– No me gustan los chicos, ni los profesores -dijo.
– Tienes que contarme algo más si quieres que te entienda, Juice. Quiero decir que… ¿alguien ha hecho algo que te haya sentado mal?
– No. Es que son idiotas.
– ¿Cómo idiotas?
– No sé.
– Tendrás que ponerme algún ejemplo. ¿Hizo alguien una idiotez la semana pasada?
Jesus asintió.
– El señor Andrews.
– ¿Qué hizo? -Yo estaba acostumbrado a hacerle preguntas a Jesus. Aunque hablaba desde que tenía doce años, las palabras seguían siendo un artículo bastante lujoso para él.
– Felicity Dorn estaba llorando. Estaba triste porque se le había muerto el gato. El señor Andrews le dijo que se callara o si no la mandaría al despacho del subdirector, y que se perdería un examen importante. Y que si no hacía ese examen, a lo mejor suspendería.
– Sólo intentaba que ella no distrajese a la clase.
– Pero su madre murió el año pasado -dijo Jesus, levantando la vista hacia mí-. Ella no podía evitar sentirse mal.
– Estoy seguro de que él ya sabía eso.
– Pero él tenía que haberlo comprendido. Es el profesor. Lo único que sabe son los estados y sus capitales y qué año murió cada presidente.
– ¿Y tú consentirás que algo así te impida ir a la universidad y ser alguien en la vida?
– El profesor fue a la universidad -dijo Jesus-, y eso no le ayudó nada.
Conseguí no sonreír. Por dentro estaba orgulloso del hombre en que se estaba convirtiendo mi hijo.
– No puedes decidir dejar el instituto porque un profesor sea un tonto -le dije.
– Eso no es todo. Ellos creen que yo soy idiota.
– No.
– Sí, lo creen. No quieren enseñarme. Me dan deberes para casa, pero no se preocupan de si los entrego o no. Quieren que lo haga todo muy deprisa, pero no les importa nada más.
– ¿Qué quieres decir?-pregunté.
– No sé.
Jesus se levantó y fue hacia sus caballetes. Yo le toqué el codo y él se detuvo.
– Tenemos que hablar más de este asunto, Juice. Tenemos que hablar hasta que ambos nos decidamos. ¿Me oyes?
– Ajá.
– ¿Cómo?
– Sí, señor.
– Muy bien. Sigue trabajando en tu barco.
12
Aparqué frente al restaurante hacia las nueve.
Hambones no tenía una salida de emergencia digna de ese nombre. Tenía una puerta de atrás que daba a un agujero que Sam llamaba el callejón. Pero era sólo para cumplir las ordenanzas contra incendios, porque en realidad nadie podía salir por aquella puerta. De modo que me quedé sentado en mi Pontiac verde, que empezaba a traquetear cuando lo ponía a más de ochenta kilómetros por hora, y esperé.
Hambones era un antro en 1964, pero en los viejos tiempos sólo los hombres y mujeres más llamativos acudían allí de noche. Así eran las cosas para los negros. No podíamos frecuentar los clubes de moda en Hollywood y Beverly Hills. Y tampoco teníamos esa clase de tugurios en nuestros barrios obreros. De modo que los hombres se ponían sus trapitos más chillones y las mujeres todas sus joyas y sus pieles y acudían a cualquier local donde hubiese una máquina de discos y unas ciertas pretensiones de lujo. Al cabo de unos cuantos meses de notoriedad, los músicos empezaban a frecuentar el lugar. Sam Houston tenía como clientes habituales en los cincuenta a Roll Morton y Lips McGee. Incluso Louis Armstrong apareció por allí una vez.
Por supuesto, los músicos llevaban también a su propia tropa consigo: hombres que querían tocar como ellos y mujeres que querían que las tocasen. Esos hombres y mujeres eran de todos los colores. Y una vez aparecían por allí unos pocos blancos, empezaban a llegar en manada. Porque por muy moderno que fuera el Brown Derby, nunca te daba el tipo de libertad que ofrece un club negro. Los negros saben ser libres. Una gente a la que se le ha negado la libertad durante tantos siglos como nosotros sabe soltarse el pelo y bailar como si no existiera el día de mañana.
El Ratón fue la primera persona que me llevó a Hambones. No llevaba ni tres meses en L.A. cuando lo descubrió.
