Los cuadros de Zarubin estaban reunidos en una estrecha galería inundada de sol. Lo primero que me llamó la atención fue que cada uno de los cuadros de Zarubin estaban pintados de un solo color: rojo, azul, verde…
— Son estudios para probar los colores — explicó el director —. Aquí hay uno, Estudio en tonos azules. Ultramarino.
En un cielo azul volaban juntas dos delicadas figuras humanas, un hombre y una mujer. Todo estaba pintado en azul. Pero nunca había visto una tan infinita variedad de matices. El cielo aparecía nocturno, azul obscuro en el extremo izquierdo inferior del cuadro y transparente, saturado por el aire ardiente del mediodía, en el ángulo opuesto. En los hombres, las alas formaban un mosaico de tonos azules, celestes, violetas. Los colores eran unas veces elásticos, claros, luminosos; otras veces, dulces, tenues, transparentes. En comparación, el estudio de Degas Las bailarinas azules hubiera parecido un cuadro mortecino, pobre en colores.
Admiré luego otros cuadros. Estudio en tonos rojos dos soles escarlatas en un planeta desconocido, un caos de sombras y penumbras desde el rojo sangre hasta el rosa luminoso. Estudio en tonos ocres: amontonamientos de rocas obscuras, severas. Estudio en tonos verdes: un bosque irreal, mágico…
— Zarubin fantaseaba — dijo el director —. Al principio pretendía probar los colores. Pero después…
El director calló. Miré los azules, impenetrables cristales de sus gafas.
— Siga leyendo — dijo, por fin, en voz baja —. Luego le enseñaré los demás cuadros. Entonces comprenderá…
Leo con la mayor rapidez posible. Intento fijar las cosas principales y adelante, adelante…
El «Polus» continuó su viaje. La velocidad del cohete alcanzó el límite máximo y los motores empezaron a trabajar en régimen de deceleración. A juzgar por las breves notas de la bitácora, todo seguía normalmente, ninguna avería, ninguna enfermedad. Nadie recordaba al capitán la promesa hecha. Zarubin estaba, como siempre, tranquilo, seguro de sí mismo y alegre. Como antes, dedicaba mucho tiempo a la tecnología de los colores y pintaba estudios…
¿Cuáles fueron sus pensamiento cuando estaba sólo en su cabina? Ni la bitácora de la nave, ni el diario del navegante dan ninguna respuesta. Pero hay un documento interesante. El informe de los ingenieros acerca del desperfecto del sistema de enfriamiento, en claro y conciso lenguaje encrespado con tecnicismos. Pero entre líneas leo: Si has cambiado de opinión, amigo, esto te permitirá rectificar tu posición sin menoscabo… Y lo dispuesto por el capitán: Bien, haremos las reparaciones sobre un planeta de la estrella de Barnard, que significa: No, amigos, yo no he cambiado mi decisión.
El cohete alcanzó la estrella de Barnard diecinueve meses después de su partida. Cerca de la débil estrella rosada se descubrió un planeta, de dimensiones casi idénticas a las de la Tierra, pero cubierto de hielos. El «Polus» se preparó a posarse sobre él. El flujo de iones emitido por las toberas del cohete fundió los hielos y el primer intento no tuvo éxito. El capitán escogió otro punto, con el mismo resultado… Por fin, tras seis tentativas, se encontró bajo el hielo una roca granítica.
Desde ese día las anotaciones en el libro de bitácora se hicieron en tinta roja. De esta manera se registraban tradicionalmente los descubrimientos.
El planeta estaba muerto. Su atmósfera estaba compuesta casi exclusivamente de oxígeno puro, pero no se encontró ni un ser viviente ni una planta. El termómetro señalaba cincuenta grados bajo cero. Planeta inerte — estaba escrito en el diario del piloto —; pero, en cambio, ¡qué estrella! ¡qué diluvio de descubrimientos!…
Sí, un diluvio de descubrimientos. Incluso hoy, cuando la ciencia de la estructura y evolución de las estrellas ha experimentado grandes avances, los descubrimientos hechos por la expedición del «Polus» en muchos aspectos no han perdido nada de su valor. El estudio de la envoltura gaseosa de las enanas rosadas tipo Barnard se considera aún como un clásico científico.
