– Te pagaremos, Easy. -John levantó la mano como si se estuviera defendiendo de algún ataque.
– Invitadme a mí, a los niños y a Bonnie a comer algún día y me consideraré plenamente pagado.
John se echó a reír.
– El mismo de siempre, ¿eh, Easy?
– Si funciona, ¿por qué cambiarlo? -Me sentía cómodo intercambiando frases con mi amigo-. Alva -dije entonces-. Necesito dos cosas más.
– ¿Qué?
– Primero, necesito una foto de Brawly. Y luego quiero saber qué va a hacer su marido en este asunto.
– Nada -dijo ella-. Aldridge no tiene nada que ver con esto. ¿Por qué?
– No lo sé. Ha sido usted quien le ha mencionado. Usted y John.
– Lo ha dicho él. -Ella parecía una alumna culpable respondiendo a un profesor estricto-. Yo sólo quería hablar de Brawly.
– ¿Cree que puede haber ido a casa de su padre?
– Jamás.
– Pero creo que dijo que era un buen padre… Que él educó a Brawly.
– Brawly huyó de Aldridge a los catorce años. Se fue a vivir con mi prima, que vivía en Riverside por entonces. Ocurrió algo entre él y su padre, y se escapó. No creo que se hayan visto desde entonces.
– ¿Brawly vivía con su prima? ¿Y por qué no se vino a vivir con usted?
– Eso no tiene nada que ver, Easy -dijo John. Se acercó a Alva y la rodeó con sus brazos-. Es una historia muy antigua.
– Ajá. Ya veo. Bueno, si Brawly no se fue con su padre, ¿qué me dice de la prima?
– No -aseguró Alva.
– ¿Qué?
– Que no está con ella.
– Perdóneme, señorita Torres, pero usted no sabe dónde está Brawly. Por eso me han llamado.
– Basta, Easy -me advirtió John-. Ya tienes los panfletos. Ya te hemos dicho dónde ha estado últimamente.
– ¿Y si no está ahí? ¿Y si no le encuentro allí? ¿Y si ha ido a ver a su prima y ha tenido algún problema? No podéis pedirme que haga esto y no contarme nada.
Alva volvió a salir de la habitación. Era posible que se hubiese enfadado, pero no me importaba.
– Easy no tienes por qué saberlo todo -me dijo John-. Alva ha pasado una época muy mala, y esto de Brawly le afecta mucho. Sólo han estado juntos los últimos años.
– No puedo ayudaros si me dejáis las manos atadas desde el principio.
– A lo mejor no tenía que haberte llamado, pues. -Era una despedida.
Alva volvió.
– John -dijo-, él tiene razón. Si quiero que me ayude, tendré que darle lo que necesita.
Y mientras lo decía me tendió un trozo de papel roto y una antigua foto de un niño de seis o siete años. El niño llevaba el pelo muy corto. Era robusto y de rasgos duros, y eso hacía que pareciese pensativo a pesar de su sonrisa.
– ¿Qué es esto?
– Una foto de Brawly y el número de teléfono y la dirección de Isolda Moore.
– ¿Isolda Moore es su prima?
La idea le resultaba a Alva tan desagradable que sólo pudo asentir con la cabeza.
– Pensaba que había dicho que vivía en Riverside…
– Se trasladó a Los Ángeles hace unos años. Envió una postal a Brawly con su número de teléfono, pero él nunca la llamó.
– ¿Y esto de la foto?
– ¿Qué le pasa? -preguntó ella.
– Ha dicho que Brawly tiene veintitrés años.
– Es la única foto que tengo. Pero está igual. Ya lo verá.
– Tiene razón, Easy -dijo John-. Brawly tiene exactamente el mismo aspecto hoy en día. Sólo que mayor.
– ¿Sabéis si hay algún lugar al que le guste ir para divertirse? -pregunté.
– A Brawly le gusta comer -dijo John-. Sólo tienes que buscar el sitio donde den más comida. Le gusta bastante Hambones. Está justo en la manzana de al lado de donde están esos matones.