– Sí, Ease -me dijo-. Las mujeres que hay allí son tan guapas que te dan ganas de llorar. No tienen licor, pero de todos modos es más barato en una bolsa de papel.
Era a principios de los cincuenta, y yo no tenía pareja. El hecho de que el Ratón fuese tan peligroso tenía algo bueno, y era que a las mujeres les encantaba estar a su alrededor. Uno sabía que si iba con Raymond iba a ocurrir algo inesperado, seguro.
Fuimos allí una vez en busca de una mujer llamada Millie. Millie Perette, de Saint Louis este. Siempre llevaba un collar de perlas rosas auténticas y una pistola con cachas de nácar en un bolso en el que apenas cabía una cajetilla de tabaco.
– Millie te deja tan hecho polvo que cuando te despiertas por la mañana tienes ganas de llorar -me dijo el Ratón-. Porque la noche siguiente está muy lejos todavía.
Fuimos allí a medianoche, más o menos. Cuando todos los clubes de los blancos estaban cerrando, el local de Sam renacía de nuevo. Recuerdo a un trompetista que tocaba en su mesa, rodeado de mujeres. La gente bailaba con la música, bebía y se besaba. Cuando entramos, todo el mundo saludó al Ratón como si fuera el alcalde de Watts en lugar de un recién llegado de Fifth Ward, Houston, Texas.
Llevaba una botella de whisky de centeno en la mano izquierda, y una espantosa pistola del calibre cuarenta y uno bajo la chaqueta de su traje con hombreras. Al Ratón le gustaba aquella pistola mucho más que cualquier mujer. Una vez me dijo que se podía desenroscar el cañón del tambor, y que tenía doce cañones, de modo que si mataba a alguien, podría cambiarlo. Y nunca probarían que su arma se había usado en el crimen.
Millie estaba en el bar con un matón enorme, un hombretón de tez oscura como el bronce, con los dientes forrados de oro, un anillo de diamantes y una pistola metida en el cinturón de sus pantalones de lana. Tenía la mano hundida casi hasta el fondo en la blusa de Millie y ella reía, feliz, bebiendo de un vasito de plata batida.
Cuando Raymond y yo nos dirigimos hacia la pareja, yo no estaba demasiado complacido. Lo máximo que se podía esperar yendo en compañía del Ratón era una noche sin sangre… y nunca se podía contar con ello si el amor o el dinero estaban en juego. La gente que estaba sentada al lado de la pareja se alejó en cuanto nosotros llegamos. La conversación se extinguió, pero es posible que el matón no se diese cuenta porque la trompeta seguía sonando.
– Millie -dijo Raymond.
Ella abrió los labios débilmente, mostrando los dientes y sonriendo, pero con un punto perverso que decía que sabía que estaban subiendo las apuestas.
– Creía que habías dicho que te ibas al norte, Ray querido -dijo ella. Y aunque me estaba temiendo ya que presenciaría un acto de violencia, comprendí el atractivo que podía tener una mujer tan descarada.
– He pensado que sería mejor quedarme por aquí y ver si quieres bailar -dijo Raymond, tranquilamente.
– Delmont Williams -dijo el matón al Ratón, tendiéndole la mano.
Ray miró la mano, pero no la cogió.
Yo luché contra el deseo que me invadió de volverme por donde había venido.
– ¿De dónde eres, Del? -preguntó el Ratón.
– Vivo en Chicago -dijo, orgulloso-. Tres generaciones fuera del Mississippi, pero todavía como morros de cerdo y llamo a mi madre «señora».
– ¿Cuánto tiempo llevas en la ciudad? -preguntó el Ratón.
– ¿Y a ti qué te importa, pequeñajo?
– Ah, nada. Sólo era curiosidad.
Millie empezaba a comprender la seriedad de aquella conversación. Pero estaba más divertida que preocupada. Que los hombres pelearan por sus encantos era para ella como si le regalaran una caja de bombones.
– Pues una semana o dos -dijo Delmont-. Tiempo suficiente para conocer a la mujer más bella de Los Ángeles.
Sobó con su enorme mano el pecho de Millie. Ella ni siquiera lo notó, sin embargo, extasiada como se encontraba por el espectáculo que prometía desarrollarse a continuación.