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Siguen anotaciones extrañas. Parecen escritas por un niño, las líneas son irregulares, las letras aparecen deformadas. Es el efecto de la aceleración a 12 g.

Consigo leerlas con dificultad. La primera anotación:

Todo bien. ¡Maldita aceleración! Nuestra visión está severamente velada…

Dos días después:

Acelerando según lo calculado. Imposible caminar, debemos arrastrarnos…

Una semana más tarde:

Es duro, muy… (tachado). El reactor trabaja a pleno régimen.

Dos folios del diario de a bordo están en blanco. Sobre el tercero, manchado de tinta, consta la siguiente observación:

El control a distancia se debilita. Hay algún obstáculo en la trayectoria de las emisiones. Esto… (tachado). Es el fin.

Pero al final de la página hay otra, escrita con mano más firme:

El control desde el planeta ha sido restaurado. El indicador de potencia se mantiene en cuatro unidades. El capitán está entregando toda la energía de sus microrreactores y nosotros no podemos impedírselo. Se sacrifica…

Cierro el libro de bitácora. Ahora sólo puedo pensar en Zarubin. No esperaba, sin duda, que se estropease el control a distancia.

Se oye el pitido de la señal de alarma del indicador. La temblorosa aguja se detiene en el cero. La emisión de energía ha encontrado un obstáculo y el control a distancia deja de responder rápidamente.

El capitán se halla de pie ante la pared transparente. El opaco sol escarlata se oculta en el horizonte. Las tinieblas se van condensando sobre la llanura helada. El viento levanta la nieve, mezclándola y elevándola hacia el tenebroso cielo gris-rojizo.

La señal de alarma del indicador suena con insistencia. La pequeña cantidad de energía emitida no es suficiente para mantener el control sobre el cohete. Zarubin observa el ocaso de la estrella de Barnard. Tras su espalda se encienden febrilmente lamparitas en el panel del piloto electrónico.

El disco purpúreo-rojizo desaparece rápidamente bajo el horizonte. Durante un segundo brillan infinitos rayos escarlata, al ser refractados los últimos rayos por el terreno helado. Luego cae la noche.

Zarubin se acerca al panel de los instrumentos y desconecta la señal del indicador. La aguja deja de moverse. Luego gira la rueda del regulador de potencia. El invernadero se inunda con el ronroneo de los motores del sistema de enfriamiento. Gira el volante hasta el tope; pasa detrás del cuadro, quita el limitador y da otras dos vueltas completas al volante. El ronroneo se transforma en un estridente, vibrante, y estruendoso bramido.

El capitán se vuelve hacia la pared y se hunde en el banco. Le tiemblan las manos. Toma un pañuelo y se seca la frente. Apoya la mejilla contra la pared fría.

Ahora aguarda a que las nuevas superpoderosas señales alcancen al cohete y retornen.

Y espera.

Espera, perdida toda noción del tiempo, mientras braman los microrreactores, llevados casi hasta un régimen de explosión; los motores del sistema de refrigeración gimen, silban. Se estremecen las frágiles paredes…

El capitán espera.

Finalmente, algo lo fuerza a levantarse y a acercarse al panel de los instrumentos. La aguja del indicador ha vuelto a normal. Ahora hay suficiente potencia para controlar el cohete. Zarubin sonríe débilmente, dice: — ¡Vaya! — , y echa una mirada al indicador de consumo. La energía gastada supera en ciento cuarenta veces la cantidad prevista en el cálculo.

Aquella noche, el capitán no duerme. Compila un nuevo programa para el piloto electrónico. Hay que corregir la desviación provocada por la interrupción en el enlace.

El viento empuja olas de nieve sobre la llanura. Una tenue aurora boreal fulgura en el horizonte.

Los microrreactores chillan furiosamente, irradiando al espacio la energía que ha sido cuidadosamente calculada para durar catorce años… Habiendo cargado el programa en el equipo electrónico, el capitán hace una fatigada recorrida de su alojamiento. Sobre el techo transparente brillan las estrellas. El capitán se apoya en el cuadro de instrumentos y mira al cielo. En algún punto lejano el «Polus» volvía a tomar velocidad y se dirigía con seguridad hacia la Tierra.

