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– Brawly Brown el travieso -dijo Sam, y suspiró-. Vaya, vaya… Ese chico tiene problemas y ni siquiera lo sabe.

– Entonces, ¿lo conoces?

– Ah, sí. Siempre anda con la mosca detrás de la oreja, parece hecho de rabos de lagartija, muerde más de lo que puede tragar y va por ahí como un perro sin amo. Aunque parezca exagerado, así es Brawly.

– Entonces, ¿es como un niño grande? -le pregunté, con deferencia.

– Sí, es demasiado, Easy. Un día viene aquí diciendo que va a alistarse en el ejército y lanzarse en paracaídas en algún lugar de Asia. Que va a ganar un buen dinero y luego ir a la universidad con una beca del gobierno. A la semana siguiente se pasa al otro lado, y ahora es un revolucionario. Me dice que sólo soy un esclavo porque trabajo para el amo blanco. ¿Te lo imaginas? Ese chico, que es como una bola de manteca, viene aquí, se come mi comida y me insulta…

Clarissa llegó con un plato grande de verdura con tocino. La col exhalaba un penetrante aroma vegetal unido a un leve olor a vinagre.

– No, no lo entiendo, Sam. Esta es la mejor comida que he probado desde hace muchos días. Muchos, muchos días.

Y no mentía, la verdad. Esa comida tradicional te alimenta el espíritu. Y mi espíritu estaba ahora volando por las nubes con la verdura y las costillas.

– Vale, Easy. Comes gratis y además contesto a tus preguntas. Y ahora dime, ¿por qué estás aquí?

– La mamá de Brawly quiere verle. Me ha llamado y he venido a visitarte. -No veía razón alguna por la que debiera mentir a Sam.

– ¿Así que has oído hablar de los Primeros Hombres? -me preguntó.

Asentí con la cabeza porque tenía la boca demasiado ocupada masticando.

– No tengo demasiada paciencia para toda esa mierda comunista -dijo Sam-. Si vienen a por mí, cojo una escopeta y les pego un tiro a todos.

– ¿Por qué iban a venir a por ti, Sam? Pensaba que a los que no podían soportar era a los blancos.

– Son como todos los demás ignorantes de por aquí, Easy. Odian a los negros más que a los blancos. Ven a un policía negro, o a un conserje de instituto negro y dicen que ese hombre es un traidor a su raza, y que merece morir. Van por ahí pidiendo donativos, y algunas personas tienen tanto miedo que aflojan la mosca. Pero sólo le piden dinero a la gente negra.

– ¿Protección? -Aquello me sorprendía.

– Bueno, en realidad no. Yo les dije que no y sólo gruñeron un poco. Pero están al borde del crimen organizado, al mismísimo borde.

– ¿Qué quieres decir? -pregunté.

– Un par de ésos vienen por aquí -respondió Sam-. A veces con Brawly, a veces no. Por la forma que tienen de susurrarse al oído unos a otros, sé que están planeando cosas. Nada de meriendas para críos, como dicen ellos. No. Son planes para la noche, para la oscuridad.

– Ya veo -dije.

Ya había comido y charlado bastante por el momento. Quería pensar en todo aquello, y Sam no era de ese tipo de personas que te dejan estar a tu aire tranquilamente.

– Gracias, señor Houston -dije, y me puse en pie. Vi a Clarissa detrás de Sam. Me miraba.

– Se reúnen todas las tardes más o menos a las seis -dijo Sam.

– ¿Quién?

– Los Primeros Hombres. Hablan casi cada noche.

– Ajá. -Dirigí una mirada a Clarissa y ella bajó la vista, fingiendo que estaba haciendo algo-. Gracias por tu ayuda, tío.

7

Decidí acudir a la sede de los Primeros Hombres y ver de qué iba todo aquello. Sam tenía su punto de vista, y yo estaba seguro de que me había dicho la verdad, al menos tal como él la veía. Pero la verdad, como solía decir mi tío Roger, es sólo la explicación que da cada hombre a lo que cree que comprende.

