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Desde el momento en que oí la voz de John esperaba problemas. Los buscaba. Pero el muerto me había serenado un tanto. No quería meterme hasta ese punto en los sufrimientos de otra persona. Tampoco quería que me usaran. Pero dudaba de que John y Alva me hubiesen mentido… al menos sobre el crimen.
Decidí no llamarles hasta haber visto a Brawly. Si le decía a Alva que había encontrado a un hombre muerto en lugar de a su hijo, no sabía adónde podría llevarla su imaginación. Así que iría al cuartel general del Partido Revolucionario Urbano con la esperanza de al menos ver al joven.
Pero primero tenía que comer. No había comido nada desde las tortitas de Juice, y el miedo siempre me abría el apetito.
Hambones era un local de cocina tradicional sureña en Hooper, no lejos de la dirección de la sede de los Primeros Hombres. Hacía mucho tiempo que no pasaba por allí porque servía a una clientela un poco dura, y yo llevaba unos cuantos años (con un solo y grave error) tratando de negar que había viajado jamás en tales compañías.
Sam Houston, orgulloso y negro hijo de Texas, era el propietario del local. Éste constaba de una sola habitación alargada con mesas pegadas a una de las paredes y una cocina en la parte de atrás. Si uno quería comer en el Hambones tenía que sentarse junto a su acompañante y mirar al hombre de cara.
Sam estaba de pie detrás del mostrador, que le llegaba a la cintura, al fondo del local. Detrás de él se encontraba la cocina, llena de miembros de su familia, sus cónyuges y algunos amigos.
– Hola, Sam -le saludé mientras me dirigía hacia él.
– ¡Sabía que se la iban a llevar, Easy! -gritó. La voz de Sam sería un grito para cualquier hombre normal.
– ¿Qué es lo que se han llevado?
– La Estrella de la India -dijo, con un tono satisfecho y engreído-. Los del Museo de Historia Natural de Nueva York. Lo sabía.
Para entonces ya había llegado junto a él. Su pomposa declaración me irritó.
– ¿Que sabías qué?
– Sabía que tenían que robarnos una cosa así. No puedes tener ahí una joya que vale un millón de dólares para que la vea cualquier pelagatos. Lo leí en elExaminer. -Hizo un gesto hacia una arrugada pila de periódicos que tenía a su lado en el mostrador.
– Pero ¿de qué demonios estás hablando, Sam? -Llevaba al menos dos años sin ver a aquel hombre, y las primeras palabras que salían de su boca ya me ponían furioso-. ¿Con toda la mierda que sale en los periódicos y tú tienes que preocuparte por un maldito trozo de culo de vaso?
– Es el dinero, tío. Todo tiene que ver con el dinero. Lo siento por los de los derechos civiles, pero están muertos. ¿Y qué les pasa a los que los matan? Pues que se van a ver a un juez blanco para tomar el té, y esa misma noche cenan con sus mamás.
– ¿Y tú qué narices sabes de todo eso?
– Yo sé lo que sé, Easy. Yo sé lo que sé.
– Pero tío, si tú no sabes una mierda.
El hombre alto agachó la cabeza y me sonrió como si pensara: «Te he atrapado».
Sam Houston siempre me ponía furioso. Era la forma que tenía de tomarse todas las cosas que oía, veía o leía, dándoselas de experto. Si ibas a verle y le decías que estabas haciendo un muro de hormigón, empezaba a darte lecciones sobre cómo hacer los cimientos y el tipo de drenaje que ibas a necesitar. El no había levantado un solo dedo, pero te decía qué era lo que habías hecho mal.
Y lo malo era que a menudo tenía razón.
Sam era alto, como he dicho, pero además tenía un cuello extraordinariamente largo. Su piel tenía la textura del cuero, de un color marrón claro con sombras grises, y sus ojos eran unos objetos saltones que giraban de forma extravagante sin importar lo que estuviera diciendo o, con menos frecuencia, escuchando.
– Te lo aseguro, Easy. Lo único que tienes que hacer es leer ese periódico y todo, todo encaja.
– ¿Y cómo es eso?
– ¿Tú tienes coche?
– Ajá.
