El comité seleccionó al capitán. Siguiendo la tradición, el capitán escogió a su tripulación. Pero lo que Zarubin hizo, difícilmente podría considerarse una selección. Simplemente contactó a cinco astronautas que habían integrado tripulaciones con él con anterioridad y les preguntó si estaban dispuestos a emprender un vuelo peligroso. Con él como capitán aceptaron de inmediato.
Encuentro las fotografías de la tripulación del «Polus». Son fotografías en blanco y negro, en dos dimensiones. El capitán tenía entonces veintiséis años. En la fotografía aparece más viejo: una cara llena, ligeramente grueso con anchos pómulos, labios fuertemente apretados, nariz aguileña, pelo rizado y seguramente muy suave y ojos extraños. Unos ojos tranquilos, casi perezosos, pero en los que vagaba una luz impertinente, descarada…
Los restantes astronautas eran aún más jóvenes. Los ingenieros, marido y mujer, estaban fotografiados juntos, volaban siempre juntos. El piloto tenía una mirada absorta de músico. El médico de a bordo era una muchacha: quizá yo también tenia aquel aspecto serio en la primera fotografía que me hicieron al ingresar en la Flota Astral. El astrofísico mostraba una mirada obstinada sobre un rostro manchado de quemaduras: había realizado con el capitán un aterrizaje forzoso en Dione, satélite de Saturno.
Una expedición a la estrella de Barnard en aquellos días era una aventura peligrosa.
Punto 12 del formulario: hojeo las páginas y veo que las fotografías me han orientado bien. En efecto, el piloto es músico y compositor; la pasión de la muchacha seria es la microbiología, el astrofísico estudia obstinadamente las lenguas, ya posee cinco a la perfección y piensa acometer ahora el latín y el griego antiguo. Los ingenieros, marido y mujer, tienen la misma pasión: el ajedrez, el nuevo ajedrez con dos reinas blancas y dos reinas negras y un tablero de 81 casillas…
La pregunta 12 también halla respuesta en el formulario del capitán. Su pasión extraña, única, excepcional; nunca me había topado con nada semejante. Desde pequeño, el capitán se deleita con la pintura: es natural considerando que su madre era pintora. Pero el capitán no pinta, no, se interesa por otra cosa. Sueña con descubrir los secretos de la Edad Media, con recuperar la composición de sus colores, sus mezclas. Y hace investigaciones químicas, siempre con la obstinación del científico y el temperamento del artista.
Seis hombres, seis caracteres diferentes, seis destinos distintos. Pero la pauta viene marcada por el capitán. Los demás le quieren, tienen fe en él, le imitan. Y por eso todos saben ser tranquilos, imperturbables y desenfrenadamente audaces.
Partida. El «Polus» apunta hacia la estrella de Barnard. El reactor atómico lanza por las toberas oleadas de iones invisibles… El cohete está en fase de aceleración, se nota continuamente la sobrecarga. Durante los primeros momentos es difícil caminar, difícil trabajar. El médico hace observar con severidad el régimen establecido. Los astronautas se acostumbran a las condiciones del vuelo. Se ordena la estiba y se instala el radiotelescopio. Empieza la vida normal. El control del reactor, de los instrumentos, de los mecanismos, requiere poco tiempo. Cuatro horas al día son obligatorias para las respectivas especializaciones; el resto del tiempo es libre y cada cual lo emplea como quiere. La muchacha seria lee ávidamente textos de microbiología. El piloto ha compuesto una canción y todos los tripulantes la cantan. Los dos ingenieros pasan largas horas ante el tablero, el astrofísico lee a Plutarco en su lengua original…
Hay breves entradas en la bitácora de la nave: El vuelo se desarrolla normalmente. El reactor y los mecanismos operan correctamente. El ánimo de todos es elevado. Luego, de pronto, una entrada angustiada: Las telecomunicaciones han terminado. El cohete ahora está fuera de alcance. Ayer vimos la última transmisión de televisión desde la Tierra. ¡Cuán duro es ver romperse otro vínculo! Días más tarde dos líneas más: He mejorado la antena de recepción de radio. Espero que sea capaz de continuar recepcionando las transmisiones durante unos siete u ocho días más. Y fueron tan felices como podían serlo al funcionar la radio por otros doce días.
