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– ¿Qué quieres?

La confusión reemplazó un momento al odio, y luego volvió a gruñir. Le tiré la camiseta a la cabeza, haciendo que lanzara un gañido y saliera corriendo de la habitación.

Me producía un perverso placer saber que había alguien junto a mí que siempre estaba planeando mi defunción.Frenchie me odiaba, eso era seguro. Me echaba la culpa de la muerte de su ama, y el perdón no formaba parte de su naturaleza. Cada vez que le veía me recordaba que siempre hay alguien que te quiere hacer daño, y que es mejor mantener alta la guardia, porque no existe esa cosa llamada «seguridad».

Me fui a la cama sintiéndome muy solo. Eso era lo que había traído Bonnie a mi vida… soledad. Antes de ella, mi sola compañía era la mejor compañía. Amaba a mis niños, pero eran sólo niños; un día crecerían y se irían, y sentía que sería capaz de dejarles. Pero ahora a mi lecho le faltaba algo cuando Bonnie no estaba. Cuando ella estaba fuera, en sus vuelos a Europa y África, nunca dormía del todo bien. Y cuando ella estaba en casa, aunque me sentía fatal por la muerte de Raymond, encontraba una isla en mis sueños que era lo más cercano al hogar que nunca había conocido.

Nadie había estado conmigo de verdad antes. Nunca hablaba con mi primera mujer. Entonces pensaba que un hombre debía ser fuerte y silencioso; él tenía que hacer que ella se sintiera segura y a gusto, pagar las facturas y engendrar hijos.

Pero Bonnie había cambiado todo aquello. Ella estaba en la misma onda que yo. Y pensaba de forma independiente. Podía emprender actos por su cuenta, sin la aprobación de nadie más. Yo lo sabía porque una vez había matado a un hombre que la atacaba, y luego siguió con su vida. A veces me despertaba por la noche y la miraba, sabiendo que ella había cruzado la misma línea que yo. Pero nunca tenía miedo. Me sentía como un antiguo nómada que podía confiar en que su mujer luchase a su lado, con uñas y dientes, contra las bestias salvajes.

Aquella noche yo estaba con los ojos bien abiertos, pero no sólo echaba de menos a Bonnie. Tampoco se debía mi insomnio a la redada policial, ni a la pistola que me habían puesto en la cara. Todo aquello no era más que una pequeña parte de la carrera de obstáculos que siempre había sido mi vida. Me quedé huérfano a los ocho años de edad, en el sur profundo. Peleaba con hombres mayores cuando ni siquiera tenía vello en los sobacos, y les ganaba.

No, ni el Partido Revolucionario Urbano ni sus enemigos los polis me preocupaban. Pero los muertos eran diferentes.

En la fría oscuridad de mi habitación me preguntaba por el hombre muerto y por el ruego de Alva de que encontrara a su hijo. Habría sido muy fácil para mí ir a ver a John y decirle que un asesinato era demasiado, que yo no me había comprometido a aquello. Ni siquiera tenía que decírselo, porque acabaría por saberse lo del muerto en casa de la prima de Alva. John sabía que yo no podía involucrarme en ese tipo de asuntos. Sabía lo que significaba intentar llevar una vida normal.

Decidí llamarle y decirle que había ido a ver a los Primeros Hombres, que había visto a Brawly y que parecía estar bien. Por entonces ya habría oído hablar del asesinato. Lo comprendería.

Suspiré con fuerza, aliviado al ver que mi locura había sido un ataque pasajero, de doce horas solamente. Pero cuando me adormilé, me encontré en medio de un sueño muy real. Yo entraba en una habitación donde estaba el Ratón, sentado ante una mesa pequeña y redonda. Llevaba un traje oscuro y un sombrero de ala corta. Yo me quedaba de pie y le contaba lo que me había sucedido durante el día. Él miraba hacia abajo mientras yo hablaba, escuchando mis palabras con seriedad. Cuando acababa, levantaba sus ojos grises y brillantes. Y se encogía de hombros como diciendo: «Vamos, tío, ¿qué te preocupa?».

Y yo volvía a notar aquel agarrotamiento en las tripas. Me desperté en mitad de la noche al darme cuenta de que estaba intentando reprimir una carcajada.

