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– No. Tú vuelve a tu obra. Sigue colocando madera, hazme el favor. Yo hablaré con Isolda y encontraré también a Brawly.

La fuerte cara de John demostraba una profunda emoción. Si no le hubiese conocido mejor, habría pensado que deseaba matarme. Eso es lo que hacía el amor con todos los hombres negros en algún momento.

– ¿Sí? -respondieron al teléfono al decimoséptimo timbrazo.

– ¿Jackson?

– ¿Easy? -Oí su miedo a través de la línea telefónica-. Easy, ¿cómo has conseguido mi número?

– Siempre lo consigo, Jackson. Siempre lo consigo.

Seguro que estaba mirando a su alrededor, preocupado y pensando que yo podía estar mirándole por una ventana o plantado en la puerta de su casa.

– No te preocupes, Jackson. No estoy escondido ante la puerta de tu casa. -Hice una pausa-. Ni tampoco en la puerta de atrás.

– Estaba mirando por la ventana, tío -dijo-. No me engañas.

– ¿Dónde está el dinero de Jesus, Jackson?

– ¿Cómo dices?

– Ya me has oído, tío. ¿Dónde están los doscientos cuarenta y dos dólares que le quitaste de debajo de la cama?

– No había doscientos dólares ahí debajo -lloriqueó Jackson-. Mierda. Ni siquiera ciento cuarenta.

Jackson Blue era, con mucho, la persona más inteligente que había conocido jamás, pero si estaba nervioso, se le podía engañar como a un niño.

– Devuélveme el dinero del chico -le dije.

Jackson había sido nuestro huésped durante unos días, cuando huía de unos gángsters del Westside. Jugaba a algunos juegos de azar en su territorio, y ellos querían su cabeza. Pensé que le estaba haciendo un favor, hasta que desapareció con la hucha de Jesus.

– Está bien. Vale, tío -dijo Jackson-. Sólo lo cogí prestado, de todos modos. Ya sabes que tenía a esos tíos detrás de mí. Bueno, todavía lo están.

– Puedo ir y quitártelo -le dije.

Jackson farfullaba, indignado. Su miedo me hacía reír. Siempre tenía problemas, siempre iba rondando a los tíos más duros de todos. Pero tenía miedo de su propia sombra.

– ¿De dónde has sacado mi número, Easy?

Jackson era un tío muy inteligente, y más leído que muchos profesores universitarios, pero en lo referente a comprender a las personas, no había pasado de párvulos.

Tenía una chica de la que presumía mucho, llamada Charlene Lorraine. A Charlene le gustaba el cobarde de Jackson, no sé muy bien por qué, y le dejaba compartir su cama de vez en cuando. Le gustaba aquel hombre, pero no le respetaba, ni le temía, ni se preocupaba por él en forma alguna. Le di veinte dólares sólo dos semanas después del día en que dispararon a Raymond Alexander y a John F. Kennedy. Ella me dio el número de Jackson sin preguntarme siquiera para qué lo quería.

– Sólo le he visto una vez, Easy -me dijo la pechugona señorita Lorraine-. Creo que debe de tener alguna otra novia por ahí.

– Entonces, ¿eres celosa? -le pregunté.

– ¿Celosa de ése? -exclamó ella-. Sería como ponerse celosa si alguien acaricia a tu perrito. Sí, es muy mono y eso, pero no es un hombre de verdad, ni por asomo.

Charlene bajó los brazos, de modo que su pecho sobresalía mucho más aún. Me miró de arriba abajo, pero yo no piqué. No me hubiera importado que me arrastrara a su cama, pero por aquel entonces tenía a Bonnie, y las demás mujeres no eran una preocupación principal en mi mente.

– John me dio tu número -mentí.

– ¿Y de dónde lo sacó él?

– No tienes por qué saber eso, Jackson. Lo único que necesito es información de unas cuantas personas con las que a lo mejor coincidiste cuando cometías tus pequeños delitos.

– ¿Qué personas?

– Quiero preguntarte por Aldridge Brown, Brawly Brown y un tío que se llama Strong, que va con un grupo llamado el Partido Revolucionario Urbano de los Primeros Hombres.

– ¿Cuál? -preguntó Jackson-. ¿Partido Urbano o Primeros Hombres?