El libro de bitácora… El informe científico. El manuscrito del astrofísico con la paradójica hipótesis sobre la evolución estelar…, y, por fin, lo que yo buscaba: la orden de regreso dada por el capitán. No doy crédito a mis ojos y repaso rápidamente las páginas. Una anotación en el diario del navegante. Ahora lo creo; sé que sucedió así.
Un día, Zarubin dijo:
— Hay que regresar.
Los cinco hombres miraron a Zarubin en silencio. Se oía el tic-tac de los relojes…
— Tenemos que volver — repitió el capitán —. Ya sabemos que nos queda el dieciocho por ciento del combustible. Pero hay una solución. Ante todo, aligerar el cohete. Debemos eliminar todo el equipo eléctrico con excepción de los instrumentos de corrección — vio que el piloto quería decir algo y le detuvo con un gesto —. Hay que hacerlo así. Los instrumentos, los mamparos interiores de los depósitos vacíos, y algunas de las secciones del invernadero. No es eso todo. El mayor consumo de combustible es debido a la pequeña aceleración de los primeros meses de vuelo. Habrá que resignarse a los inconvenientes: el «Polus» deberá partir con una aceleración plena de 12 g en lugar de tres…
— Con una aceleración semejante, será imposible guiar el cohete — objetó el ingeniero —. El piloto no podrá…
— Ya lo sé — le interrumpió con dureza el capitán —. La dirección, durante los primeros meses, será dada desde aquí, desde este planeta. Aquí se quedará un hombre. ¡Silencio! Recuérdenlo, no hay otra solución y se hará así. Sigamos. Nina Vladimirovna y Nikolaj no pueden quedarse, esperan un niño. Sí, lo sé. Lenocka es medico, debe partir. Sergei es el astrofísico, y también debe partir. Georgei es demasiado excitable. Por eso me quedaré yo. ¡Silencio he dicho!
Tengo delante los cálculos hechos por Zarubin. Soy médico y no todo lo veo claro. Pero no resulta difícil comprender que son irreprochables. El cohete se aligera hasta el desmantelamiento, se fuerza al máximo la aceleración de salida. La mayor parte del invernadero se dejó sobre el planeta, lo que incidió severamente sobre las raciones de los astronautas. Se suprime el sistema de alimentación de emergencia, consistente en dos microrreactores; se desmonta casi toda la instalación electrónica. Si durante el viaje sucede algo imprevisto, el cohete ni siquiera podrá volver a la estrella de Barnard. Riesgo al cubo — escribió el navegante en su diario; y abajo —: Pero para el que se queda, el riesgo será diez, cien veces mayor.
Zarubin tendría que esperar catorce años. Únicamente hasta entonces otro cohete podría ir a recogerlo. Catorce años solo sobre un planeta hostil, cubierto de hielo…
Más cálculos. La energía era lo primero. Tenía que alcanzar para el periodo de control del cohete desde el planeta y para los catorce largos años posteriores. Y de nuevo sin margen para emergencia.
Una fotografía del habitáculo del capitán, construido con las secciones del invernadero. A través de las paredes transparentes se ven las instalaciones electrónicas, los microrreactores. Sobre el techo, las antenas del mando a distancia. En torno a ella, un desierto de hielo. En el cielo gris, cubierto por una densa bruma, salta la luz fría de la estrella de Barnard. Un disco cuatro veces más grande que el Sol, pero apenas más luminoso que la Luna.
Hojeo con nerviosismo el libro de bitácora. Está todo: las instrucciones del capitán, los acuerdos relativos al enlace por radio durante los primeros días de vuelo, la lista de los objetos dejados al capitán… Y luego, de pronto, una palabra: Lanzamiento.