante treinta y ocho meses de los cuarenta.
El cohete no tenía combustible de reserva — un riesgo injustificado, podríamos pensar en la actualidad, pero no había alternativa entonces. La nave no podía cargar más que lo que los ajustadamente calculados tanques de combustibles podían contener. Por lo tanto, cualquier retraso en el trayecto, sería fatal.
Leo el texto de la reunión del comité encargado de escoger la tripulación. Se presentan candidatos y el comité los rechaza siempre, porque el vuelo es excepcionalmente difícil, porque el capitán debe ser a la vez un óptimo ingeniero, porque debe reunir una excepcional resistencia, una audacia casi desatinada. Y de pronto, todos asienten.
Vuelvo la página. Empiezan el legajo de servicio del capitán Alexei Zarubin.
Tres páginas más y empiezo a comprender el motivo de que Alexei Zarubin fuese nombrado por unanimidad comandante del «Polus». Era un hombre en el que se asociaban de modo excepcional la fría sabiduría del científico y el fogoso temperamento del luchador. Por ello le habían destinado a las más arriesgadas empresas. Sabía salir de las situaciones más arduas y desesperadas. Era justamente el hombre apto para una expedición que muchos consideraban de antemano condenada al fracaso.