– ¿De qué año?
– Un Pontiac del cincuenta y ocho -dije.
– De modo que si pasas de ochenta, traquetea, ¿verdad?
¿Cómo sabía eso?
– Bueno -siguió Sam-, Craig Breedlove consiguió ir a más de ochocientos kilómetros por hora en su coche en Salt Flats. Tú ahí traqueteando a ochenta, y él firme como una roca a ochocientos. Así es como estamos. Los coches del hombre blanco están a cincuenta años de distancia, y tú apenas has salido de la Edad Media.
Asentí. Podría haberle preguntado qué clase de coche tenía él. Podría haberle preguntado a qué velocidad iba. Podría haberle roto su largo cuello. Pero no, asentí y conseguí la primera de las dos cosas que buscaba en Hambones.
Sam se volvió y dijo:
– ¡Clarissa! ¡Tráele a Easy unas costillitas de esas en su jugo!
– Vale -dijo una joven muy callada que llevaba unos pantaloncitos cortos color rosa y una blusa también rosa. Una cinta verde le sujetaba detrás el pelo alisado.
– Bueno, Easy -dijo Sam-, ¿cómo tú por aquí?
Sam no dejaba que muchas personas comieran en su barra. Si ibas allí, tenías que pedir la comida para sentarte en una mesa o para llevártela a casa. Pero no le gustaba que estuvieras por ahí remoloneando y tapándole la vista. La mayoría de los hombres que intentaban entablar conversación con Sam escuchaban lo siguiente: «Siéntate, tío. No puedo perder el tiempo aquí contigo. Esto es un negocio».
El hecho de que pudiera quedarse mirando y gritar a la mayoría de su clientela decía mucho a su favor. Porque los hombres que frecuentaban Hambones no eran de los que se dejaban amedrentar.
Antes de responder a la pregunta de Sam, dirigí la vista a lo largo de las paredes. Había tres hombres y cuatro mujeres. Cada uno de los hombres iba con su novia, y una de esas novias había traído consigo a una amiga. Aquella mujer sobrante llevaba un vestido rojo que debía de quedarle bien cuando usaba una talla menos. De todos modos, probablemente así le quedaba mejor, bien ajustado sobre sus formas femeninas. Me miró y volví a sentir aquella fiebre. Su mirada, sin embargo, no me conmovió. No buscaba más amor del que podía entregarme Bonnie Shay.
No conocía a ninguno de aquellos hombres, pero notaba su violencia. Hombres duros, con trajes oscuros y camisas blancas con el cuello sucio y pequeños agujeros de cigarrillo en la pechera. Delincuentes, asesinos y ladrones. Nunca comprendí por qué Sam se rodeaba de tanto peligro.
– Ah, nada -dije, respondiendo a la pregunta de Sam.
– Vamos, Easy. Seguro que tienes una respuesta mejor que ésa. No te veo desde hace dos años. Odell me dijo que tenías un trabajo en el Consejo Escolar, que te habías trasladado a West L.A. y te habías comprado una casa. Debes de necesitar algo si has cruzado todas esas fronteras para venir aquí a hablar conmigo.
– Aquí tiene -dijo la chica vestida de rosa, colocando un plato con un montón de costillitas delante de mí.
– Pero, chica, ¿a ti qué te pasa? -preguntó Sam, furioso.
– ¿Qué? -se quejó Clarissa.
– Ponle algo de verdura y maíz. No es un animal para que le eches la carne de esa manera. Necesita una comida equilibrada. -Sam meneó la cabeza decepcionado y su camarera hizo un puchero.
– ¿Qué prefieres, col u hojas de colinabo, Easy? -preguntó Sam.
– Col.
– Ah, sí, tío, yo también. A mí me parece que las hojas de colinabo son amargas. -Y pronunció la última palabra con énfasis para recalcar su disgusto. Sam Houston era un texano de pies a cabeza.
– ¿Conoces a un chaval joven que se llama Brawly Brown? -le pregunté cuando Clarissa se hubo ido de nuevo en busca de mis verduras.
Sam sacó una botellita de salsa Tabasco de debajo del mostrador. La abrí y rocié mi carne con ella.