– Tienen los dos nombres.

– Y si lo hago, ¿me dejarás pasar lo del dinero de la hucha?

– Si haces eso, te proporcionaré un trabajo honrado para que puedas devolvérselo a Jesus con tu primer salario mensual.

– Repíteme esos nombres -pidió.

Los repetí.

– Está bien. Puedo hacerlo. Sí. ¿Por qué no me llamas mañana por la tarde? Por entonces ya tendré algo.

– ¿Y por qué no me llamas tú a mí, Blue?

– Bueno, ya sabes…

– No. ¿Qué?

– Podría responder Jesus.

Así era Jackson. Vivía toda su vida entre asesinos y atracadores, pero tenía miedo de un chico de dieciséis años mucho más bajito que él.

– Está bien, Jackson. Te llamaré mañana a las dos. Será mejor que estés ahí.

– No me voy a ir a ningún sitio, Easy -dijo-. A ninguno en absoluto.

10

El lugar donde se había refugiado Isolda Moore no se parecía en nada a su casa. Las escaleras de madera sin pintar que conducían a su escondite en el tercer piso parecían ceder bajo mi peso. El vestíbulo era deforme. El suelo estaba hundido, el techo abombado. Por un lado era ancho, pero al irse acercando a la puerta de Isolda se iba estrechando.

Las fotos que tenía en el espejo del tocador, incluso las secretas en bikini, no hacían justicia a la señorita Moore. Nada más verla resultaba encantadora, aunque había perdido el equilibrio al soltar la cuña de la puerta para abrirla. Tenía la piel de un moreno claro, y llevaba un vestido de topos azul y blanco. El dobladillo le llegaba justo por debajo de las rodillas, revelando unas piernas muy bien formadas. Isolda no llevaba sujetador, y no parecía que le hiciera falta. Sus grandes ojos estaban algo juntos y eran almendrados. Los labios formaban un eterno puchero, como si esperase un beso.

– ¿Sí? -preguntó, nerviosa.

– ¿Isolda Moore? -dije. Ella dudó, así que continué-: Me llamo Easy Rawlins. John y Alva querían que viniese a preguntarle algunas cosas sobre Brawly.

Mientras hablaba, mis ojos iban catalogando sus atributos.

La preocupación de su rostro desapareció cuando vio cómo la miraba.

– Entre.

La habitación podía haber sido una cabaña de una ciudad fronteriza en el lejano oeste. Las paredes jamás habían recibido una capa de pintura, y cualquier astilla del suelo podría haberle enviado a uno al hospital con tétanos. Pero Isolda había trasladado todos los muebles que había junto a la ventana, y lo había cubierto todo con unas sábanas blancas y de colores pastel. En el alféizar de la ventana había puesto unas flores silvestres en una botella de leche. La forma de arreglarlas habría hecho palidecer a un florista del centro.

– ¿Quiere un poco de té, señor Rawlins? -preguntó.

– Lo que tome usted -dije.

Ella sonrió y me condujo hacia los muebles cubiertos de telas.

Era una habitación de tamaño mediano y sin acabar, como he dicho. Pero Isolda había conseguido crear una pequeña isla de estilo allí, junto a la ventana. El té que me sirvió estaba frío como el hielo, aunque en la habitación no había ni rastro de nevera.

– Meto la jarra en un cubo lleno de hielo que consigo en la tienda de licores -me dijo, viendo la pregunta en mi cara.

– Debería ser diseñadora de interiores -le dije.

– Gracias.

Isolda hizo girar la silla en la que estaba sentada y noté que mi corazón estaba atrapado. Tenía toda la gracia y la belleza de una mujer que se codea con primeros ministros o con gángsters, ese tipo de mujer que necesita a un hombre muy poderoso para que florezcan todas sus habilidades.

Se había colocado de tal modo que el sol incidía en su cabeza, haciendo que le brillaran los ojos. Supongo que la miraba demasiado fijamente, porque ella se movió de nuevo y dijo:

– ¿Así que Alva y John le han mandado para encontrar a Brawly?

– Sí, eso es. Pero en realidad creo que es Alva quien desea que lo encuentre.

Mencioné a Alva para ver qué sentimientos albergaba Isolda hacia su prima.