– Encuéntrele y tráigalo, señor Rawlins -dijo Alva-. Ya sé que no he sido muy amable con usted, y que no tiene ningún motivo para querer ayudarme. Siento no haberle tratado bien antes, pero a partir de ahora mi puerta siempre estará abierta para usted.
Aquella puerta abierta significaba más que cualquier dinero que John pudiera ofrecerme. Como diría la gente del campo, valía su peso en oro. Si ella estaba dispuesta a pagar un precio tan alto, me preguntaba cuál podría ser el coste.
5
John y yo no intercambiamos ni diez palabras en el trayecto de vuelta a la obra. Él era un hombre reposado habitualmente, pero aquel silencio resultaba hosco y pesado. Tenía algo más en la cabeza. Pero fuera lo que fuese, no quería compartirlo conmigo.
Cuando ya me iba, le oí gritar órdenes a los antiguos ladrones.
Yo seguía ardiendo de fiebre. Por primera vez se me ocurrió que quizá tenía gripe o algo parecido. Bajé las tres manzanas de la calle de tierra hasta la primera calle asfaltada. Allí aparqué junto a la acera para recuperar el aliento. El aire de febrero era gélido, y el cielo seguía azul todavía. Yo estaba como un niño, tan emocionado que me resultaba difícil concentrarme en algo que no fueran mis propias sensaciones.
Tenía que tranquilizarme. Debía pensar. John me había llamado porque sabía que yo llevaba toda la vida entre gente desesperada. Era capaz de ver muy bien por dónde venían los golpes. Pero no vería nada si no conseguía relajarme.
Encendí un cigarrillo y di una calada. El humo enroscándose en torno al salpicadero del coche trajo consigo la fría resolución de la serpiente cuya figura simulaba.
El panfleto estaba ciclostilado con tinta de imprenta, doblado y grapado a mano. El Partido Revolucionario Urbano era un grupo cultural, decía, que pretendía la restitución y el reconocimiento de los constructores de nuestro mundo: los hombres y mujeres africanos. No creían en las «leyes de esclavos», es decir, leyes impuestas a los negros por hombres blancos, al igual que tampoco aceptaban el servicio militar obligatorio o el liderazgo político de los blancos. Rechazaban la idea de historia del hombre blanco, incluso la historia de Europa. Pero sobre todo parecían muy afectados por los impuestos aplicados a las necesidades y servicios sociales. «La distribución de la riqueza -explicaban las palabras emborronadas en tinta morada- tal como se aplica a nuestro trabajo, y los sueños que apenas nos atrevemos a imaginar, son deplorablemente inadecuados.»
Ya había leído antes ideas parecidas. Leí mucho, en mis tiempos. La mayor parte de lo que leía eran las ficciones y la historia del hombre blanco. Tenía debilidad por la historia.
Pasó un coche y aparcó mientras yo recordaba lo que había leído de la plebe en la antigua Roma. Dos portezuelas de coche se cerraron de golpe, una tras otra, pero yo estaba muy ocupado preguntándome si aquel pueblo antiguo y oprimido tendría algún tipo de panfleto o sería todo de viva voz…
Pero cuando oí «Sal del coche», me vi arrastrado súbitamente al presente.
Los policías se habían colocado junto a mi Pontiac. Uno de ellos tenía la mano en la cartuchera, y el otro había sacado totalmente la pistola. Mis manos se levantaron rápidamente como las alas de un ave no voladora cuando se asusta por un ruido súbito.
– Tranquilos, agentes -dije.
– Abra la puerta con la mano izquierda -ordenó el policía que tenía más cerca. Era joven… los dos lo eran, chicos pálidos con armas entre hombres que se mantenían con una dieta a base de panfletos y pobreza.
Hice lo que me ordenaban y salí del coche cuidadosamente, muy despacio. Mantuve las manos al nivel de los hombros.
La diferencia entre los policías era que uno de los dos tenía el pelo castaño y el otro negro. Ambos medían lo mismo que yo, algo más de metro ochenta. El policía del pelo negro miró la portezuela que había abierto mientras el otro trataba de hacerme dar la vuelta y empujarme hacia el coche. Y digo «trataba» porque aunque yo había cumplido ya los cuarenta y cuatro años, todavía era muy robusto.