El Partido Revolucionario Urbano estaba flanqueado por un salón de belleza y una tiendecita de baratillo. La fachada era sólo un ventanal, pero cubierto por una gran cortina negra. En el centro de la cortina se veía un círculo amarillo que contenía la silueta de un libro con una lanza clavada. La puerta delantera estaba cerrada y no se veía a nadie dentro, de modo que fui a poner gasolina a Tunney, a unas manzanas de distancia. Mientras me limpiaban los cristales y me ponían un poco de aceite, llamé por su teléfono público.

– ¿Hola? -respondió una vocecilla.

– Hola, Feather.

– Hola, papi. ¿Dónde estás?

– Cerca de casa de John, cariño. Tengo que ir a una reunión, así que a lo mejor no llego a casa hasta después de que te vayas a la cama.

– ¡Pero, papi…! -Había tanto dolor en su ruego que casi abandono lo de Brawly y me voy a casa.

– Iré a darte un beso cuando llegue a casa, cielo. No te preocupes.

– ¿Podré comer hamburguesas?

– Claro. Pídeselo a Juice.

– Vale -dijo ella, perdonándome todos mis errores y mis fallos.

– ¿Se ha ido Bonnie al aeropuerto? -le pregunté.

– Ajá.

– Pero te está cuidando Juice, ¿no?

– Sí.

– Muy bien. Te quiero, cariño -le dije.

– Yo también te quiero, papi.

– Adiós.

Colgó y noté una sensación de pérdida que me llevaba de vuelta a mi niñez.

No perdí el tiempo mientras esperaba a que se reunieran los Primeros Hombres. Fui a un pequeño restaurante de San Pedro y estudié para el examen de jefe de mantenimiento. Era el siguiente escalón que debía subir. Estudiando, sentía que todavía tenía un pie puesto en el mundo prosaico y real del que Feather necesitaba que formara parte. Ella necesitaba que cada día fuese igual al anterior, y necesitaba algo que decir cuando sus amigos y sus maestros le preguntasen a qué se dedicaba su papá. Me convertí en ese hombre durante un par de horas, esperando que llegase la noche.

A mitad de mi tercera taza de café recordé de pronto al hombre muerto. Aquel montón de carne y huesos echado en mitad del umbral de la casa de Isolda Moore. Su forma apareció en mi mente y la retuve allí, esperando a ver si se me ocurría algo más.

Pero no sentía nada. Ni preocupación por un semejante que había sido asesinado, ni miedo por mi propia seguridad. Yo no lo había matado, y dudaba de que nadie me hubiera visto, de modo que era como si nunca hubiese estado allí.

La puerta de cristal del local de los revolucionarios urbanos estaba abierta y se veía a gente que se apiñaba en el interior. El sol se había puesto ya, pero todavía no era de noche.

La sala de reuniones desprendía un ligero olor a barniz. Unos tubos fluorescentes desnudos brillaban en el techo. El suelo era de pino, y las paredes de paneles de yeso baratos. Junto a la pared del fondo se encontraba un atril de música de hierro. Las treinta sillas plegables con el asiento de cartón reforzado estaban medio llenas, pero la mayoría de las cuarenta personas o así que estaban en la habitación se encontraban demasiado nerviosas para sentarse.

Los chicos y chicas negros llevaban ropas oscuras, hablaban y escuchaban, se hacían los interesantes y se miraban entre sí. Sus voces podían parecer furiosas a alguien que no conociera el áspero ladrido del alma del negro americano. Aquellos hombres y mujeres estaban más allá del furor, sin embargo. Expresaban su deseo de amor y de venganza y de algo que no existía… que nunca había existido. Por eso estaban allí. Iban a coger las peras de la libertad en un olmo llamado Estados Unidos. Creían en el espíritu de la Constitución, y no en las directrices de la caja registradora.

Quizá si me hubiese quedado el rato suficiente habría acabado por creerme todo aquello también yo.

– ¿Eres un poli? -me preguntó alguien. Me costó un momento darme cuenta de que me estaba hablando a mí.

Era un jovencito flacucho y renegrido. Llevaba gafas de montura metálica y un jersey negro de cuello alto que no era mucho más ancho por el cuerpo que por las larguísimas mangas.

Casi me reí.

– ¿Cómo?

– He dicho que si eres un poli.

– No. -Miré hacia la habitación, notando que algunas caras se habían vuelto hacia mí.