9

– ¡Ratón! ¡Eh, Raymond, espera!

Él iba caminando por la calle, una manzana por delante de mí. Apreté el paso, pero no conseguía llegar hasta él.

– ¡Espera, tío! -grité.

Y luego, de repente, él se volvió. Llevaba una pistola en la mano y abrió fuego. Yo me quedé helado; sabía que era un tirador excelente. Pero disparó cinco o seis veces y yo seguía de pie todavía. Miré a mi alrededor y detrás de mí, y vi a tres hombres muertos en el suelo. Cuando volví a mirar en dirección al Ratón, él sonrió y se tocó el sombrero. Luego se volvió y siguió andando velozmente. Quise seguirle, pero estaba demasiado asustado, y no conseguía mover las piernas.

– Papá.

Noté un ligero golpecito en el brazo.

– Papá, despierta -dijo Jesus. Estaba arrodillado a mi lado. Yo me encontraba en el suelo junto a la cama, envuelto en las sábanas y el edredón. Me preguntaba cómo había ido a parar allí. No me parecía que me hubiera podido caer. Quizá intentaba esconderme de aquellos asesinos debajo de la cama.

– El tío John está aquí -dijo el chico.

– ¿Qué hora es?

– Las ocho, más o menos.

– Ve a decirle que saldré dentro de unos minutos.

Quince minutos después salí, con los pies acalambrados, a nuestro pequeño salón. John estaba allí como un pez fuera del agua, con su mono y sus botas de trabajo.

– Easy…

– ¿Qué puedo hacer por ti, John?

– Necesito tu ayuda.

– ¿No tuvimos ya esta conversación ayer? -le pregunté.

John levantó los hombros, con aire de gran incomodidad.

– ¿Quieres un poco de café o algo de comer? -le pregunté.

– No, tengo que volver a la obra.

– Vamos a la cocina, de todos modos. Acabo de despertarme.

– No tengo tiempo para andar por ahí, Easy. Necesito tu ayuda y la necesito ahora.

Le volví la espalda y me dirigí hacia la cocina.

Siempre me había gustado la cocina por la mañana porque el sol entraba a raudales por las ventanas. Mientras llenaba la cafetera eléctrica con agua del grifo, John entró.

– Eh, tío -dijo-. Lo siento. Ya sé que acabas de despertarte, pero las cosas han empeorado mucho desde ayer.

Se dejó caer en una de las sillas de la cocina mientras yo medía cuatro cucharadas rasas de café molido.

– ¿Qué ha pasado?

– Brawly. Creo que ha matado a alguien.

– ¿A quién?

– ¿Recuerdas lo que te dijo Alva de su ex marido?

– Sí.

– Le mataron ayer en casa de su prima Isolda.

– ¿Y cómo sabes que lo hizo Brawly? -pregunté.

– No lo sé. Lo dice Isolda. Llamó a Alva anoche, pero Alva no pudo hablar con ella, de modo que cogí yo el teléfono.

– ¿Ah, sí?

– Dijo que Brawly y su padre se habían peleado horriblemente y que ella intentaba separarlos, pero que al final tuvo que irse, y que cree que se persiguieron por su casa.

– De modo que no vio en realidad a Brawly matar a Aldridge -dije.

– No lo sé -dijo John-. No sé lo que vio o dejó de ver esa mujer. Lo único que sé es que Alva se lo ha tomado muy mal, y que estoy muy preocupado por ella. Preocupado de verdad.

– ¿Por qué, exactamente?

Una sombra pasó por el rostro de John, ya de por sí oscuro. Noté la sensación de que estaba a punto de contarme algo pero al final decidió no hacerlo.

– Easy ve a hablar con Isolda, nada más. ¿De acuerdo? Se ha escondido en un sitio por ahí, por Alameda. Ve a hablar con ella. Y si puedes localizar a Brawly en algún sitio, llámame y dime dónde está. Yo me encargaré de lo demás.

– Muy bien. Dame la dirección, y ya veré lo que tiene que decir esa mujer.

Llegado el momento, vi que no podía decepcionar a John. Yo también había estado en situaciones muy apuradas, en mis tiempos, y él nunca me había vuelto la espalda.

– ¿Quieres que vaya contigo?