El cohete vuela hacia la estrella de Barnard aumentando progresivamente su velocidad. Los meses pasan. El reactor atómico funciona tal como estaba previsto. El consumo de combustible es el calculado, ni un miligramo más.
La catástrofe vino de improviso. Durante el octavo mes de vuelo se verificó una variación en el régimen de trabajo del reactor con el consiguiente aumento del consumo de combustible. En el diario de a bordo apareció una breve anotación: No sabemos la causa de tal reacción accesoria.
Fuera, el mar levanta la voz. El viento es más fuerte y las olas ya no rozan como páginas de un libro, rebufan impacientes batiendo la costa. Oigo la risa de una mujer. No, no puedo, no debo distraerme. Me parece estar viendo a aquellos hombres en el cohete. Ahora ya los conozco y puedo imaginar todo lo que ha sucedido. Quizá me equivoque en algún detalle, pero, ¿qué importa? Pero no, estoy segura de que no me equivocaré ni siquiera en los detalles. Tengo el convencimiento de que los hechos se desarrollaron así:
En la retorta colocada sobre la espita hervía un líquido obscuro. Vapores negruzcos recorrían el serpentín para terminar en el condensador. El capitán examinaba atentamente un tubo de ensayo que contenía un polvo rojo obscuro. Se abrió la puerta. La llama del quemador tembló. El capitán se volvió. En la entrada se hallaba el ingeniero.
El ingeniero estaba turbado. Era un hombre que sabía controlarse, aunque su voz traicionaba su turbación. Una voz extraña, sonora, desacostumbradamente firme. El ingeniero intentaba mantener la calma, pero no lo conseguía.
— Siéntate, Nikolai — el capitán le acercó una butaca —. He hecho estos cálculos ayer y he obtenido el mismo resultado. Ven, siéntate.
— ¿Qué haremos?
El capitán miró el reloj.
— ¿Hacer? Faltan cincuenta y cinco minutos para la cena. Tenemos tiempo de discutirlo. Avisa a todos, por favor.
— Muy bien — contestó mecánicamente el ingeniero —. Se lo diré a todos. Sí, se lo diré.
No comprendía la tranquilidad del capitán. La velocidad del «Polus» aumentaba segundo a segundo y había que tomar inmediatamente una decisión.
— Mira — explicó el capitán, acercándole el tubo de ensayo —. Seguramente te interesará. Es cinabrio. Un color endiabladamente seductor. Pero suele obscurecerse a la luz… Ya lo he encontrado: todo el secreto está en el grado de dispersión…
Y se extendió en una disertación acerca de cómo había conseguido obtener un cinabrio estable a la luz. El ingeniero le escuchó con impaciencia, atormentando la probeta con las manos, y con los ojos fijos en el reloj de la pared: treinta segundos, la velocidad había aumentado en dos kilómetros por segundo; un minuto más y habría aumentado otros cuatro kilómetros por segundo…
— Me voy — dijo por fin —, debo advertir a los otros. Mientras descendía la escalerita comprendió de pronto que no tenía prisa, ya no contaba los segundos.
El capitán cerró la puerta de la cabina, introdujo distraídamente el tubo de ensayo en el trípode y pensó con una sonrisa: El pánico es como una reacción en cadena. Todo lo que le es extraño, lo retrasa… El zumbido del sistema de enfriamiento del reactor llenó sus oídos. Los motores funcionaban a pleno acelerando el vuelo del «Polus».
Diez minutos después, el capitán bajó al salón. Cinco personas le saludaron poniéndose en pie. Y por el modo de levantarse, por el hecho de que todos llevaban el uniforme de los astronautas, cosa que sucedía raras veces y sólo en las ocasiones solemnes, el capitán comprendió que ya no era necesario explicar la situación.