… Era muy tarde, pero, pese a todo, fui a ver al director. Recordaba que me había hablado de otros cuadros de Zarubin.

El director no dormía.

— Sabía que iba a venir — me dijo, poniéndose rápidamente las gafas —. Vamos, es en la próxima puerta.

En la habitación contigua, iluminada con lámparas fluorescentes, estaban colgados dos cuadros de tamaño medio. En un primer momento creí que el director se había equivocado. Me parecía que Zarubin nunca pintaría cuadros semejantes. No se asemejaban en nada a los que había visto durante el día, no eran estudios de colores ni temas fantásticos. Eran dos paisajes comunes. Uno representaba una calle y un árbol; el otro, el borde de un bosque.

— Sí, son de Zarubin — afirmó el director, como si hubiese adivinado mis pensamientos —. Se quedó allí, ya lo sabe. Sí, fue una solución dura, pero, de todos modos, una solución. Hablo como astronauta, como ex astronauta — el director se ajustó las gafas azules y guardó silencio —. Y luego Zarubin hizo…, ya sabe… En cuatro semanas suministró una energía calculada para catorce años. Corrigió las desviaciones, devolvió al «Polus» a su ruta exacta. Y cuando el cohete alcanzó la velocidad inferior a la de la luz, y empezó la fase de deceleración, la tripulación recuperó el gobierno de la nave. Pero los microrreactores de Zarubin ya no producían energía. Todo había terminado… Fue entonces cuando Zarubin pintó estos cuadros… Amaba a la Tierra, la vida…

Un cuadro representaba una calle, una calle en cuesta en el centro de un pueblo. A un lado de la calle, una poderosa encina retorcida, pintada al estilo de Jules Dubre de la escuela de Barbizon: chaparra, nudosa, llena de vida y de fuerza. El viento empuja nubes despeinadas. En la cuneta lateral descansa una gran piedra, y parece como si un momento antes algún viandante se hubiese sentado en ella… Cada detalle está pintado con cariño, con amor, con una riqueza poco común de colores y matices.

El otro cuadro no está terminado. Representa un bosque en primavera. Todo él está saturado de luz, de calor… Sorprendentes tonalidades doradas… Zarubin conocía el alma de los colores.

— Yo traje estos cuadros a la Tierra — dijo el director, casi en un murmullo.

— ¿Usted?

— Sí.

Su voz era triste, como sí traicionase un sentimiento de culpa.

— El material que ha examinado no tiene conclusión. El resto se refiere a otras expediciones El «Polus» llegó a la Tierra y en el acto fue enviada una expedición de socorro. Se hizo todo lo que podía acortar el vuelo. La tripulación aceptó volar bajo 6 g. Llegaron al planeta pero no encontraron el invernadero. Tomaron riesgos tremendos y retornaron con las manos vacías. Luego, muchos años más tarde, fui enviado yo. Durante el viaje tuvimos una avería. Allí… — el director levantó una mano hasta sus lentes —. Pero llegamos. Y encontramos el invernadero y los cuadros… También encontramos una nota del capitán…

— ¿Qué decía?

— Sólo unas palabras: “adelante, a través de lo imposible”.

Miramos los cuadros en silencio. De pronto, me di cuenta de que Zarubin los pintó de memoria. Había hielo a todo su alrededor, iluminado por el diabólico resplandor rojizo de la estrella de Barnard. Y en su paleta él mezclaba colores cálidos y soleados… En el punto 12 él pudo haber escrito, con toda verdad: Yo estoy interesado en amar apasionadamente la Tierra, su vida, su gente.

Los desiertos corredores del Archivo están calmos y en silencio. Las ventanas están abiertas, la brisa marina agita las pesadas cortinas. Las rompientes se lanzan en obstinada cadencia. Parecen susurrar: hacia adelante a través de lo imposible. Una pausa, otra ola y un susurro: Hacia adelante [1]… Y otra pausa…